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QUE TE CONSERVES TRIUNFANTE BAJO EL ARCO

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Por: Juan Raúl Navarro

Voy a desenterrar el secreto mejor guardado de mi vida. Mañana voy a revelar que soy hijo tuyo, papá. Hijo de Raúl Navarro Paviato, el arquero argentino que se consagró en el Atlético Nacional, a comienzos de la década de los setenta. ¿O si no, qué genes me transmitieron esos reflejos, relámpagos, que me impulsaban a lanzarme como un una flecha grácil bajo el arco? Todavía, al verme, los compañeros de bachillerato hacen semblanzas de cómo volaba yo en la cancha de fútbol del colegio.
 
Me arrancaste a la fuerza de nuestra villa natal, de manera clandestina y traicionera. Fuiste a buscarme cinco meses después de que firmaras contrato con el club Verdolaga y me convenciste de viajar a Colombia, con el cuento de unas vacaciones maravillosas que resultaron ser una estafa, pues allí me retuviste. Yo llevaba nueve años viviendo únicamente con la abuela, desde el día en que echaste a mamá de la casa, cuando se supo que estaba embarazada de otro hombre, un azaroso promotor de espectáculos, que en esa época era más melenudo que vos, y tenía más guita y más fama. La corriste a los gritos, ventilando su flaqueza, para que todo el vecindario se enterara, mientras ella imploraba tu perdón. Yo estaba en el parvulario y para mi fortuna no lo presencié. Lo supe hace cinco años, cuando viajé a visitar al tío Armando para que me hablara de la vejez de la nonna y aflojara algo sobre el posible paradero de mamá.
Para que veas lo que se descubre conversando con extraños, te cuento que los pormenores de tu bronca con mamá me los detalló el nuevo dueño del que fue nuestro restaurante favorito. Tu delator se llama don Eloy.
Recién aterricé en San Francisco, pasé a registrarme y dejar la maleta en el Gran Hotel Libertador, y como me cayó simpático el chico del taxi que tomé en el aeropuerto, le pedí que me esperara para llevarme a La Guinda, el viejo e inolvidable resto bar, que pasados cincuenta años sigue siendo el más macanudo de toda la ciudad. Aún está en San Justo, en el 570 de la calle Rivadavia. Creo que empujado por la nostalgia de aquel lugar donde pasamos nuestros mejores sábados en familia, desde que toqué tierra cordobesa se me hizo insalvable el deseo de almorzar allí. Apenas crucé la puerta busqué el rincón en el que nos sentábamos los tres y cuando lo vi sin comensales respiré con alivio. Estoy seguro de que la mesa no era la misma, pero estaba en el mismo lugar, junto al ventanal que mira a la plaza del general José María Paz, donde mamá y vos me llevaban a corretear las palomas cuando cumplía la orden, «plato limpio», que ambos me daban al unísono.
Lo primero que ordené fue un termo del mejor mate de la casa. Lo fui cebando con parsimonia, acariciando la bombilla, mientras una avalancha de imágenes de la infancia me iba sepultando con dulzura. Andaba por la mitad del antipasto (pastar otini, olivas, alcachofas picadas, ciliegine de búfala, jamón prosciutto, salami, pimiento morrón cortado en julianas y marinado en aceite de oliva) cuando un señor muy bien puesto, y más o menos de tu edad, se  acercó a preguntarme si todo iba bien con el servicio. Algo en su rostro, en sus maneras, en el tono de su voz, se me hizo familiar y me obligó a escarbar en la memoria en busca de un recodo del pasado donde pudiera encontrar a la persona que ese hombre, con su amable presencia, me evocaba. Llegó a tal mi obsesión por identificar aquel recuerdo, que durante el resto del almuerzo no dejé de observarlo con aparente disimulo. Lo iba espiando de reojo, tratando de detallar sus gestos, de escuchar las inflexiones de su charla, de imaginar cómo sería su cara de joven; y para no ir a incomodarlo desviaba la mirada cuando pasaba cerca o volteaba a supervisar a los mozos que estaban atendiendo clientes de las mesas cercanas a la mía.
Así iba, paladeando los platos sin dejar de sondear en el pasado, –como quien se instala en un gran lago a tratar de pescar la trucha más escurridiza–cuando en mitad del postre mi impaciencia llegó al punto que comenzó a mortificarme igual que una hebra de mango entre los dientes. Para sacármela tiré del cordel, firme y sin florituras, y lo llamé para abordarlo sin dobleces. Le dije que creía haberlo conocido en mi niñez y él quiso saber mi nombre. Al oírlo me preguntó si yo era el hijo tuyo y de Amalita. Como le contesté que sí y que no, se quedó colgado del pincel y tuve que contarle cómo, cuándo y por qué habías dejado de ser mi padre. A media tarde, cuando el trajín del restaurante le dio tregua, me invitó a su casa. En la terraza, después de merendar con su esposa y con su hija, nos tomamos unos whiskys y me refirió su historia, que en varios puntos confluye con la nuestra.
Eloy era nuestro joven vecino, ¿te alcanza la memoria? Ese muchacho diligente del que nadie sospechó que pudiera convertirse en el respetado señor que ahora es. Mientras vos hacías tus primeros pinitos en el balompié amateur, él trabajaba de mozo en ese próspero negocio que ahora le pertenece. Eloy, el hijo de Mercedes, la viuda de Ángeles, la del segundo piso con el balcón repleto de macetas. Eloy, el que ayer era mesero en La Guinda, hoy es su propietario, y es mi suegro.
“No soporto el engaño”, me dijo que vociferabas, como un bisonte herido, mientras mamá te suplicaba que no la echaras de la casa. Pero la despreciaste, vos, que después tuviste la cara dura para mentirme y amargar mi existencia.
Tenía once años cuando me traicionaste. Me la bancaba tranquilo en San Francisco, esa pequeña villa enclavada en la provincia de Córdoba, al noreste de la república Argentina. Pero eso lo sabés. Lo digo porque esta carta no es solo para vos, va a aparecer mañana publicada en Clarín, antes de que el periodista que me llamó hace un rato, el caradura que malogró mi desayuno, falsee los detalles en una crónica morbosa. Yo era un pibe sano y la pasaba a lo grande. Los cazachismes de la prensa deportiva y de la farándula barata no me habían tocado, pues nada sabían de mi existencia. Iba al liceo, jugaba a lo que quería, comía lo justo; y lo más genial, tu vieja se moría por mí. Me celebraba las fechorías y hasta toleraba mis malas notas.
Estaba furioso, pues al llevarme obligado a Medellín  –que aún no tenía Metro ni era el “silicone valley” de la senología –me habías alejado de los canillitas que merodeaban por los potreros del barrio, con los que pateaba la pelota cada tarde. Tampoco podía perdonarte que me hicieras dejar a la nonna, quien, como ya lo he dicho, se desvivía por maleducar a su único nieto desde que me confiaste del todo a su cuidado, cuando te fuiste a jugar al Huracán. Y para nada, pues durante tu paso por ese once bonaerense del barrio de Parque Patricios, el equipo no ganó ningún título y ni siquiera pasó de media tabla. Hoy te lo recalco con rabia.
Además  –y es lo que todavía más resiento–al arrancarme de cuajo de mi mundo, como a un retoño que se desarraiga para trasplantarlo en otra tierra, me alejaste para siempre de mamá. Avergonzada, ella se marchó con un poeta etéreo que la quería sin cortapisas y que le ofreció ayudarla a criar a su segundo hijo, un mes después de que el melenudo la dejó con el bebé recién nacido para escaparse con una actriz de variedades. No imaginas cómo me dolía que le dijeras desnaturalizada, delante mío, cuando ella me buscaba por teléfono y tu respondías la llamada. Ahora sé que apenas sobreaguaba, aferrada al bardo y a mi hermano medio, en un alejado paraje de la Patagonia, y que por eso, cuando le pedía que me llevara con ella, se negaba diciéndome que su casa era muy fría y quedaba muy lejos. Pero cada año, a pesar de las limitaciones económicas y geográficas, se las arreglaba para deshacer esa distancia glaciar que nos separaba, y en el momento que menos la esperaba se aparecía en San Francisco, a visitarme. Y sorprendido y dichoso yo volvía a perdonarle el abandono.
Por eso, y porque cada quince días te marchabas a jugar a otras canchas del nuevo país y me dejabas con la empleada, me conseguí un padre sustituto. Un día, en la cocina de la nueva casa, mientras Fidelina planchaba los buzos de los uniformes con que te hiciste grande en el fútbol, yo hacía las tareas escolares. Pasaban la radionovela Kalimán, y en los comerciales entreoí un anuncio que mencionaba a «Navarro Ospina». Inquieto, corrí a buscar el directorio telefónico y desencantado descubrí que era una empresa de electrodomésticos. Pero unos renglones más abajo, para mi sorpresa, encontré que allí, en Medellín, vivía alguien que no solo tenía nuestro mismo apellido sino también nuestro mismo nombre. Y desde entonces, locura de adolescente, me obsesioné por conocerlo y conquistarlo.
Pasaría de cuento a novela si me pusiera a narrar las peripecias que tuve que hacer para encontrar a ese señor y lograr que me quisiera como si en realidad hubiese sido su primogénito. Tampoco voy a darte detalles de mi vida en el hogar de ese homónimo panzudo y desprolijo de cabello, antítesis del arquero apuesto y mechudo que eras vos, que debías recogerte la melena con una redecilla de mujer para que tu pelo no te impidiera la vista del balón, y que tenías que apartar a las muchachas para que el de ellas no te impidiera concentrarte, como lo requería tu profesión.
Lo que sí voy a decir sin que sea ningún descubrimiento, pues se hizo evidente desde hace años, es que por esas ironías de la vida termine pareciéndome mucho a mi padre adoptivo y amándolo más que a vos, que te consagraste en dos campeonatos y que aún teniendo mi misma sangre, no quisiste estirarte para atrapar mi mano. Ese fue tu peor autogol, el que voy a destapar mañana para salirle al paso al atorrante reportero que hoy, temprano, me avinagró el café. Ese fue el contragolpe que vos, “Navarro, Navarro”, el aclamado arquero del Nacional, no supiste evitar. Preferiste seguir llenando las páginas de la sección deportiva de El Colombiano sin dejar que se descorriera el velo que habías logrado colgar en la Argentina para ocultar mi existencia, la existencia del hijo que tuviste a tus diecisiete años y que no supiste educar ni amar. Por eso permitiste que mi empeño, que en un comienzo solo era la pataleta de un pibe adolorido que reclamaba tu atención, se convirtiera en la realidad que, en definitiva, terminó por distanciarnos. Fui adoptado por Raúl Navarro Ospina y por su esposa María Stella Arango, y vos no moviste un dedo para impedirlo.
Te vi por última vez en el 76 y fue por un asunto deportivo. Ese día se me quedó tatuado, con una tinta indeleble, en la memoria. La fecha exacta no la sé. Pero recuerdo, nítidos, los uniformes de los policías que nos perseguían, a mi amigo Adolfo y a mí, mientras trepábamos por el cerco metálico, rematado por cinco hileras de alambre de púas, que restringía el acceso a la antigua torre de iluminación que se empinaba en el costado norte de la Tribuna Occidental del estadio Atanasio Girardot. No se me olvida, dos tigres verdes tras dos gatos pálidos. Cuando ya nos tenían a tiro de bolillo, los dos agentes se miraron y se rieron, y con un gesto cómplice nos dejaron alcanzar el tope de la malla y saltar al otro lado. Desde allí, por las escaleras de esa estructura herrumbrosa, ascendimos a la altura del techo de la que por entonces llamábamos Tribuna Alta. «Tribuna Alta y con cachucha».
Mientras los hinchas, sorprendidos, nos miraban, nosotros trenzamos las piernas entre dos de los peldaños de la mitad más alta de la torre, y con pavoneos orgullosos nos instalamos, el uno encima del otro, a esperar el partido más relevante de la época, que prometía ser un gran clásico: Millos versus Nacional. Pero la noche se iba encapotando y en los termómetros y en nuestras cabezas descendía el mercurio. A los pocos minutos, ya conscientes de nuestra osadía demencial y calados por el ventarrón, tiritábamos de frío y temblábamos de pánico. Tuvimos que aferrarnos a los parales, no mirar hacia abajo durante un rato y reunir toda nuestra valentía, para pasar el susto y aguantar hasta el inicio del encuentro.
Los»cracks»del Verde llegaron a salvarnos cuando saltaron a la cancha y comenzaron a calentar. A partir de ahí nos fuimos atemperando, y nos encendimos de verdad en el minuto siete, cuando Euclides «El Tizón»González le pegó un patadón a Víctor Campaz, luego de que este les diera un baile, en plena área, a Hermenegildo Segrera y al “Chonto” Gaviria, y ya se disponía a fusilar a Trucchia, el portero. Fue una falta del tamaño de una catedral, que merecía la tarjeta roja, pero el árbitro no la pitó. Promediando el primer tiempo, cuando un taponazo de Londero estremeció el travesaño, Adolfo y yo volvimos a mirarnos ya sin miedo, de nuevo cómplices y dueños de nuestro ánimo. Que temblaran los Embajadores y la escasa hinchada que los acompañaba, nosotros no.
Con tus atajadas monumentales, el liderazgo de Moncada y Maturana, la clase de Tito Gómez y de «La Chancha»Fernández, las barridas quirúrgicas deRetat, las gambetas de Campaz, los misiles de Londero y las mentadas de madre que no cesamos de espetar contra el ladrón de negro y el negro faulero, a coro con la fanaticada que abarrotaba las graderías, mantuvimos el espíritu caldeado y el cuerpo tibio. Hasta el baldado de agua fría del último minuto del juego, cuando los dirigidos por el doctor Ochoa Uribe le atravesaron un palo en la rueda a «La Maquinita» de Osvaldo Zubeldía, y vos, mi padre inconfesado hasta hoy, fuiste deshonrado por Willington Ortiz con un balón que te metió entre las piernas. Gol «ordeñado”.
Desde esa noche, en la que mi amigo y yo subimos triunfantes a la torre y bajamos apaleados por tu culpa, no volví a verte en persona. Solo fotografías tuyas que salían en los diarios, y una entrevista que te hicieron en la televisión, cuando al final del año, a pesar de esa derrota, nuestro equipo se coronó campeón.
Anoche conocí a Antonio, mi hermano medio, y entre varias cervezas me detalló los últimos días de mamá. Supe que murió joven y angustiada, a los nueve meses de mi partida , sin poderse zafar de la depresión que le provocó constatar que no eran ningunas vacaciones, que sacándome de la Argentina vos habías roto nuestro cordón umbilical. También supe, creo que ya te lo dije, que desde su huida de San Francisco, después de que vos la zafaste y de que la abandonara aquel farsante, apenas se sostuvo, aferrada al bardo y al bebé. Aguantó hasta el día que fue a buscarme y la nonna le confesó que, contra mi voluntad, me mantenías fuera del país. Hoy entiendo por qué nunca volví a saber de ella y por qué, las pocas veces que me permitiste llamar a la vieja, cuando le preguntaba por el paradero de mamá, mientras me juraba que no lo sabía, yo notaba en su voz un dejo de confusión que me hacía presagiar algo terrible. Un día, en el que casi te enloquezco para que me dijeras dónde estaba, me respondiste furioso, a punto de darme un bofetón: “Está en Tierra del Fuego, con el bastardo y el poeta, purgando su pecado. No sé más”.
Esa sentencia me caló muy hondo.Con apenas dieciséis años llegué al Atlético Nacional. Hernán Botero Moreno, su presidente, era amigo de mi padre adoptivo y quedó impresionado cuando vio mis atajadas en la cancha de una estancia donde pasaban el fin de semana nuestras familias. A los dieciocho, con el dinero de una rifa que organicé entre mis compañeros de la segunda división —donde me iba consolidando como arquero y donde nunca supieron que era hijo tuyo—  con tus palabras revolcándome el corazón, atravesé Suramérica y llegué hasta San Francisco y Ushuaia para buscar a mamá y conocer a mi hermano.
Al oírlo, Antonio se derrumbó. Entre las lágrimas que iba sorbiendo, confundidas con la espuma de su cerveza, me reveló que nuestra madre no pudo sobrevivir a ese abismo de miles de kilómetros de ausencia con que nos separaste. Una mañana, pretextando un paseo al Calafate, se internó en un ventisquero y no volvió. ¿Lo sabías? ¿Estabas enterado de su suicidio y de mi efímera carrera en el fútbol, que se truncó por una irremediable lesión de rodilla, a los pocos días de regresar de ese infructuoso viaje? Lo digo sin modestia, papá, yo pintaba para ser mejor que vos.
Tonny y yo bebimos varias rondas, que nos ayudaron a comenzar a conocernos y le infundieron el valor para hablarme de Mariana y presentármela. Sí papá, anoche conocí a tu hija, mi hermana insospechada, la chica que engendraste en España durante tu paso fugaz por el Valencia. Los tres comimos y tomamos, lloramos, blasfemamos y hasta reímos. Y al amanecer, entre los desafueros y los hipos, Mariana me soltó información. Me confió, por ejemplo, que nunca se casó. Que al morir su madre, tras un difícil reencuentro contigo que requirió psicoanálisis, dejó Europa y se vino a vivir con vos a Buenos Aires. Que te encanta caminar y que en las tardes sueles venir a este café de San Telmo, donde ahora escribo esta carta que espero entregarte mirándote a los ojos, antes de compartirla con la prensa.

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