
Juan Alfredo Pinto Saavedra *
“Señor, Como nube he sido
Donde con tus rayos das;
Que como el Sol las colora
Cuando alguna se avecina,
Ansí con tu luz divina
Mi nube se doma y dora”
Lope, El Villano en su Rincón
Y yo les digo queridos jóvenes: el poder de la religión nuestra, de la religión católica, consiste en que no nos proclamamos puros o píos. Todo lo contrario, nos reconocemos pecadores que luchamos contra el maligno que habita en nosotros y nos ronda. Por eso, no fingimos como los protestantes, no nos creemos superados como en los credos orientales ni tenemos un dios para justificar cada pecado como en ciertas regiones del Asia. No, nosotros somos pecadores con capacidad de implorar noblemente el perdón y de sentir el orgullo de nuestro propio arrepentimiento al cual accedemos por obra de Jesucristo, gracias al Espíritu Santo y por intercesión de María Santísima. O es que creen que a mí, en esta clase de biología me resulta extraño cuando observo cómo al hablar de ciertos órganos anatómicos, ¿ustedes distraen su atención y sienten los calores en sus partes nobles? No, yo lo sé y por eso les digo cómo luchar contra esas tentaciones. En estos días, uno de ustedes me preguntó:
-Profesor, yo no puedo evitar despertarme con mi órgano masculino en escuadra y en ese caso, ¿qué hago?
– Le dije y ahora lo repito en público:
-“Tanto ustedes como las jovencitas cuando se levantan en ese atafago, han de buscar un cubo de hielo, envolverlo en algodones y colocarlo, ellas en la parte alta de su rajita y ustedes debajo del escroto para calmar el arrebato y disponerse para la recitación de las horas menores del Oficio Parvo de Nuestra Señora y para el rezo del Rosario”.
Así se expresaba el profesor Ávila, uno de los más renombrados y siempre recordado por los exalumnos del Colegio Santo Domingo de Puebla, bastión de la educación religiosa moderna en México, con casi un siglo de existencia, regentado por dominicos, pero famoso por su defensa del progreso en la ciencia, sus lecciones de mayéutica y por la cantidad de aspirantes para alcanzar un cupo en el prestigioso claustro, particularmente desde 1968, cuando el provincial de San Miguel y los Santos Ángeles de Puebla, anunció que a partir de ese año el Colegio sería un establecimiento escolar abierto a hombres y mujeres para facilitar una educación de excelencia a las jóvenes mexicanas.
En su pupitre doble, escuchando las enseñanzas e intercambiando miradas lúbricas, rozando las rodillas y disimulando ante el rostro colorado y graso del profesor Ávila, la fuerte excitación y la carga húmeda entre sus interiores, estaban Mario Martínez Fernández y Matilde Ocejo Peón.
Lo que arrancó como un típico idilio escolar, no pudo llegar a matrimonio, si bien Mario y Matilde continuaron encontrándose periódicamente cuando él cursó sus estudios como piloto civil en Houston y ella fue a estudiar psicología en la UNAM. Mantuvieron una amistad erótica, desoyendo apenas en parte los consejos del profesor Ávila, pues a la manera de los afines en el lecho, dieron en llevar una fidelidad traviesa y juguetona pero firme durante el lustro que les fue dado compartir. Mario falleció a los 22 años en un accidente aéreo, cuando manejaba un avión en mal estado cerca de Monterrey. Matilde estuvo afectada por la desaparición de su amigo y pasó varios meses en el abatimiento. Culminó sus estudios como psicóloga y se especializó en la interpretación del famoso test de los colores del profesor Max Luscher que fue presentado en 1948, pero alcanzó su máxima popularidad en Europa y Estados Unidos hacia los años 70, cuando su uso se generalizó en procesos de análisis de personalidad y selección de personal.
Matilde se convirtió en una autoridad de la materia. Mientras dictaba cursos en la universidades de América Latina, fue levantando un extraordinario acervo de aplicaciones del famoso instrumento valorativo con los ocho colores definidos como críticos por el psicoterapeuta y filósofo suizo, hasta completar la cifra de 14.000, lo cual le permitió una constatación empírica de gran valor y un alto nivel de certidumbre en sus informes, sobre la personalidad de los analizados, no tanto por la validez del instrumento que no admite duda en cuanto a reconocimiento de reacciones momentáneas de la personalidad frente a determinadas situaciones y su relación con la sensibilidad frente a los colores, como por la iteración de frecuencias entre los participantes del ejercicio en todo el Continente americano. A su vez, Matilde, extrovertida, cabello corto casi rubio, ojos claros, cara ovalada, sonrisa amplia y labios bemba como dirían los cubanos, resultaba una psicoterapeuta no formal, divertida y generadora de confianza para casi todos los públicos, que se transformó en una personalidad científica popular en varios países, lo cual le permitió al mismo tiempo, formar un patrimonio y colocar ahorros en los bancos norteamericanos para preservar su independencia , viajar y no vivir a la caza de marido.
El test de colores acabó siendo un cedazo en las relaciones amistosas y aún en las aproximaciones afectivas de Matilde. Suele ocurrir en tiempos modernos, que la especialización profesional en diferentes áreas del conocimiento, termina afectando las percepciones y produce un filtro sesgado y pernicioso que a su vez, bloquea muchas posibilidades y se erige en compendio de prejuicios. Matilde conocía de las discusiones entre socialistas y freudianos acerca de si es el ser social lo que determina la conciencia o es la formación de la conciencia desde el deseo y mediante la experiencia individual, lo que configura la perspectiva del hombre moderno. Ella descreía de las dos caracterizaciones y quería introducir más variables en la determinación de la conciencia. Desde los colores, había comprendido que también el ambiente y el hábitat son elementos que intervienen en la forja de la concepción del mundo ente los individuos:
-“No quiero decir que el test de Luscher sea algo así como el ombligo del conocimiento pero en mi caso, por la fuerza de mi propia vida profesional, me cuesta ignorarlo a la hora de involucrarme con un pretendiente o cuando siento el ímpetu de intentar conquistar a alguien”, solía afirmar.
Matilde reconocía el papel de los aspectos económicos, familiares, la influencia de los traumas y de las etapas vitales en la estructuración de la personalidad. También el influjo del medio y del entorno cultural. Incluso, se declaraba respetuosa de las filosofías orientales y en particular, de las provenientes de India que asignan tanto peso a la fuerza del destino. Y había aprendido a usar con mesura, su baremo cromático que le servía, según sus palabras, “para caracterizar en forma general a las personas pero dejando un margen suficientemente amplio a la exploración de la condición individual diferenciadora”.
Era muy severa con quienes exageraban respecto de la potencia de las tecnologías predictivas. Fue muy debatida por los cibernautas en años recientes, la siguiente afirmación colgada en su página de la red:
-“Ahora, cuando la ´lexicometría´ y todos los mecanismos de valoración numérica de lo cualitativo han obtenido sus mayores avances, cuando la estadística ligada a las aplicaciones informáticas permite tanteos entre poblaciones enormes y cuando la capacidad predictiva del comportamiento de grandes masas de consumidores, usuarios o ciudadanos llega hasta niveles dramáticos de intromisión y anulación de las opciones personales, asistimos al enorme riesgo de ser individuos, sospechosos por el hecho de no formar parte del promedio, de la norma o peor aún, por tener una cantidad de genes o marcas biológicas de algún tipo, que nos pueden convertir en seres diferentes, peligrosos o, al menos , en sujetos requeridos de monitoreo y seguimiento”.
Como especialista, logró un dominio fuera de toda proporción respecto de las relaciones entre la prelación dada a uno u otro color y su significado psicológico. Tal como la fotomecánica, requirió de técnicos especialistas en el retoque de las películas que se obtienen en fotograbado, para asegurar una buena reproducción de los originales, los llamados cromistas, el dominio de la psicóloga de Puebla sobre la interpretación de los resultados obtenidos en el test de Luscher, la transformó en una cromista del espíritu que escrutaba las almas por medio del color y aún, podía retocarlas antes de emitir el juicio que desconcertaba a quienes la consultaban, pues asistían al escaneo de su personalidad que la reputada doctora Ocejo Peón ejecutaba, tarjetas coloridas en mano, como si tuviera entre sus dedos el transductor que, a partir de los colores en el prisma, leyera todos los pliegues de las almas, sin respetar territorios íntimos, secretos, conclusiones y tragedias nunca contadas.
Matilde solía vestir como las mexicanas de la clase popular, con unos ponchos de colorines tejidos en lana acrílica, imitando los colores del sarape clásico. Cuando el interesado ingresaba en la habitación de la psicóloga y fijaba su vista en la manta, ella inmediatamente podía intuir cuáles eran los rasgos fundamentales de la personalidad, con un alto porcentaje de certidumbre. Saludaba al interesado y le indicaba las sillas de colores amarillo, azul, rojo, verde, rosa, café, fucsia y negro, y preguntaba:
-¿Dónde prefiere usted sentarse?
La respuesta era una delación. No obstante, podía ocurrir que el visitante interrogara:
-¿Dónde se sienta habitualmente usted, doctora?
Ella muy presta respondía:
-En la silla contigua a aquella que tiene el color que más le guste.
Al momento de presentarse, dando su nombre y algunos antecedentes sobre su periplo vital, quien consultaba sólo conocía del prestigio de su analista. Empero, Matilde ya sabía mucho sobre el beneficiario de su instrumento radiológico del espíritu.
Matilde organizó un consultorio itinerante con estadías en Miami, México, Panamá, San Juan, Bogotá, Lima, Santiago, Sao Paulo y desde luego, Buenos Aires.
Adquirió una hermosa residencia en Guadalajara y un apartamento en Punta del Este, y aprendió a vivir en soledad aunque justo es decirlo, cuando quiso echar su cana al aire, acogió bajo su poncho colorido a uno de aquellos pacientes amarillo y rojo al inicio de su escogencia cromática, por lo tanto, de alto rendimiento en la intimidad, y realizó con él alguna fantasía, siempre en penumbra cuando los contornos resaltan mas no el color.
Una tarde, estando atendiendo visitantes que no clientes, según acostumbraba decir, trabajando en su consultorio de la vía a La Calera en Bogotá, entró un australiano hablando español sin acento, portando un bello suéter de lana de todos los colores y le dijo sin recato con claro estilo bogotano:
– Quiero que me ayude a saber lo que quiero pues cargo con una angustia de 20 años y ya tengo 37 de hacer un montón de cosas en las cuales siempre decidí participar sin plena conciencia o desde el vacío de mi espíritu y, según parece, no logro empatar el partido de mi existencia, desde cuando llegué a Sydney de regreso de Vietnam. Soy hijo de madre colombiana y padre serbio, me llamo Jaime Sim y estudié electrónica aplicada a máquinas de casinos.
Se sentó en la silla amarilla. Arrastró la de color bermellón y la colocó delante para apoyar sus codos en lo alto del espaldar, y prosiguió:
– Manejé un casino en Saigón. Gané dinero hasta cuando fue posible estar allí, pero nunca estuve contento. Mi padre fue un futbolista importante que vino a Australia con ahorros y estableció un salón de juego. Por eso, mis estudios se relacionan con eso aunque en verdad, nunca supe qué quería estudiar. Mi tía colombiana me habló de usted y vine hasta aquí para verla o para dejarme ver, para mostrármele, pues dicen que usted ve lo de adentro como si lo de afuera no le importara.
Matilde tuvo que esforzarse demasiado, pues su organizada cabeza se volvió un ovillo entre las advertencias del profesor Ávila, el recuerdo del rezo de las vísperas y la salve cantada, la memoria de Mario Martínez, el jersey multicolor de Jaime Sim y su pose entre rojo y amarillo, sólo pasión, como si guardara entre sus piernas un aparato de crecimiento exponencial. Aunque la sesión fue larga, pues ella aplicó más de 70 tarjetas de colores y solicitó una y otra vez ordenarlas por grado de atracción, la conclusión fue sencilla.
-Usted es una persona de gran apetito sexual que no ha conocido el amor. Practica el sexo de manera mecánica como una máquina tragamonedas. Lo de menos es su profesión. Está de más decir que no le va mal y si no le agradara, jamás habría tenido éxito ni siquiera con los soldados americanos en Vietnam. Usted descarga pasión hasta quedar vacío en el bajo vientre, pues en el corazón siempre lo ha estado. Su test se parece al mío. Y calló súbitamente. El silencio fue total y brusco. Ocurrió eso que los retóricos llaman Aposiopesis.
-Doctora, yo…
– Usted ha vivido generando y consumiendo energía, pero jamás ha sentido la tibieza en el alma. Yo por lo menos, creo haber sentido algo parecido al amor por un amigo fallecido en la flor de su juventud. Contamos los mismos años y el test de colores en nuestro caso es monocromático, de color anaranjado. Luscher nunca colocó ese color en la gama básica de los ocho. Por eso, tomé este consultorio en los cerros bogotanos; en esta ciudad, el crepúsculo suele ser naranja y me gusta contemplarlo. No es sencillo su problema. Me llegan cientos de casos en los cuales el amor ha neutralizado las pasiones. Mas, cómo hacer para que aquel dueño de una pasión perenne dé cabida en el encandilamiento de su alma de fuego, a la ternura, la compasión, la tinta lágrima con la cual dicen que raya el ser que ama.
No hubo terapia exactamente. Doce sesiones ocurrieron entre Matilde y el visitante colombo australiano. Claro que apareció la pasión. Mejor decir que era ostensible como una gema a superficie. Empero, Matilde ni Jaime querían hacer uso de ella, pues estaban conscientes de su condición aniquilante. Debieron aplicar sistemáticamente los consejos del profesor Ávila, para no eliminar la posibilidad del amor en estado embrionario. Matilde recordó parte del rezo de maitines y docenas de nombres de María. Sus últimas sesiones fueron de exploración e intercambio geográfico. ¿Dónde buscar ese naranja provisto por lo Eterno, dónde la luz que deje derramar el fuego sin cargar de oscuridad las almas, como en un riego de acero en colada continua, como en un río de lava que no ruede seguido por la desolación y la muerte?
-¿Quieres ver un atardecer más intenso que el de Bogotá en enero o en octubre, quieres de verdad ver un atardecer heliantino, anaranjado de metilo, que nos pueda llevar a los territorios donde gravite el amor, ese que conoce del sosiego y la serenidad sin hacernos desgraciados en la pasión? Dijo Jaime, al cabo de días de cavilaciones compartidas.
-Pues tendríamos que ir a Bagan en Birmania, allí está esa luz que tú juzgas redentora.
-¿Cómo lo sabes? ¿Cuándo la viste? Dijo toda ansiedad, Matilde.
-Una noche en el casino de Saigón, un general birmano había perdido toda su plata pero quería seguir jugando. Fungía de agregado militar o algo así, y me ofreció un paquete turístico prepagado para ir a Rangún, Mandalay y Bagan por una semana con visa expedida por su consulado, a cambio de 600 dólares en fichas. Al final, se fue con 250 dólares, amanecido, agradecido y esa misma tarde, me llamó para que llevara el pasaporte y estampar en él mi visa.
-Visité la pagoda de Shwedagon y los templos de Mandalay, pero lo que me llenó de asombro fue Bagan, ¿sabes? Siempre he sentido encanto por los sitios de peregrinación. Nunca me ha resultado suficiente el discurso que reduce tales lugares a meras escenografías, inteligentemente concebidas para reforzar la alienación. Casi todos ellos, configuran un microcosmos del cual no te puedes sustraer, como Napoleón en Notre Dame. Pero más allá de las muchedumbres y de los ritos y del comercio de la esperanza que se instala en los santuarios, siempre me pregunto por la fuerza comunicativa que algunos de ellos transmiten; por la carga magnética que te posee y no te abandona hasta que han pasado varias horas desde tu partida.
-He sido un romero moderno que visita los lugares que se reputan como santos, para tomar nuevas energías de la gente, de su fe, de su postración y de su exigencia de solución, de consuelo o de perdón. También me ha gustado conocer los bastiones de los distintos credos. Esas ciudades o lugares que aglomeran centros de culto sin que nadie pueda explicarlo, como Roma, Bhubaneshwar o Malta. Sin embargo, nunca encontré la condición a la vez abigarrada, discreta y fluida de Bagan con sus dos millares y varios centenares de pagodas de todas las formas y tamaños, de todos los siglos.
-Mira Matilde, prosiguió, como tú y tantos otros latinoamericanos, yo he acompañado las procesiones de Popayán y Santa Cruz de Mompox, y los lugares sagrados de nuestras civilizaciones precolombinas. Estuve en el Corpus
Cristi en Cuzco y fui a ver la virgen del Cobre, vi de los promeseros en Luján y de los enfermos en el santuario de Las Lajas, y formé ronda con los mineros de siempre ante la virgen negra de Cracovia, canté avemarías en Fátima y en Lourdes y me hice rezar ante La Aparecida y por los brujos de Zapopan, mas nunca sentí el arrullo místico como aquella tarde en Bagan cuando llegué en mi carreta tirada por bueyes a la pagoda Shwe Zi Gon e imaginé a los reyes de Ceilán y Birmania, intercambiando órganos sagrados de Buda. Luego me condujeron al templo de Ananda donde compartí pieza con las figuras del Buda en escala natural para que finalmente me fuera dada la buena fortuna de ver la puesta del Sol desde las terrazas del templo de Thatbyinnyu, cuando sentí tocar lo eterno con las yemas de mis dedos y bebí de él en la sal de mis lágrimas.
Matilde Ocejo tuvo una especie de lipotimia al llegar a Bagan. Se dedicó a contar una a una las pagodas hasta que perdió la cuenta en 1.833, cuando sufrió el desmayo al ver el golpe del Sol contra la cúspide dorada del domo de la pagoda Bupaya donde se refleja el río como en un paisaje fluvial pintado con acuarela. Acostumbrada a dictar sentencia a partir de la observación del color, esta vez el resplandor del color la abrumó y Jaime Sim no logró comprender cuando ella repetía una y otra vez el nombre Xipe Totec, mientras regresaba a la conciencia. Luego, Matilde le explicaría que en medio de su vahído, sólo atinó a recordar la figura del dios del reverdecimiento a quien los orfebres aztecas acogieron como su patrono, pues les dejaba saber sobre las impresiones del Sol sobre las piedras de colores. Matilde quedó prendada de Bagan y los dos, entre pagodas y bueyes, se unieron tras su visita a Myanmar.
Gracias a sus conocimientos de electrónica y sistemas, Jaime digitalizó el test de colores que les permitió concentrar su operación conjunta en las ciudades de Sydney, donde arreglaron una hermosa buhardilla en Coogee Beach; Guadalajara, donde rehabilitaron una casaquinta en el lago de Chapala, y Bogotá, donde ampliaron su casa de madera en los cerros orientales. Aunque con menos visitantes y nuevos competidores, leen los formatos por Internet y Jaime recibe regalías por el diseño de su máquina predictiva que cedió a una firma global proveedora de casinos y centros de azar. Anualmente, peregrinan en Bagan y compran títeres a escala humana, con los cuales decoran sus estancias.
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(*) Colaborador.