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Prohibido morirse (Correspondencia tardía)

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Por: Isabel-Cristina Arenas

Isabel-Cristina Arenas le escribe a W.G. Sebald, profesor y escritor alemán que basó su obra en la historia, la tragedia humana, la memoria y la vida interior. Relato del encuentro de una lectora con un autor después de muerto.

¿Cuántos otros libros suyos hubiéramos tenido la fortuna de leer si usted no hubiera muerto en ese accidente? Hay personas que deberían tener prohibido morirse, siempre lo he pensado, pero eso parecería un castigo. La gente se cansa de vivir y creo que a usted no le hubiera gustado ver que el mundo sigue casi igual que como lo dejó en 2001. Los nacionalismos que renacen en Europa amenazan con que todo se vuelva a repetir. Creo que usted no lo soportaría.

Es cierto que quedan los libros, las pinturas, la música, que son el legado del artista, pero ¿de cuántas historias nos hemos perdido con su partida? Pienso y escucho Glenn Gould mientras le escribo a usted esta carta. Él murió con 50 años, de un infarto cerebral, y nos dejó, entre otras, sus versiones de Bach: Variaciones Goldberg BWV 988, que suenan en este momento. Y resulta que a usted, con sólo 57 años, también le dio un infarto y se estrelló en plena carretera. Usted que estaba en la mejor edad, en plena madurez creativa, cuando ya se ha ido el defecto de la juventud y todo se ve desde un punto más lejano y reposado. Usted que ya era un nombre que se oía para recibir el Premio Nobel de Literatura.

 

Me lo imagino en sus caminatas eternas de Los anillos de Saturno, o de pie frente a una ventana viendo lo poco que ha quedado de los árboles que estaban cerca de su casa; el tronco muerto de un olmo de casi doscientos años con las hojas arrugadas y retorcidas hechas polvo. Después vino la tormenta y acabó con lo que quedaba: “Me parecía como si alguien hubiera abierto una cortina y yo estuviese mirando fijamente una escena amorfa que daba paso al infierno”. Este libro suyo lo leí prestado y fue un placer, pero también una tortura porque no podía intervenirlo. Pero hace no mucho, y por casualidad, compré un libro repetido sin darme cuenta, uno de Tabucchi, a quien también pensé en escribirle, y entonces hice un intercambio y ahora Los anillos de Saturnome pertenece; le puse mi sello, lo pasé a mi lado de la biblioteca y le confesé mis intervenciones al antiguo dueño que no pude evitar hacerle. Ahí está pegada una de las 30.000 mariposas negras del artista Carlos Amorales que tomé prestada para siempre de una exposición en Barcelona a partir de su obra. Me recuerda la cajita que guardaba Jacques Austerlitz con unas polillas disecadas, esa imagen es lo que trae mi memoria en este momento; las imagino dando vueltas a una bombilla y dejando un rastro casi invisible.

Hay algo que siempre le había querido decir y es que lo he visto a usted una que otra vez por ahí, no como una “presencia fantasmal”, sino como uno de esos supuestos dobles que uno tiene en el mundo. Lo he visto en Barcelona sentado en las bancas del Paseo Sant Joan o caminando por la calle Balmes, y lo vi en Granada subiendo hacia la Alhambra. Iba usted con una chaqueta café, con su pelo blanco y bigote característico, estaba mirando un joyero de nácar árabe; tengo la prueba fotográfica. Esa tarde pensé, con la esperanza absurda de lo imposible, que quizás usted se había escondido del mundo para escribir en paz, sin que nadie lo molestara, sin prensa, ni entrevistas, ni público, como lo han hecho otros, como lo hizo Glenn Gould, que a los 32 años decidió dejar de dar conciertos en público para dedicarse a grabar sus discos, programas de radio y video y así estar exclusivamente con su música.

Y, claro, es que para escribir los libros que usted alcanzó a terminar necesita uno mucho tiempo, orden, precisión, saber dosificar la ficción y la realidad, saber en dónde deben aparecer los fantasmas, qué ocultar, crear esa otra realidad que uno encuentra en Austerlitz, o en Los emigrados y en Vértigo, que todavía me hace falta leer, pero que en forma inconsciente ahorro para que usted no se me acabe. Esa tarde en la Alhambra debí seguirlo. Yo iba de bajada, había estado viendo las ruinas, los palacios y la fortaleza; la historia que se respira arriba en medio de los jardines. Había caminado por más de cinco horas, usted apenas subía, entonces me di la vuelta y lo dejé ir así, entre resignada y cobarde.

Se terminan las Variaciones Goldberg (1981) que escogí para escribirle su carta y se me acaba el tiempo. Me gusta esta versión de Gould porque es más lenta y reposada que las otras, se oye la voz del pianista tarareando en el fondo; la grabó un año antes del infarto. Usted antes de morir publicó Austerlitz (2001), que lo tengo aquí enfrente e intento reconocerme en los subrayados: “leer y escribir habían sido siempre su ocupación favorita”, página 124.

Ya sé que se lo había preguntado antes, pero, como usted no respondió, le insisto: ¿por qué no pudo seguir por siempre caminando y escribiendo? Me hubiera gustado que algo, ¿una mariposa negra?, distrajera su alma de su último viaje y todavía estuviera aquí. Tendría usted hoy sólo 71 años. Prometo seguirlo la próxima vez que lo vea.

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