El Magazín

Publicado el elmagazin

Porque brillamos

 

6c4f91bc61885766938cb4e0ebd05b5d

Por: María Luna Mendoza

Todo está acordado. A tres cuadras de mi casa, en el Parque de los Hippies, hay una fiesta. La gente está alegre. Tiene ganas de cantar, de encontrarse, de abrazarse, de bailar. Generalmente, evito ese parque. La intersección de la carrera Séptima con calle 60, donde está ubicado, me resulta caótica.A ciertas horas del día, el vapor que emana la chimenea de la pizzería de la esquina se mezcla con las nubes de humo negro que buses viejos -de esos que hace algunos años inundaban la Avenida Caracas- escupen por sus exostos. Smog, humo que huele a queso y pitos. Pitos porque se acaba de encender la luz amarilla del semáforo; pitos porque pasó a verde. Pitos porque alguien frenó en seco para evitar caer en la alcantarilla que lleva meses destapada. En el Parque de los Hippies hay, además, más policías que hippies. Y es que ser hippie allí no es buena idea. Es probable que te lleven a la ‘tombo-cueva’ –como ‘el chicano’, un habitante de calle del sector, llama al CAI-, te multen y te den cátedra sobre el nuevo Código de Policía. Últimamente, sin embargo, el parque se ha vestido de fiesta, de banderas arcoíris, y esa atmosfera me resulta inevitable. Las bocinas de los carros suenan, pero no como siempre. Algunos conductores se detienen, curiosos, y pitan de la misma forma en que mi papá lo hacía cuando la Selección Colombia ganaba un partido importante. Son cinco toques breves en la bocina que, traducidos a palabras, dirían algo como ‘también celebro la vida’, ‘estoy con ustedes’, ‘los abrazo’.

Me encuentro con algunos amigos. Me saludan. Junto a mí hay cuatro personas desconocidas. Las abrazo. No nos habíamos visto jamás, pero sabíamos que estábamos ahí para acercarnos. El cielo está forrado de globos de helio. Algunos llevan velas en sus manos. Otros cargan carteles en los que proclaman su deseo de vivir la vida en paz. Hay manos que agarran con fuerza otras manos. Hay manos que sostienen niños. Hay aplausos largos como los que suenan al final de los conciertos y no se detienen hasta que los músicos salen de nuevo al escenario para tocar otra canción. Son aplausos de euforia y de exigencia. Estamos ahí para festejar, pero también para exigir que la ilusión que nos convoca en este parque no sea efímera: que nadie la acribille, que nadie la desaparezca. La exigencia es elemental: no queremos que la alegría que nos produce la posibilidad de abrir las puertas a la paz nos condene a la muerte, al destierro o a otras cinco décadas de dolor. Sabemos que así de paradójica ha sido la búsqueda de la paz en el país: le apuestas abiertamente al cambio, y, enseguida, te conviertes en objeto de acosos, persecuciones y balas, como le ocurrió a 49 defensores de derechos humanos en los últimos nueve meses y a más de seis mil colombianos que, hace tres décadas, se reunieron entorno a una apuesta llamada ‘UP’.

Hay proyectos de odio que no claudican en su voluntad de exterminio, que se renuevan con tal sofisticación que sus consigas aparecen como nobles anhelos de ‘bienestar’. Pero la voluntad de paz tiene también una increíble capacidad para reinventarse, para alentar prácticas creativas de resistencia sin perder de vista la dignidad humana que es, a la vez, principio y horizonte. Es por eso que ahora volvemos a aplaudir, a celebrar, y dejamos, sin una gota de vergüenza, que los ojos se nos hagan agua de la emoción que nos causa el hecho de estar vivos y de asumir el desafío que la historia nos plantea.

Una pantalla gigante nos vincula con La Habana, con los discursos que hace meses anhelábamos escuchar. Aparecen, una a una, palabras que hace tiempo nos constituyen como país; palabras que, durante décadas y casi sin interrupción, fueron evitadas o enunciadas desde la tergiversación y el fatalismo. Ahora, sin embargo, la tierra, el campo, las víctimas, la justicia, el género, la oposición política e, incluso, temas tan engorrosos y difíciles de asimilar como el de las drogas y los cultivos ilícitos se enuncian en perspectiva de esperanza.

Hay, en los discursos, destellos de luz: “la paz es para todos y abraza a todos los estratos de nuestra sociedad”. “La faena que sigue nos compromete a todos. Necesitamos comprensión, altruismo, tenacidad y paciencia”. “Con la firma del acuerdo de paz esperamos alejar definitivamente el riesgo de que las armas se vuelvan contra los ciudadanos”. Parecen cuestiones obvias. Pero ahora, después de una guerra que ha roto hasta las más finas fibras de la razón y nos ha conducido a naturalizar el miedo e incluso a considerar deseable la violencia, las ideas más elementales aparecen como destellos de lucidez.

Y es justamente de lucidez que estamos urgidos. Lucidez para saldar las deudas que tenemos con la vida, para aprender a quererla, a honrarla, a cuidarla. Lucidez para desmilitarizar el sentido común, para soltar los prejuicios y los lastres de odio y esnobismo que llevamos a cuestas y que imponen la descalificación y el insulto como norma de las relaciones ‘humanas’. Lucidez para entender que la dignidad es inherente a cada uno; que todos, sin excepción, la tenemos desde el día en que venimos al mundo. Lucidez para entender que no hay vidas, ni etnias, ni cuerpos, ni orientaciones sexuales, ni religiones, ni territorios más dignos que otros. Lucidez para comprender que la paz no es una urgencia exclusivamente humana; que los páramos, las selvas, los llanos, los ríos y las especies que habitan allí también la reclaman y la merecen. Lucidez para entender que la paz es un proceso que requiere de tantas manos, tantas vidas, tantas ideas y tanto coraje como sea posible. Lucidez para involucrarnos, desde el lugar que ocupamos en el mundo, en su construcción. Lucidez para recibir con generosidad a quienes abandonen la guerra y vengan a compartir sus vidas con nosotros. Lucidez para entender que la violencia está instalada en dimensiones y lugares distintos a los que este acuerdo abarca; que está tan anclada en las prácticas económicas que favorecen el despojo como en los corazones de la gente –de la gente corriente-. Lucidez para enfrentar los obstáculos y las amenazas que aparezcan sin perder de vista la serenidad que debe rodear el recorrido hacia la paz. Lucidez para comprender que los barrotes, las cadenas y las celdas no garantizan la no-repetición de los dramas que hemos experimentado como sociedad. Lucidez para descifrar el peso simbólico, ético y humanitario que hoy tiene la palabra “sí”.

Me paro en una banca para tomar una foto. El parque está repleto de gente, de cabezas canosas, de bebés envueltos en bufandas y cobijas. El parque brilla, vibra, suena. En una noche cualquiera son los faros de las motos de los policías los que resplandecen. Pero hoy es 24 de agosto de 2016 y no es una noche común. Somos nosotros los que alumbramos. Parecemos pepitas de escarcha, una esfera de luces. Hoy, en el parque, la paz alumbra con potencia. Y lo mejor: no le hace falta una chaqueta verde fluorescente para brillar.

Comentarios