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Por el olor de un muerto

Puerta de entrada al pasado  Entrance door to the past, Flickr, NeoGaboX
Puerta de entrada al pasado Entrance door to the past, Flickr, NeoGaboX

María Paz Ruiz *

Otra vez terminó el regaño de la madre. Sudorosa, con la piel caliente por esa malvada ola de cuarenta grados que castigaba hasta las plantas, robándoles su color y ese brillo ecuatorial que hacía rebotar la luz a saltitos.

El niño resistía que su madre estuviera desdichada después de haber enviudado, pero no le perdonaba el hecho de que no creyera en él, que lo mirara con esos ojos encharcados, como se mira de frente a la locura. No toleró que lo callara poniéndole la palma de la mano en la boca como si con su lengua salpicara malas palabras.

Si él le decía que había hablado con su padre era verdad, si lo había visto decenas de veces no era invención suya. Bastaba con entornar la mirada en una noche y esperar a que el viento llegara con su padre, que ahora proyectaba una sombra gris y un cuerpo gaseoso más alto y alargado que cuando murió.

El primer miércoles de agosto lo tuvo cerca, tan cerca que pudo oler su pelo y una brizna de su inconfundible aliento, a manzanilla y galleta de anís. Era su padre, sólo que ahora hablaba con un chorrito de voz, tranquilo como un susurro, relajado como un pez.

Padre e hijo rieron en el portal de la casa, hablaron del croar de las ranas, espantaron moscas y durmieron entre los ecos silbantes del calor; pero el padre no sudaba, mientras que el hijo dejaba bajo su trasero un charco húmedo sobre el asfalto.

Un día amaneció el niño en medio de la calle, tenía las manos entrelazadas y una peste a manzanilla que a su madre hizo estremecer. Lo duchó tres veces, le repasó la piel con un estropajo bañado en alcanfor, y al final, descontenta con el resultado, le pidió que se fuera a correr hasta el pueblo, porque así seguro que sudaría. Su madre entró a la casa con una extraña sonrisa. No creía en piratas, mucho menos en fantasmas, pero su hijo no podía engañar ni a una vaca, y tener que dudar de su única compañía la estaba enloqueciendo. El muchacho llegó sudando a manzanilla y con el pelo bañado en agua de anís. La viuda esa tarde entornó los ojos como su hijo le explicó. Vio nubes inquietas sobre sus ojos. Vio siluetas quietas. Vio la luz que iluminaba el patio, y se quedó dormida pensando que desvariaba.

En la noche, que se vino azul y seca, una corriente sacudió a la mujer empapándole de pavor la lengua y las muelas. Encendió la luz, pero todo en su cuarto respiraba la quietud  de su habitación, sus colores dormidos, su bombillo intermitente amarillo, casi verdoso. No vio a su muerto deslizarse por el suelo, ni olió su tufo a manzanilla. La madera crujió sola porque, como todo en aquella casa, se enfriaba por las noches. Se cubrió con su manta, imaginó el peso de su soledad engordándose hasta el empacho, y tan sola se creyó que no pudo escuchar lo que habían venido a contarle.

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(*) Colaboradora.

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