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El perro en las dobles autopistas

Un hombre y su perro

Daniel Ferreira

Estoy aburrida con ese perro, Ricardo: llévelo y déjelo en la autopista.

Hablaba La Mandona. Era una orden. Había que hacerle caso porque era el hijo fracasado viviendo bajo su techo. Yo, obediente, fui a deshacerme del animal. El perro era negro. Un descuido de pitbull-weiler con perro bóxer: pitbox-casiweiler. Lo habían traído de regalo, a casa de La Mandona. A ella le urgía un perro, guardián, porque el anterior se quedó ciego y murió, de un tiro. A sus perros guardianes mi madre no los recibía de inmediato. Los sometía a prueba. Lo dejaba en el patio amarrado a la intemperie. Después de esa prueba, lo debaja entrar en la casa. Si se poposeaba (en casa no preguntaban “¿ya cagó?”, sino “¿ya poposeó?” que sonaba dulcificado) en el comedor, la cocina, la alfombra de la sala, entonces alguien se deshacía del animal dejándolo abandonado en la autopista, por órdenes de La Mandona. La Mandona era mi madre.

Llevé al perro en el tanque de guerra de mi papá, un Landrover, por cuatro curvas, hasta que el tráfico se interrumpió, una pausa, un silencio, en la autopista. Entonces me detuve. Eché las luces estacionarias. Abrí la puerta y salí del carro con el perro negro en brazos. Me adentré en los matorrales y lo vi avanzar unos metros con las orejas caídas y el rabo entre las patas. Hice un chistido, para que se espantara y corriera monte adentro. Regresé. Subí al tanque de guerra y miré por el retrovisor.

El perro regresaba, detrás de mí. Por la autopista venía un furgón de carga. El perro se asustó con el ruido del motor y retrocedió monte adentro.

Más le vale, perro, o le puede ir muy mal en la autopista, pensé.

Aceleré y me fui de allí, tras la chimenea de humo espeso del camión de carga.

Me había divorciado. Almorzaba todos los días en casa de La Mandona, mi madre, que no escatimaba palabras y gestos para referirse a mí como el hijo fracasado, el que había abandonado la licenciatura por los deportes, el que había dado con una mujer infiel, el que no tenía trabajo decente y por eso debía cuidar el negocio familiar: un parqueadero de carros en el centro.

Para ganarme unos pesos, trabajaba y dormía en el parqueadero de carros. Estaba en ese parqueadero todo el día, y de noche me iba a los bares de jóvenes y a las cantinas de veteranos y amanecía en los moteles de la autopista con alguna mujer que tuviera el pelo teñido con agua oxigenada.

El rubio de tintura me la recordaba a ella, a la mujer que me traicionó.

Una noche conocí a una mujer de cabellera rubia y rizada, con las raíces del pelo negras. Bailamos sin hablar. La invité a cerveza y le conté parcialmente la historia del divorcio. Tenía esa mala costumbre: le contaba mi divorcio a todos, sin que me preguntaran nada. A ella le resumí los dos años que pasé tendido en una cama, en casa de mi madre, oyendo Las Malparidas Volumen 5: un disco compacto con todas las canciones de despecho y música de traiciones que un encabronado pudiera imaginar. Le conté que lo peor de todo no era que mi ex se hubiese acostado con un muchacho quince años menor que ella. Lo peor, dije, es que me hubiera abandonado para llevarse a ese muchacho a vivir en nuestra casa (conmigo nunca trabajó, yo todo se lo di) para acabar por irse a trabajar a un banco y mantenerlo.

Por suerte, no tuvimos hijos, o la historia se habría repetido, porque los hijos reproducen los mismos errores de los padres, así como yo repetí el error de mi padre cuando dejó libre a mi madre para que trabajara, y en el trabajo encontró a su segundo marido y lo abandonó por un dueño de parqueadero lleno de perros.

La rubia oxigenada me dijo que ella no sufría ni lloraba por los hombres, pero que sí lo haría por un perro. Me aconsejó, sin pedirle opinión, que consiguiera un perro, porque si uno daba amor a la mascota, no se lo quedaban todo las mujeres.

Creo, como ella, que los animales pueden brindar más amor que cualquier persona.

Tal vez fue ahí cuando sentí unas ganas intensas de orinar. Llevábamos doce cervezas, y ya sentía una punzada en la vejiga. Me fui al baño. Tal vez salí a fumar a la autopista. Tal vez bailé con otra de las mujeres de la barra. No recuerdo nada en orden. De repente, me miré al espejo y vi que tenía mis pupilas dilatadas. Trataba de mirarme y no me reconocía. Era como si tuviera el rostro de mi padre. Papá, murmuré y traté de tocarlo pero el vidrio estaba frío como muerto. Me asusté. Empecé a tirarme el cuero de la cara, a ver borroso el mundo y a parpadear como si me estuviera quedando ciego. No podía enfocar la mirada. Veía el contorno de las cosas en movimiento. Salí a la pista de baile. Vi la cara de la rubia oxigenada y era una mujer de dos cabezas. El vaso palpitaba en su mano. Las luces estroboscópicas de la pista de baile me aplastaron. El relampagueo parecía hipnótico. Me sostuve de caer con el espaldar de un asiento de la barra y decidí buscar la salida, pero volqué las botellas y vasos cercanos al pasar.

La mujer me sostuvo por la cintura y dijo al portero que yo estaba muy borracho y ella me acompañaría a tomar un taxi.

Salimos del bar, a tumbos. Ella me sostenía del hombro. La recuerdo pidiéndome las llaves del carro, diciendo que no debía preocuparme por nada, que ella manejaría ese tanque de guerra en mi lugar.

Me esculcó los bolsillos y sacó las llaves y todo el efectivo que llevaba encima. También me llevó al centro y me hizo vaciar en un cajero automático lo poco que quedaba de mi mes de salario. Finalmente me abandonó en la autopista como un perro. Allí me encontró la patrulla de policías de carretera, narcotizado, en el asiento trasero del Land Rover, estacionado en el separador que divide las carreteras.

Tres días después regresé con la policía al bar, pero el dueño dijo que ninguna de sus meseras coincidía con la descripción que yo daba. No había ninguna costeña, ni morenas de pelo crespo teñido.

Mi mamá, La Mandona, como la llamaba mi padre, en lugar de solidarizarse con la suerte de su hijo emburundangado, dijo que todo era culpa mía, por andar de pateperro, buscando putas, igual que mi papá, El Putañero.

Como yo le había regalado el perro cachorro, se desquitó entonces de mí con el animal.

La Mandona dijo, para recriminar mis actos y hacerme sentir peor:

Ya no quiero ese animal, porque me lo recuerda a usted. Ricardo: lléveselo a la autopista.

Después de abandonarlo en la autopista, tuve que pasar por el mismo sitio y decidí frenar. Bajé la velocidad y me detuve en la misma curva. Busqué en las copas de los árboles a ver si había chulos que indicaran dónde estaba el cadáver del perro, pero el único chulo que vi planeaba lejos, sobre la ciudad. Con el rabillo del ojo percibí un movimiento entre los matorrales y reconocí al animal. Estaba malherido. Cojeaba, con una pata reventada. Tal vez trató de cruzar y un carro lo golpeó. Casi ningún animal sobrevivía en esa doble autopista de tráfico pesado. El animal me miró y se lamió la pata destrozada. Sentí algo dentro de mí, que se desmoronaba. Su mirada era el índice acusador. Solo recuerdo haber sentido algo parecido en el pecho cuando mi mujer me pidió el divorcio el día de su cumpleaños. Era una especie de vacío estomacal con palpitaciones aceleradas y sudor frío. Era una mezcla de ira conmigo mismo. Sentí lástima del animal, y vergüenza de acatar un mandato injusto y rencor por la indiferencia sagitaria de mi madre, quien se deshizo de mi papá con el mismo desapego que se deshacía de los perros: a la orilla de una carretera para que mueran atropellados.

Bajé del carro y fui por el perro. Retrocedió, pero el dolor de la pata lo obligó a esperar. Se quedó quieto, agachó la cabeza y me miró con sus ojos negros diminutos y sus orejas nobles. Lo envolví en un trapo, en parte para trasmitirle a su cuerpo un poco de calor y en parte para evitar que me mordiera al tocarlo. Lo llevé al veterinario, donde estuvo un mes, y luego lo llevé a vivir conmigo al parqueadero.

Durante dos semanas el perro estuvo tendido en un costal de fique. Dormía en su rincón y no se acercaba al plato de comida que yo le dejaba. Pensé que moriría de hambre. Fui al veterinario y me dio comida líquida que debía darle con jeringa. Una semana después, el animal empezó a arrastrarse hasta el plato del agua para lamer. Después, empezó a gemir antes de ensuciar: el animal sentía vergüenza de ensuciar el costal de fique donde dormía. Yo lo limpiaba todo y le hablaba de forma amable para que no sintiera miedo de mí. A la quinta semana, caminó a tropezones. A la sexta, la pata trasera arrastraba, pero ya se podía mover por todo el parqueadero. A la séptima, cojeaba y ladraba en el portón a todo el que quisiera entrar a pie en el parqueadero, y reconocía y respetaba a los clientes que ingresaban a guardar sus carros.

Me encariñé con el perro y empecé a llevarlo conmigo a todos lados. Viajar en el tanque de guerra lo ponía inquieto. Quizá recordaba que ahí lo llevé para su primer abandono. Poco a poco perdió el miedo. Cuando yo abría la puerta del tanque de guerra y silbaba, quería decir que el perro podía subir y acompañarme. Una noche, el perro guardián ahuyentó a dos ladrones que entraron a robar llantas y desvalijar espejos de los vehículos estacionados. Otra vez, preñó a la French Poodle del vecino y se paseó enganchado a la perra por toda la calle. De los dos gozques, nació una camada de siete perros de todos los colores con cara de bóxercasiwailer.

El vecino, de mal humor, me entregó los siete canchosos.

¿Qué hago con los perros?

Es culpa suya por no espantar al suyo cuando mi perra estaba en celo. Tírelos al río. Sea responsable.

Me quedé con uno, que tenía dos manchas negras en los ojos, y llevé a los otros seis a la puerta de la escuela. Los niños se peleaban por llevarse un cachorro a sus casas.

Nunca más me sentí solo. Nunca más pensé en mi divorcio como algo lamentable. Tenía la vida que quería porque estaba libre. Podía ir a donde quisiera. Dejé de pensar en la mujer que me abandonó, a la vuelta de dos años. Dejé de pensar en su ropa interior algodonosa. Dejé de comprar la perfidia de su perfume. Dejé de frecuentar los bares contaminados de pelos artificiales. Dejé de visitar a La Mandona, porque entendí que nunca sería verdaderamente libre mientras ella pagara mis almuerzos. Comprendí en parte por qué Papá nunca volvió a rogarle que volvieran, y comprendí que yo tampoco debía ir en busca de mi ex esposa cuando me enteré de que el muchacho con quien se había juntado, la abandonó por una cajera más joven del mismo banco. Ella entonces me llamó para contarme. Estaba embarazada. Iba a abortar. Me pidió perdón y colgó. Curioso que la gente pida perdón cuando ya no es culpable de nada.

El perro me acompañó dos años, hasta que cometí el error de llevarlo conmigo a desvarar el carro de un cliente que se quedó sin gasolina en la autopista. El varado estaba en la cuarta curva. El perro debió reconocer que ese era el mismo lugar de su primer abandono, y se puso inquieto. Gimió, gruñó, ladró, mirándome, interrogador. Cuando abrí la puerta, saltó del carro y empezó a correr por la autopista, aterrorizado por el ruido de los camiones de carga. Pasó los primeros dos carriles eludiendo el tráfico en un sentido, pero entonces entró en el tercero y no vio el bus que venía a toda velocidad por el cuarto carril de la autopista. Recuerdo que salté también a la autopista y corrí hacia el perro agitando los brazos para que el conductor del bus me viera y lograra activar los frenos.

Lo que vino después se repite en mis sueños siempre, aunque han pasado años, con la misma sensación de impotencia: atravieso en mis sueños los carriles de la autopista sin fijarme en los carros que tratan de esquivarme. Veo que el bus de pasajeros se va haciendo más grande hasta que el animal desaparece bajo sus ruedas. Oigo un golpe. Un aullido lastimoso. El bus se detiene cien metros más adelante.

El perro era un bulto en medio de la carretera. No se movía. Tenía los ojos apretados y la punta de la lengua sobresalía del hocico. Me quité la camisa para envolver su cuerpo descoyuntado. Pero noté, con sorpresa, que solo había una mancha de sangre en la comisura: no había heridas externas ni huesos que hayan roto su cuero negro de piel brillante. Murió de un solo golpe. Tal vez de forma instantánea, sin dolor. Esta conjetura, es al menos mi único consuelo.

Dejé la camisa tirada en el pavimento. Alcé su cuerpo pesado y lo anclé en mis hombros como si fuera un niño de paseo en los omoplatos del padre. La sangre que salía de su hocico chorreaba por mi pecho y espalda. Lo llevé por el separador de carriles de las dos autopistas los cien metros que nos separaban del tanque de guerra. El tráfico se había detenido. El chofer del bus y los pasajeros estaban en la orilla y me miraban caminar. Unos obreros que trabajaban en las cunetas de la vía se quedaron mirándome. Uno de aquellos hombres tenía cara de japonés. La caravana de furgones se detuvo para dejarme atravesar su carril. El chofer del bus se alejó de los pasajeros y vino corriendo para hablarme.

–Fue un accidente, señor: el perro atravesó la carretera y, a la velocidad que traía, ya no pude hacer nada. Usted es testigo. Ellos son testigos. Hay gente que deja abandonados a los perros en las autopistas para que los carros los atropellen.

–Comprendo. No se preocupe –le dije– fue un accidente.

–¿Y por qué se arriesgó así a pasar la autopista?

Encendí el motor y aceleré.

El chofer del bus se quedó mirando el Land Rover con una mano sobre la frente para protegerse del sol.

Es lo último que vi por el espejo retrovisor.

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