Fernando Araújo Vélez
La semana que culmina fue prolífica en críticas hacia quienes llegaron a determinadas finales y las perdieron. Falcioni, y antes Bielsa y Cúper, y mucho antes la Holanda de Rinus Michels, han sido parte de esa historia. El tiempo, sin embargo, se ha encargado de revertir los calificativos de la Sociedad de los Pulcros Exitistas.
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Humillados y ofendidos. Vencidos, como en el poema de León Felipe que cantaba Serrat, “hazme un sitio en tu montura caballero derrotado que yo también voy cargado de amargura”. Abatidos. La prensa señaló y rasaltó sus derrotas y luego abrió el micrófono de las polémicas para que alguien, miles y cientos de miles, los tildaran de fracasados. Ayer, 58 años atrás, o más, fueron Ferenc Puskas y Sandor Kocsis. Antes, Moacyr Barbosa, Mathías Sindelar, Raimundo Orsi, Luis Monti y etcétera y etcétera. La Sociedad de los Pulcros Exitistas los masacró. A Puskas y a Kocsis los acusaron de haberse vendido al sistema capitalista en una Hungría que se debatía por el socialismo, entre dictadores disfrazados de mesías, porque habían perdido la final del mundo de 1954 ante Alemania Federal. Los húngaros arrasaron con todos sus rivales en aquella copa hasta que llegaron a la final y perdieron. Noventa minutos, un juego, enterraron años y años de victorias, de buen fútbol, de goles y honestidad. Noventa minutos, un juego nada más, mancharon la historia.
A Moacyr Barbosa lo fusilaron en vida porque había recibido los dos goles con los que Uruguay le ganó a Brasil la Copa del 50. Los periódicos dijeron que eran culpa suya, y algún desquiciado de la Sociedad Exitista lo persiguió con los titulares de su derrota durante más de 50 años. Él mismo dijo antes de morir de verdad que hubiera preferido la muerte a aquella persecución sin tregua. Vivió medio siglo con una culpa ajena a cuestas, como si hubiera asesinado a 200 mil hinchas. De Sindelar, los organismos nazis del sistema dijeron que era un traidor a la patria, porque para ellos, era una conveniencia, el fútbol era la patria. Sindelar, austríaco, finco, amante de Mozart, renunció al equipo nacional cuando Alemania anexó a su país. Lo persiguieron, lo acorralaron. Al final, terminó suicidándose con gas en su apartamento. Los exitistas alcanzaron a pronunciar un escueto “No tenía alma de ganador”. Orsi y Monti y los etcétera que son decenas fueron amenazados de muerte por Benito Mussolinni para que vistieran la camiseta de Italia en la Copa del 34. Jugaron bajo amenaza la final del Mundial del 30 y perdieron, por supuesto.
Luego ganaron. Los italianos fueron campeones del mundo en el 34 y en el 38. Ganaron en la cancha porque tenían que ganar. Porque había un precio por sus cabezas si perdían. Porque el fútbol ya era, por aquel entonces, una muestra de poder, y Mussolini y Hitler y tantos otros lo sabían y manipulaban. La victoria llevaba al favor del pueblo porque en menos de dos horas una raza demostraba su superioridad, o eso era lo que decían, y eso era lo que la gente creía. Monti y Orsi triunfaron en el fútbol, pero perdieron en la vida. Hubo quienes dijeron que se vendieron, y quienes prefirieron ir más allá y concluir que eligieron vivir. Como en el tango, nunca más los verían como los vieron. Con los años emitieron señales de arrepentimiento. Que la única opción que habían tenido era la que escogieron, que jamás habían pretendido ser héroes. La historia los dejó en la mitad del camino, entre los vencedores y los vencidos. Como hombres, al fin y al cabo, con sus defectos y virtudes, con sus miedos e idealismos truncos.
A finales de los 50 surgió otro de aquellos grandes perdedores, Manoel dos Santos, Garrincha. El fútbol comenzó a conocerlo en serio en la Copa del Mundo de Suecia, 1958. Brasil había llegado a cuartos de final, pero no convencía, no brillaba. Del juego contra la Unión Soviética dependía el futuro. Era ganar o ganar. La noche antes, noche del 14 de junio, Vavá y Nilton Santos, dos de los referentes del plantel, solicitaron una reunión urgente con Vicente Ítalo Feola, el técnico del equipo, un hombre pesado adicto a las golosinas. “Mire, don Vicente, el problema es que no tenemos cómo ganar. Sólo hay una salida, que usted ponga en la titular a los dos muchachitos que tiene en el banco, Pelé y Garrincha. No hay de otra. Si juegan ellos, ganamos la Copa, si no juegan, no jugamos nosotros”. Nilton Santos acabó su discurso y se marchó, seguido por Vavá. Feola buscó en su armario el fólder donde consignaba lo que ocurría en y con la delegación. “Garrincha, 23 años, débil mental”. “Pelé, 17 años, pies planos”. Cerró el documento y llamó al psicólogo del grupo, Joao de Carvalhes. “Con respecto a Pelé, podemos hacer algo. Lo del otro, Garrincha, es irremediable, no hay ningún asomo de inteligencia en él”, sentenció. Al día siguiente, los dos hicieron trizas la defensa de los soviéticos. Nunca más salieron de la línea titular. Con ellos, Brasil pasó por encima, barrió a Gales, Francia y Suecia y fue campeón del mundo por vez primera en su historia.
A Garrincha, el triunfo lo llevó al alcohol, y el alcohol a las mujeres, y las mujeres a la perdición, y la perdición a la muerte, y la muerte a la leyenda. Vagabundeó. Engendró decenas de hijos. Las señoras lo paraban en la calle para pedirle que les hiciera hijos a sus hijas. Erró. Anduvo por el mundo en busca de partidos que le dieran unos cuantos dólares para sobrevivir. En Italia, Chico Buarque fue su conductor. En Colombia, Barranquilla fue su salvación. Cuando murió, en enero del 83, su cuerpo estuvo como NN en la morgue de Río de Janeiro. Un mensajero lo reconoció 24 horas después de que nadie hubiera ido a reclamarlo. Entonces, y sólo entonces, empezó a dejar de ser un perdedor para transformarse en un mito. Un inmortal. Después de Garrincha, la Sociedad de los Pulcros Exitistas se ensañó con la Holanda de Johan Cruyff, 1974, porque jugó la final de la Copa del Mundo y la perdió ante Alemania. Los ganadores fueron Beckembauer y Muller. Los derrotados, Cruyff, Rep, Neeskens y compañía. Así salieron en las fotos. Unos, sonrientes, plenos. Los otros, cabizbajos.
El tiempo, sin embargo, se encargó de revertir los roles, pues más allá de que los alemanes quedaron en el álbum de los vencedores, Holanda se fue transformando en el ejemplo a seguir por todo aquel equipo que quisiera dar el salto hacia el modernismo. Presión, circulación, fútbol total, efectividad, belleza, ritmo. Holanda partió en dos la historia del fútbol. Después de ella, a partir de ella, surgieron Marcelo Bielsa, Lous Van Gaal, Frank Rikjaard, Joseph Guardiola y sus equipos. Después de ella, a partir de ella, el fútbol se convirtió en un juego diferente, en un verdadero juego de equipo en el que era más importante la sociedad que el individualismo. Y Holanda, sentenciaron los exististas, había sucumbido ante la practicidad de los alemanes. Y Holanda, escupieron los exitistas, apenas había alcanzado a ser segundo.