Silvia Guzmán Bohórquez (*)
Y como no fui a su matrimonio, creí oportuno reivindicarme invitando a la pareja a comer a mi casa. Llegaron muy puntuales, Arrogante Maldito y Cobardía Dulzona De Maldito, con una botella de vino y un postre demasiado dulce para mi gusto. Puse el postre en la despensa de «muestras de afecto fáciles y por ende, no de mi interés». El vino sí lo guardé. Nos sentamos en un par de sofás blancos que compré porque los vi en un catálogo en el que aparecían personas lindas y sociales parloteando. Les ofrecí una variedad de nueces, frutas deshidratadas y verdades (debidamente acarameladas) en una vajilla que nunca había usado antes. La verdad es que no suelo traer muchos invitados a mi casa.
Con esa inevitable mirada de enamorados que creen haber encontrado la cúspide de una montaña de cerezas y merengue, me contaron cómo se conocieron. Yo les puse atención. Yo siempre le pongo atención a las personas. Me gusta. Yo lo vi, ella me vio y sentimos que debíamos. Yo no estaba seguro, ella tampoco, nuestras inseguridades se desvanecieron mágicamente. Y fuimos, y estamos, y estaremos. Felicidad es encontrar. Es increíble pero justo cuando uno cree… sí.
Si mi sala aparecía en un catálogo con gente sociable parloteando, ¿por qué siempre termina haciendo las veces de sofá de flores de tía?. «El problema eres tú, no yo», me dijo al oído mi sala. «¡Cállate!», grité.
El par de enamorados sentados en el par de sofás «sociales» detuvieron abruptamente su historia y me preguntaron si todo estaba bien. Yo les respondí que sí, miré hacia el piso con una mirada aguada a prueba de bobos. Les dije que semejante historia tan bonita me hacía acordar de alguien con quien casi… ambos me interrumpieron abrazándome (al tiempo). Retomaron su historia.
Mientras mis queridos sobrinos siguieron contándome los pormenores del ponqué que casi no llega a tiempo, la borrachera del papá de la novia y la Luna de Miel en Bora Bora, yo decidí sacarme los tacones y sentir la alfombra nueva entre mis dedos y mis uñas perfectamente pintadas. Cuando llegaron al tema de los hijos y AMBOS comenzaron a tocarse la panza, comenzó mi estómago a decir no más y a pedirme que los detuviera.
-«¿Qué les parece si pasamos al comedor? Saco unas cosas del horno y estoy con ustedes.»
Ambos me sonrieron en sinfonía y me hicieron caso (los enamorados son muy obedientes).
El monólogo múltiple continuó en el comedor. Ellos insistieron en hablarme de la posibilidad de tener hijos y accedí preguntándoles interesada sobre los nombres que tenían en mente. Estuvieron de acuerdo (Dato: cuando los enamorados dejan de estar de acuerdo dejan de estar enamorados no sé por qué, se distancian y se ponen más lindos) en que el perfecto nombre para su hija, si era niña, sería Mediocridad Existencial Maldito Dulzona. Y si era niño Delirio De Inmortalidad Maldito Dulzona. Me parecieron buenos nombres a decir verdad y se los hice saber. Apropiados para seguir con el legado de sus padres, estirar su existencia y esas cosas en las que me gusta creer que debe tener un buen nombre de un hijo…
El resto de la velada decidí no escucharlos más. Fue lo mismo de lo mismo. No los interrumpí. A los enamorados no se les debe interrumpir ni cuestionar. Se les debe brindar una sala de catálogo, nueces, frutas y verdades (en porciones pequeñas y acarameladas). Se les debe permitir que lo abracen a uno. En pocas palabras: se les debe seguir el juego. Quien no le sigue el juego a un par de enamorados -y lo digo en serio- no merece estar enamorado jamás.
Los acompañé a la puerta y cuando estaban fuera de mi casa, corrí hacia la ventana más cercana y les grité: ¡Espero que sean muy felices!