
¿Alguien me creería, o le importaría, si digo que la Teoría de la Gravedad fue expuesta por Francis Bacon en su Novum organum cien años antes de la aparición de Newton, y que el episodio de la manzana en la cabeza de este último en su descubrimiento fue en realidad un chisme difundido por Voltaire…
Anderson Benavides
¿Alguien me creería, o le importaría, si digo que la Teoría de la Gravedad fue expuesta por Francis Bacon en su Novum organum cien años antes de la aparición de Newton, y que el episodio de la manzana en la cabeza de este último en su descubrimiento fue en realidad un chisme difundido por Voltaire para burlarse de la canalla poniéndole una ropa acorde con su talla?; ¿o que, considerando que hace pocos meses la Royal Society envió un pedazo de aquel manzano al espacio —siguiendo la costumbre humana de verter basura por todo el Universo—, al parecer el filósofo francés y su látigo irónico han sabido cómo burlarse de más de dos siglos enteros? ¿Si digo que el sistema solar de Copérnico es el mismo del que habló Aristarco con dos milenios de anticipación, en tiempos donde todavía los santos prelados no habían aparecido a dar opiniones sobre unas ciencias que siempre han desconocido por completo?; ¿o que en épocas de Pitágoras ya se hablaba de la existencia de siete planetas ¡redondos! que se movían?
¿Alguien me creería, por suerte, si digo que Cervantes en su célebre Quijote toma prestadas muchas expresiones de La Eneida de Virgilio o, tanto mejor, que en situaciones como la de la horca del puente en la Ínsula Barataria, cuando alguien dijo que “iba a que lo ahorcasen” y no supieron si debían ahorcarlo, echa mano de uno de los argumento capciosos —el mentiroso— de Eubulides de Mileto? ¿Si digo que una de las tesis principales de El príncipe de Maquiavelo, a saber, que “la mayor parte de los hombres son malos”, es una de las sentencias que ubican a Bías entre los siete sabios de la Antigua Grecia? ¿Alguien me creería si digo que muchos episodios del Cándido de Voltaire, como el de los carneros ahogados en altamar, se encuentran en el Gargantúa y Pantagruel de Rabelais; o que el Diccionario Filosófico del mismo autor se construyó sobre los cimientos del Diccionario Histórico Crítico de Bayle? ¿Si digo que la conocida arenga “Todos para uno y uno para todos” de Los Tres Mosqueteros se halla en el artículo Sociedad de La Enciclopedia.
¿Alguien me creería si digo que el famoso “Dios está muerto” del Zaratustra nietzscheano se encuentra en Los demonios de Dostoievski, en el cual una niñita se ahorca y deja una nota donde se lee: “He matado a Dios”?; ¿o que la teoría del Eterno Retorno se halla en El mundo como voluntad y re presentación de Schopenhauer, que reza: “hasta el momento presente ha transcurrido una eternidad, es decir, un tiempo infinito, por lo que todo lo que puede y debe pasar ya ha sucedido”?; ¿o que la idea del Superhombre se encuentra por primera vez en Crimen y castigo, sólo que con una concepción algo distinta, pero a la vez más cercana a la idea principal de Más Allá del Bien y del Mal? ¿Si digo que La metamorfosis de Kafka es una transliteración de la misma obra del ruso filósofo-novelista, quien a su vez construye el ateísmo de su Kirilov tomando un concepto de Angelus Silesius: “Sé que, sin mí, Dios no podría vivir un segundo: si yo fuese aniquilado, él se extinguiría necesariamente”?
¿Alguien me creería si digo que a pesar de que la mayoría de hombres del Siglo XX hayan querido pasar por ser los más originales de toda la historia, asuntos como la explicación científica de Dios como Primum Mobile es tan antigua como Epicuro?; ¿o que Heidegger retoma las ideas de Anaxímenes, como Russell adopta parte del método de Locke? ¿Alguien me creería, en fin, si digo que si por casualidad hay cinco hombres totalmente originales en la historia de la humanidad, estaría exagerando el número?
¿Y a qué viene todo este barullo? En primer lugar, a que algunos pensadores modernos se han empeñado en dejar en el aire ciertos juicios duros y tajantes contra los poquísimos hombres sin par con los cuales ha contado nuestra especie, tratando de marcar un antes y un después en la línea del tiempo sin apoyarse, según su insólita creencia de que son individuos pertenecientes a otras esferas del Universo caídos aquí por pura casualidad, en lo que otros tuvieron que pagar incluso con sus vidas. En segundo lugar, a que es preciso recordarles a aquellos que edificar sobre lo cimentado fue en todas las épocas la máxima principal de quienes han emprendido la cada vez más minusvalorada tarea de buscarles soluciones a los problemas de la existencia, y que todavía estamos muy verdes para renegar de lo que nos ha servido como base en la construcción de nuestra civilización. Y por último, a que la envidia inherente al ser humano, sumada al afán de destacarse sobre el resto de los mortales dándose más importancia de la que uno merece, no conducen a nada distinto que a hacer el ridículo como quien persigue varias liebres al mismo tiempo.
Es pues un absurdo vilipendiar a Platón por crear el dogma bondad-inteligencia-poder, usurpado luego por el cristianismo bajo el nombre de santísima trinidad, o por llamar Logos a lo que la Iglesia llamó después Verbo; no es culpa de Homero que Alejandro se creyera Aquiles o descendiente de Zeus, como tampoco lo es de Virgilio que Augusto César pensara que Eneas era antepasado suyo; no es culpa de Cicerón ni de Catón que las leyes por las que se sacrificaron sirvieran para provecho de senadores que se declaraban en paro la víspera del viernes y no volvían a trabajar sino hasta el miércoles siguiente; no es culpa de Séneca que Nerón haya sido un adicto a las orgías masculinas; no es culpa de Maquiavelo que Napoleón y otros tantos generales hayan tomado sus palabras como moneda de ley para justificar sus fechorías; no es culpa de los ilustrados que la Revolución Francesa terminara conduciéndose contrariamente a su propósito inicial, ni que acabara por arrebatarle el poder a la aristocracia para dárselo a la burguesía —de izquierda o de derecha— bajo el nombre de democracia; no es culpa de Schopenhauer ni de Nietzsche que en el Siglo XX haya aparecido un fracaso de la tierra empecinado en desaparecer con su milicia a las “razas inferiores”, como si superioridad y humanidad no fuesen dos cosas que se contraponen en su esencia la una a la otra; no es culpa de Einstein que algunas de sus teorías hayan sido usadas para crear armas de destrucción masiva, ni de Freud que las capacidades individuales se midan hoy por pseudociencias plagadas de preceptos morales ambiguos; en pocas palabras, no se puede juzgar a nadie que haya dedicado su vida a pensar por las diversas lecturas que en su provecho le dieran posteriormente los demás hombres a sus postulados. En ocasiones se necesita ser muy injusto para reprochar a los padres la bastardería de sus hijos.