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Hasta un niño puede perturbar su tranquilidad

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Por: Henry Orozco

No pasaba de los diez años, eso lo recuerdo bien, cuando repentinamente me dejé atrapar por la idea más nefasta que condenaría mis días: la muerte. Esto fue gracias a mi hermana –y agradecerle no implica necesariamente juzgarla por su proceder—; ella solo tenía un poco más de dos años que yo, pero su cerebro siempre estuvo más lejos de la razón a cualquier niño de nuestra edad.

Verla estallar en llanto podría ser un suceso normal a su edad; sin embargo, perdió toda naturalidad. No podía mitigar su ansiedad, ni con los abrazos de papá, ni el amor angustioso de mamá, ni con mis preguntas ingenuas, esas sí que no. Sus sollozos provenían del alma, lo sé, ahora más que nunca lo siento y lo sé.

¿Se han preguntado alguna vez cuándo será el día de partir? quizá sí; el mal del asunto está es en profundizar y hacerlo un círculo vicioso en la cabeza hasta el punto de sentir ganas de vomitar, impotencia, malestar, un desasosiego en el pecho, en la boca del estómago… unas ganas incontrolables de gritar, de partirse en dos, de perder la cordura y de no pensar más. Eso fue lo que ocasionó su llanto, saber a temprana edad que algún día iba a tener que morir y que nadie en el mundo lo podría solucionar, no había explicación alguna, solo tenía que conformarse y aceptar. A veces yo también pongo a gritar mi alma, en silencio, sufriendo lentamente al recrear el suceso de mi muerte o la de cualquier ser a quien ame profundamente, a veces –más que eso– me siento asfixiar.

En mi casa nadie supo qué hacer, mi madre solo mentía y decía: tranquila miamor que usted no se va a morir, ni yo, ni nadie, ni su papá… eso es mentiras. ¿quién le dijo eso?…

al tiempo que la abrazaba, me abrazaba, nos hacíamos uno los tres y nos obligaba a sentirnos vivos, más que nunca, más que siempre. Vivos por siempre en el vínculo inmortal del amor.

No había respuestas que aquietaran su ansiedad, y ahora no era solo su preocupación sino la de todos en mi hogar; mamá y papá no sabían qué hacer –estaban atrapados en el enigma de la muerte—nadie se sentía en capacidad de explicarle a una pequeña de corta edad una de las grandes incertidumbres de vida: la muerte.

Mi hermana siempre ha sido una persona bastante sentimental, expresa fácilmente sus emociones y sus afectos con quien dice sentirlos, incluso desde pequeña cariñosamente buscaba ayuda en los demás, eso fue lo que subsanó su pesar.

Era un domingo, creo –esos suelen ser los días qué se visten de muerte y saben a muerte—subimos de prisa a la casa de Carmen, “una tía política” –así se le dice a la persona con quien se ha casado un tío o tía—  y solo bastó que abrieran la puerta para que mi hermana intensificara su llanto y se lanzara a los brazos de ella, de la tía. Carmen siempre ha sido una mujer racional, devota; una mujer que guarda el don de la tranquilidad en sus palabras y que fácilmente pudo consolar la angustia existencial de mi hermana con una respuesta cruda, dura, real… pero que consideró necesaria sin vacilar: ¡Claro qué sí miamor, qué tal qué no! Todos nos vamos a morir, pero es algo muy normal.

Al principio mi hermana sentía que se iba a reventar por dentro, eso era lo que proyectaba al escuchar las palabras de la tía y al confrontar las mentiras de mamá; poco tiempo después su angustia comenzaba a tomar otro rumbo, el camino de la fe, de la religión: el miedo que nos instauraron para responder a preguntas que no tienen respuesta, ni mucho menos un porqué claro y complaciente.

Yo aún conservo recuerdos, y más que recuerdos conservo dolencias existenciales. Creo que nunca voy a poder comprender la naturaleza de la muerte, a diferencia de mi hermanita. Creo que la vida me ha puesto a sopesar enigmas y que al mismo modo me ha enseñado a vivir con ellos y creo, plenamente, que somos materias y que estamos expuestos a la transformación de estados; pero que la esencia no fluctúa y que es esta la que prevalece siempre, en la eternidad. Es el fin último de mi tranquilidad.

 

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