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Navidad con olor a pescado

pescado

María Paz Ruíz Gil*

Aquí todos saben quién es esa mujer que está colgada en la pared, Tilila, la abuela del patrón del barco que murió centenaria, porque aquí no hay rastro de olor que recuerde a una mujer, ni rayos del televisor para ver a una moviéndose.

El Luciérnaga es una isla flotante, un universo finito, lejos de todo lo que ocurre en tierra. Y en él cada día se cuenta en pescado, se sueña con pescado y se reza para congelar pescado. Hoy, al ver esas boquitas ahogándose al tragar aire, los marineros sonríen, porque esos escurridizos animales representan miles de imágenes: dinero para los zapatos de sus niños, besos para sus novias tristes y esperanza para sus mujeres; quienes desde hace décadas entendieron que casarse con un marinero de un pesquero equivalía a tener un esposo solo media vida, y las condenaron a compartirlo con su ruidosa rival, una amante temperamental.

Hace quince años que El Luciérnaga saltó por primera vez a la mar. Los dos mantienen discusiones feroces, se han mentado la madre en espantosas tormentas y han pasado noches en vela increpándose el por qué tienen que vivir tan juntos.

La mar sobre la que flota El Luciérnaga no sabe dialogar, es más bien caprichosa, no piensa con cabeza fría, se relaja cuando quiere, y sólo la luna la entiende y sabe cuándo le vienen los berrinches. En El Luciérnaga duermen sesenta personas, pero ninguna duda que el agua sobre la que navegan está tremendamente viva, y que le encanta que le hurguen la panza para sacarle los peces que lleva dentro. Pero muchos la tildan de jodida, pues si no le interesa El Luciérnaga, no le da nada; o le envía cosas que no se pueden comer.

En el barco se duerme poco, se duerme mal. Después de acumular años dentro de una cuna de metal gigante, los marineros ya no necesitan medicamentos para vencer al mareo, saben que todo su paisaje bascula, cuentan que lo que no está bien atado se cae, por eso sus figuritas de ajedrez tienen imanes, como sus tazas, y hay quien bromea con que sus traseros deberían tenerlos también para fijarse al inodoro.

De noche lanzan las redes al mar. No se ve nada, un montón de agua revuelta que sale del motor del barco; y quien tira la red, del susto de ir a meter la pata con el aparejo, se despierta, porque un error en el lanzamiento de la red le puede suponer caer y morir en esa agua, un infinito té oscuro, pero helado. Las olas se revientan en un ruido que grita; un eco que puede llegar a volver loco a quien no se ha preparado para faenar por meses. Ellos lo llaman libertad, pero para sus parientes, un barco es una cárcel batiente y mojada en la que nunca descansan.

Hoy el patrón entra con curiosidad a la cocina. El Luciérnaga huele distinto, se destapan conservas caras, se prepara una salsa blanca que se bate sola con el movimiento del barco, y se ve sobre un fogón el postre de chocolate que se ha reservado por meses, haciendo salivar hasta al más desprevenido de los marineros.

Hay una noche en la que importa menos que la captura haya sido desastrosa. Es la noche en la que se come mejor de todo el año, y en la que el cocinero termina en hombros antes de que alguien se anime a contar historias de peces fabulosos, de morenas envalentonadas o tiburones hambrientos. Alguno llora, y los demás lo dejan tranquilo. Esta noche se frotan las manos porque destaparán botellas que huelen a mar. Se fumará tabaco, saltará la música, y alguno se olvidará de que la faena empieza en unas horas, porque aunque están en alta mar, es Navidad.

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(*) Colaboradora.

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