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Nacimiento y caída de la prensa roja (Octava entrega)

Stanislaus Bhor emprende un viaje tras las huellas de un extraño periodista (Jaime Ramírez), y pasa revista al periodismo revolucionario de los años 70s, a las fracturas ideológicas de la izquierda, a las sombras proyectadas de Camilo Torres (cura sublevado) y de Rojas Pinilla (dictador demócrata), a García Márquez y Orlando Fals Borda enfrentados al interior de una revista, y al fracaso de aquellos que tampoco hicieron la revolución. Serie en diez entregas, especial para El Magazín on- line.

Atentado

Mujer llevando un atado de huesos

Consigo el teléfono de Gabriela Rueda en septiembre de 2010. La llamo. Le digo que soy cronista free lance, que llevo años tras las huellas de su ex esposo, Jaime Ramírez. Que deseo entrevistarla. La voz, al otro lado, es potente, decidida, de una mujer que conserva la lucidez y la espontaneidad en las alturas. Dice que se va de viaje, que durará meses, pero que tiene un espacio breve en la tarde del día siguiente. Me pinta un mapa imposible para llegar a su casa. Al día siguiente llego al portal de la calle 80 y empiezo a buscar su apartamento en las toneladas de concreto de los edificios adyacentes. Extraviado. Llamo de nuevo. Me habla de un parqueadero, de unos edificios blancos con manchas pop, como pintados por Hippies: que camine hasta allí y ella me verá desde el tercer piso. Le hablo de mi apariencia, de mi pelo largo y mi desgarbo, para que no confunda con un caco. Cuando al fin nos encontramos y veo a la mujer con la que he soñado tantas veces y compruebo su lucidez y la frescura de sus recuerdos, comprendo que el reportaje ya no será novelado. 

-¿Le molesta la grabadora?

-Es que hay algo muy delicado en contar lo que pasó. Usted sabe que en la historia hay buenos y malos: buenos para mí mis amigos, malos los que fueron mis enemigos. Hay gente cerrada, que sigue herida con el pasado. Todavía viven en el partidismo. Para ellos unos son buenos y otros siguen siendo los enemigos.

-Pero hace cuarenta años desapareció la ANAPO.

-Sí, pero hay cosas que aun no se pueden decir. Uno tiene que tener cuidado en cómo maneja esa parte de la historia, porque puede ofender a los descendientes. Por ejemplo: yo me puedo sentir ofendida porque alguien califique lo que hizo Jaime en su lucha.

Noto en su comentario un toque de irritación: por lo menos tres historiadores la han buscado con fines extorsivos. Uno, al menos, tuvo la delicadeza de invitarla al lanzamiento del libro, sólo que allí la hizo sentir como una momia al recalcar su edad y al destacar el logro de que estuviera viva, anotándose el hallazgo como un descubrimiento arqueológico y no como simple obligación profesional. Los otros dos eran estudiantes de universidad, sobrefotografiaron su archivo y nunca volvió a saber de ellos, ni para qué querían el material. Otro publicó un libro para desquitarse y ofender a prácticamente todo el mundo.

Por tranquilizarla le digo que una vez entremos en terrenos cenagosos, apagamos: ni nombres, ni infidencias.

Asiente.

Hablamos sobre su infancia, sobre qué recuerdo específico puede haber detonado su vocación de activista política. Dice que el hecho de haber vivido La Violencia de los años 50s y el hecho de haberse casado a los 16 años con Jaime Ramírez.

-Con los padrinos que me criaron hasta que me casé con Jaime Ramírez tuvimos que escondernos en Junín, una hacienda de un conservador, por más señas, pero de los que no se metía en política. Yo no sabía por qué nos perseguían, por qué todo ese acoso, esa matanza. En San Vicente estaba la violencia brava. Un día le hicieron un atentado a Alfonso Gómez Gómez y a mi padrino lo golpearon. En esa época golpear a un hombre se llamaba aplancharlo. A mi padrino lo aplancharon delante de mí. Y lo hacían para provocar a Gómez Gómez, para que saliera de su oficina de abogado y darle. Entonces alguien le gritó: ¡No salga doctor Gómez Gómez que a usted también lo quieren aplanchar! Eso pasó hace mucho, pero sigue grabado en mi memoria. Desde entonces quedó esa idea de que el mundo estaba dividido en bandos, de que los conservadores les pegaban a los liberales. Esa es una percepción que le queda a uno de niño. Luego vino el matrimonio con Jaime…

Interrumpe el ring ring de un teléfono obsoleto. Contesta. Discute sobre una cuenta de Internet que sigue llegando pese a haber prescindido del servicio. Dice que no les dará un solo peso por algo que no usa. Está molesta, lo llama injusticia. Aprovecho para detallar la sala. El orden de una casa generalmente coincide con un orden moral. Los motores de la decoración de interiores son la culpa, la envidia, la inferioridad, la desconfianza, el temor, el orgullo, la soberbia. Las casas de los profesores son muy parecidas a las de los mafiosos emergentes. Las casas de los pobres buscan tapar la precariedad con excesos de bisutería china. Las casas de los ricos tienen perfectamente diferenciados los espacios de visita de los espacios privados. Las casas de los solitarios imprimen una huella personal, ególatra. El objeto más extraño en la decoración de este apartamento (que no es de ricos ni de pobres) resulta ser un radio antiguo que debió avisar cuando mataron a Gaitán, siguió sonando cuando subió al poder Rojas Pinilla y empezó a oxidarse cuando cayó la Alianza Nacional Popular. Huele a ciudad, a detergente Fab, a cidronela, a serenidad, pero también a años acumulados en los rincones. Tal vez por el comedor y el bifé, que parecen sacados de una foto de los años 70s, mezcla retro-pop de enseres antiguos con artefactos nuevos: un hálito a casa de pueblo, pero trasladada a un apartamento de ciudad.

En las escaleras que dan al dúplex está la fotografía de Jaime Ramírez, con el puño en alto, en la plaza pública. Conozco esa foto: es la primera que ilustra este reportaje.

En una mesita, un portarretratos con la foto de algún familiar amado. 

Cuelga.

-¿Cómo conoció a Jaime?

Ella tenía 16 años. Joven y bella. Él, guapo. Eran vecinos. Él había atravesado el país, desde el Cauca, para aprender el oficio de dentistería en el consultorio de su cuñado, en Santander. Por entonces era reconocido más por organizar maratones y equipos de fútbol: una lesión temprana en la rodilla le impedía cumplir su sueño de futbolista, pero no de fundar un equipo imbatible, el Sporting, que entrenaba en un potrero de vacas. Ella lo veía pasar vestido de jugador pero sin una mancha de barro. En febrero le hizo una broma al respecto, le dijo que no lo dejaban jugar por tronco. Él respondió que los entrenadores sabían más de futbol que los jugadores. Ella sonrió y dejó ver los hoyuelos que se ahuecaban en sus mejillas. En mayo estaban casados. Era 1956. Los dos se harían diputados por el MRL pocos años después, afrontarían la dirección del periódico y tendrían cuatro hijos: Jaime, Gabriela, Lucero y Mercy.

-Lo bonito es decir: yo viví; pasó eso y esto, porque yo lo viví. Los viejos se mueren y todo se olvida. Todo queda de oídas. Creo que tuve la fortuna histórica de ver un cambio social tan dramático. Creo que para mí ha sido una experiencia personal muy valiosa.

Lo que me cuenta ahora es una mezcla de bolero con novela negra. Los años cincuentas fueron de amor. Los años sesentas fueron de crianza. Y los setentas, de persecución y de muerte. Para la pareja de activistas-reporteros no cabía duda: todo el proceso revolucionario se malogró desde abril de 1970, cuando la ANAPO perdió las elecciones. Ese día El Trópico convocó a todos los miembros para una reunión extraordinaria. Quedaban cuatro fundadores. La posición que decidieron adoptar ante el hecho fue la denuncia del fraude, y una oposición agitadora y beligerante contra un gobierno ilegítimo. En los meses siguientes, vieron entusiasmados el advenimiento de varios periódicos y panfletos de izquierda radical por todo el país. El 27 de julio, mientras los dos activistas viajaban a una asamblea de trabajadores en una vereda, los abalearon en la carretera. El parabrisas quedó roto por una bala que se alojó en la intersección que los separaba. Ambos salieron ilesos, pero el curso del proyectil trazaba una mala señal. Al año siguiente hubo toma de tierras, liderada por el Sindicato de oficios varios, y El Trópico la consideró justa y la defendió desde sus páginas. Fue cuando encarcelaron a Jaime Ramírez y a los líderes de la asonada. Desde la cárcel, Ramírez cedió la dirección del periódico a su esposa para evitar que clausuraran. Ella viajaba dos veces al mes hasta Bucaramanga para preparar la edición, y él le entregaba allí el poco material de que podía disponer como reo: poemas y editoriales sin firma, a los que ella ponía heterónimos y una etiqueta en clave: Made in Chucurí. Después de seis meses, Ramírez decidió enviar una carta abierta a la sociedad. En ella demostraba las irregularidades en la detención de reos políticos e invitaba a todos a protestar por las retenciones ilegales y las torturas. La carta debió llegar a un alto mando del ejército, porque de inmediato los líderes fueron excarcelados. Cuando Ramírez volvió al pueblo, encontró un recibimiento multitudinario que parecía una acción popular. Se dejó llevar en hombros e improvisó en el atrio de la iglesia un discurso de agradecimiento donde terminaba con la mano en alto, diciendo que era mejor morir de pie con mil ideas que morir arrodillado en contra de ellas. Cuatro meses duró aquella libertad condicionada al silencio hasta que se regularizaron las emisiones de El Trópico. Como respuesta a la persistencia, la casa que les servía de periódico fue allanada, el equipo estropeado y el material confiscado. Ella decidió llevarse a los niños a Piedecuesta, para evitarles el escarnio público (provocado por los otros niños que vivían a escala la discriminación de la época y habían empezado a llamarlos en corro “los Anapistas”). A Ramírez lo volvieron a internar en un calabozo durante tres meses más. Gabriela escribió una editorial agresiva preguntando de qué lo acusaban esta vez y enumerando al instante un memorial de agravios que cerraba con una promesa: El pueblo hambreado y trabajador se lamenta ante estas irregularidades cuyo objetivo es callar a una voz revolucionaria; es el de tratar de apagar la efervescencia de sus ideales. Pero no lograrán su cometido. Junto a los defensores del pueblo está el pueblo erguido a quien no serán capaces de doblegar jamás.

Luego de tres meses a la espera de un proceso sin cargos, lo dejaron libre.

De repente, interrumpe. Duda. Mira la grabadora, con pudor.

Aquí empieza lo espeso.

Tomo la grabadora, apago y retiro las baterías: le digo que todo será filtrado y resumido: sin nombres propios, ni epítetos; sin ofender la memoria familiar ni la de los muertos. Se tranquiliza y continúa. La historia es inquietante: una mujer sacada de un libro de Faulkner, que avanza por una carretera polvorienta con los restos de su marido en una caja de cartón.

 Carlos Toledo Plata

 

A la salida de la cárcel venía en los huesos. Taciturno. Comía poco y pasaba horas ensimismado.

Esta vez lo habían tenido a pan y aguapanela en el calabozo de la Quinta Brigada. Era tan estrecho que no podía mantenerse en pie. Después del primer mes, sin interrogatorio, lo habían pasado del batallón a la cárcel con los demás presos. Fue en esa cárcel cuando empezó a oír y ver historias de torturados: electricidad en las orejas, cera derretida en los oídos, ojos lacerados por alcohol, uñas partidas a martillo, limaduras en los dientes, testículos magullados a golpes de karate, uretras perforadas por alambres, ahogamiento interrumpido, el baño María, el cepo en la capilla de una iglesia, los tobillos dislocados de aquellos que habían tocado las ramas de los árboles mientras volaban amarrados por los pies a un helicóptero. Había tenido tiempo suficiente para estudiar los rostros de esos hombres humillados por el miedo, para saber que habían salvado su vida obligados a firmar delaciones falsas. Los que soportaron hasta el final, los que no se dejaron comprar ni con un revólver en la sien, nunca volvieron.

En la cárcel conoció a un grupo de sindicalistas que estaban vinculados con la guerrilla. Ellos lo convencieron de que lo iban a matar. Que el único camino era enfilarse. Le ofrecieron contactarlo directamente con José Antonio Ossa, mejor conocido con el alias de José Solano Sepúlveda, o el remoquete de Tirapavas. Pensó marchar a la salida en busca de Tirapavas, sin avisarle a Gabriela, pero el proceso de liberación se dilató. Cuando al fin quedó libre, tenía una caución: debía presentarse cada ocho días a la brigada, o irían a apresarlo y a allanar su casa. En consecuencia, permaneció en la casa de Piedecuesta y allí empezó a tener un comportamiento extraño: no comía, no hablaba, no dormía. Gabriela lo recuerda machista, en el sentido de no consultar jamás cuentas, ni negocios, ni decisiones con una mujer, aunque fuera su esposa. Finalmente, fue ella quien lo abordó. Entonces él se vio obligado a confesar: dijo no querer dejarle a sus hijos de herencia el trauma de recoger su cadáver en un andén: quería ahorrarles la pena de su muerte segura porque sólo de eso tenía certeza: lo iban a matar. Ella permaneció callada. No se opuso. Si era su decisión, la respetaba. Creía en sus ideas, en lo que él consideraba justo, en lo que llamaba “su causa”. Compró una camiseta de terlenka verde en un baratillo y un par de botas de obrero metalúrgico. El pantalón era de dril, oscuro. Cuando desapareció, la primera semana de enero de 1973, el ejército empezó a acosarla. Qué donde está, que a dónde fue, que debía presentarse a inspección y no había vuelto. Pusieron una patrulla al frente de su puerta veinticuatro horas. Pero ella no volvió a tener noticias de Jaime, hasta dos años después, cuando la llamó un mayor del ejército a decirle que un informante de la guerrilla decía saber el lugar exacto donde estaba el cadáver de su marido.

Era desertor del ELN y se ofreció a entregar los restos, a cambio de plata. Ella aceptó. Una patrulla del ejército salió en campaña con el informante hasta un lugar conocido como La Rochela (hoy Cimitarra). Días después la llamaron para que fuera a la brigada a reconocer los restos. Le bastó con ver las botas amarillas y la camiseta de terlenka verde que le había regalado. La huella infalible, sin embargo, era un puente dental. Dice que un puente es a la mandíbula lo que las huellas digitales a los dedos: el que le sirve a un hombre no le sirve a otro. Jaime se había hecho un tratamiento dental tres años atrás. Allí estaba el puente. Le dijeron que podía llevarse los restos, pero no divulgarlo. No permitirían que el cadáver resultara el pretexto perfecto para un mitin político. Ella se comprometió a enterrarlo en secreto. Guardó los restos en una caja de cartón. Con su cuñada velaron los restos durante nueve noches en la sala de un apartamento. Cuando acabó la velación, Gabriela fue al parque Centenario de Bucaramanga y abordó un bus rumbo a San Vicente. La gente que la reconocía en la flota, la veía llorar y preguntaba qué tenía. Nadie imaginaba que en la caja de cartón a sus pies iban los huesos de Jaime Ramírez, su esposo. Lo quiso enterrar en secreto en el panteón familiar, pero última hora sintió que era una deslealtad no avisarle al gran amigo de Jaime: Carlos Toledo Plata. Lo llamó a Barranca. Le habló del secreto. Le pidió que no lo divulgara, por la advertencia de los militares. Dos horas después Toledo Plata había enviado telegramas a toda la prensa y a las centrales obreras de Barrancabermeja y a las organizaciones campesinas de la región. La respuesta fue espontánea. San Vicente se llenó de obreros y sindicalistas y campesinos en tres horas. Igual que el retorno tras su primera liberación, Jaime parece predestinado a volver en hombros a ese pueblo. El último mitin político lo convocó con sus restos. Sus huesos reposan en el osario familiar, por la entrada izquierda del cementerio municipal. En la tumba está estampada aquella frase de cabecera cuyo autor se esconde en el lugar común de las utopías y los sacrificados: es mejor morir de pie…

Después del entierro, aparecieron dos hombres buscando a Gabriela. Uno era el informante. Venía a cobrar la recompensa y a entregarle una carta escrita de su puño y letra en la que le contaba a la viuda cómo fueron los últimos días de un hombre que murió a una semana de su reclutamiento como guerrillero. Lo había escrito, el testimonio, porque tenía pudor de contárselo de viva voz.  Ella recibió la carta, pero dijo que era incapaz de pagarle: se lo impedía la idea de recompensar un acto de elemental lealtad hacia un compañero de lucha armada.

El informante se sonrojó, pidió excusas y se marchó, con las manos vacías.

Prometo a Gabriela no referir los pormenores. La historia que está en esa carta le pertenece a ella. A los demás sólo nos queda imaginarlo. La última entrega de este reportaje será novelada.

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*Stanislaus Bhor. Blogger. Acaba de recibir en México el premio Latinoamericano de novela Sergio Galindo. Escribe cada semana una crítica ácida en www.unahogueraparaqueardagoya.blogspot.com

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