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Misión cumplida

Flickr, Joost J. Bakker
Flickr, Joost J. Bakker

Jorge Peinado Zapateiro (*)

A veces presiento que intuye mi presencia porque la veo mirar, nerviosa, hacia todo lado. Es sólo un presentimiento, porque, a decir verdad, cuando lo hace, lo hace por unos segundos y muy pronto vuelve a la normalidad. No se siente asediada físicamente, pero mi pensamiento la ronda. Yo, desde mi lugar, lo veo salir, a mi pensamiento, enfático, como si yo con la mirada despidiera rayos iridiscentes que van en busca de ella. La rodea toda. Juega con sus cabellos, que ella agita como si hubiera sentido un leve picor. Se pasea quedo sobre sus cejas y se posa, sin remordimientos, sobre su nariz para observarla de lleno a los ojos. En un afán por hacerla reaccionar de alguna forma, le ordeno que se deslice poco a poco por el respingo hasta llegar a su boca. Ella estornuda y mi pensamiento ríe. En ese viaje sin escalas llega hasta su boca, se regodea en sus carnosos labios y ella bosteza. Ahora el que ríe soy yo. Seguro que se levanta a buscar algo de comer. Así lo hace y mi pensamiento la sigue, colgado de sus cabellos, dorados como el fuego, aferrado a su aroma, a su paso raudo, altivo, imponente, como si no quisiera que nadie la siguiera. Pero jamás ha imaginado que mi fuerza inmaterial la sigue. Se sirve una taza de café y saca de entre su bolso unas galletas. Empieza a comer y a beber el humeante y aromoso líquido. Lo hace con ganas, como debe hacerlo todo. No mira a nadie. Mi pensamiento se solaza y yo también desde mi lugar. La primera vez que la vi sólo atiné a preguntarme: ¿cuál será su nombre? No quise averiguarlo. ¿Para qué? Igual la iba a tener cerca por una larga temporada. Así que su nombre era lo de menos. Le busqué parecido con alguien y vinieron muchos. Empecé a verla en todas partes, en los buses, en el teatro, en mis amigas. El colmo llegó cuando la vi reflejada en el rostro de mi sobrina, en mi gato, y casi llego al paroxismo cuando un día, al afeitarme, en el espejo, en lugar de mi rostro, estaba el suyo. Fue entonces cuando decidí no hablarle jamás y dedicarme sólo a darle órdenes a mi pensamiento para que la siguiera. Y todo empezó a cambiar. Mal para mí, bien para mi pensamiento. Porque conmigo cada día era más indiferente, pero cuando mi pensamiento la rondaba, como un duendecillo, era radiante, sonreía con todos y su accionar se tornaba lo más parecido al de una mariposa. Sus ojos se cerraban en guiños tentadores y un movimiento de vaivén hacía de su cuerpo todo un monumento a la armonía. Un día intenté saludarla y sacudió el cabello con desdén. Mi pensamiento se burló de mí por el exabrupto y salió veloz detrás de su huella. Pude ver muy claramente cómo su semblante cambió, cómo los hoyuelos de sus mejillas dibujaron la mejor sonrisa. Me sumergí en la penumbra de mi ensoñación diurna y le ordené a mi pensamiento retornar a su lugar. Lo hizo con mucho pesar, abatido. Conversamos en silencio y le inculqué, perentorio, que no la volviera a seguir. Me hizo caso con desgana y los días pasaron. Entonces el proceder de ella cambió, como si quisiera llamar la atención. Y sucedió lo impredecible: una mañana se acercó a mí y, por primera vez, me habló. “Te noto extraño” –me dijo–, y mi pensamiento huyó, raudo, y encolerizado se posó en los cabellos de otra mujer.

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(*) Colaborador.

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