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Miando fuera del pote

I Turned Around To Face Myself, Flickr, Hermés
I Turned Around To Face Myself, Flickr, Hermés

Juan Villamil (*)

En su columna del 5 de abril, un reconocido… un reconocido… un reconocido… director de revista, sí, director de revista de cuyo nombre no quiero acordarme (es Andrés Hoyos, para los despistados), arremete con toda la fuerza de los malos pensamientos contra los gramáticos, a quienes define desde la primera frase como “censores obsesivos de la forma de hablar de los demás”, olvidando –omisión fácilmente objetable a un problema de digitación- que, primero, de seguro también lo son de la forma de hablar de ellos mismos, y segundo, que esa, válgame dios, no es la ocupación de los gramáticos. Quizá sí un pasatiempo, lo que resulta bastante natural, y en honor al cual me anticipo a responder que si mi dios no lleva mayúscula inicial, no es por descuido sino por agnosticismo.

Para este director de revista, a quien por temor llamaré simplemente H.A., inteligente juego lingüístico que asegura su anonimato (es bien sabido que los lectores pasan por alto los contenidos entre paréntesis), las reglas gramaticales son un sinsentido, violación a la libertad, enfermedad, ¡asco!, y encuentra que una pregunta, el segundo inteligente juego lingüístico de esta nota, las hace caer por su propio peso. A saber, esta pregunta: ¿Y quién dicta esas reglas inviolables?

Antes de respondérsela, lector, considere lo que H.A. opina sobre la Real Academia Española de la Lengua y demás academias similares: “asociación de jubilados (…), entre tal cual escritor de mérito (tengo un par de amigos en la colombiana, así que me cuido)”. ¡Cuánta razón destilan los malos pensamientos de H.A.! La pregunta sí se cae por su peso, y ese peso es dado por una serie de otras preguntas: ¿Está mal ser un jubilado? ¿H.A. es jubilado? ¿Y qué hace meritorio a un escritor? ¿Acaso no haberse jubilado? ¿Ser un amigo de H.A del que debe cuidarse?

Y, toda vez sus… sus… sus… sí, por qué no, sus argumentos han derrumbado a la RAE como institución reguladora de nuestro idioma, reacomoda su mira y ataca a las ahora indefensas normas: “Las reglas inflexibles presuponen la existencia de una edad de oro en la que el idioma fue mejor”.

¡Por favor! Que las reglas no son inflexibles es algo que como colombianos hemos aprendido bastante bien durante el último bicentenario. Y que presuponen la existencia de un pasado ideal es inconsistente, pues, ¿para qué las haríamos si ya existen y son perfectas?

El problema del idioma, que es un problema solo desde ciertas y muy reducidas perspectivas, es su cualidad y velocidad de cambio. Un punto en el que H.A. recupera la razón: “Ningún lingüista serio acepta hoy la existencia de una fecha del pasado que sirva de referencia para decidir cuál es el idioma correcto”. ¡Por supuesto! Y es que a nadie –nadie digno te tener en cuenta, con perdón- le ha dado por definir ese mágico día en el que el idioma fue “correcto”. Más aún, los jubilados a los que se refiere H.A. no hablan en su DPD de lenguaje correcto, sino de lenguaje culto, vulgar y técnico.

No hay reglas inflexibles, y la RAE, con aciertos y errores como es factible de ocurrir en toda asociación de humanos -jubilados o no-, ha sabido reconocerlo. La norma sobre el uso de la tilde diacrítica en el tan famoso solo, por ejemplo, no es una norma, sino una sugerencia. Y así lo son una buena parte de ellas.

De modo que, ¿inflexibles? Con excepciones, las más nobles de todas llamadas “licencias poéticas”. ¿Necesarias? De ninguna manera. ¿Útiles? ¡Y de qué manera! Considerémoslo: H.A. escribió, yo leí, yo escribí, usted leyó.

H.A., como diría un buen amigo, que por una suerte de azar es también escritor de mérito, está miando fuera del pote. O, como diría otro buen amigo, que por otra suerte de azar es también gramático de mérito, H.A. está maullando fuera del pote.

Y no me parece grave si se muere de la erre.

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(*) Colaborador.

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