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(…mi…) Cinema Paradiso

Ilustración de Gova.

Luis Beiro Álvarez

Desde 1958, mi padre promovió mi intuición por el cine. Primero lo hizo a través de la televisión. Frente a la pantalla chica solíamos reírnos cada tarde de las ocurrencias de Charles Chaplin, los hermanos Marx, el Gordo y el Flaco, Buster Keaton y otros maestros del humor de aquellos años irrepetibles. Una mañana de domingo, al cumplir mis once, me llevó a la gran pantalla.

Me dijo: “Ya eres un hombrecito y debes comenzar a ver cine de verdad”. El cine Norma, ubicado en plena Calzada de Luyanó era el templo de lux para los cinéfilos de entonces. Mi primer año dentro de aquella sala oscura transcurrió en las tandas del domingo, después del mediodía, al conjuro de John Wayne y otras vaqueradas de moda. Meses después, mi padre me confió algo íntimo que no debía divulgar a nadie bajo ningún pretexto: “Como ya estás casi en la pubertad, te voy a llevar a ver otras películas, para que te vayas introduciendo desde temprano en tu hombradía”.

Al principio no entendí de qué se trataba aquello y lo que más me extrañó fue que aquellas anunciadas obras también se proyectaban en el cine Norma, pero en horario nocturno y solo los días de semana, tarde en la noche. Padre buscó una buena excusa para sacarme de casa sin levantar sospechas. Inventó una cena en un restaurante de La Habana Vieja donde debía llevarme. Madre se irritó en cierta medida al considerar que en casos como ese, ella era quien debía asistir a reuniones de ese tipo. Al final de la historia y ante la insistencia de mi padre, no le quedó otro remedio que autorizarme. Me vistió con mi ropa mejor y hasta me roció agua de colonia por el rostro y los cabellos. Pero, al llegar a la esquina de casa, torcimos el rumbo hacia al cine Norma donde se anunciaba con cierta discreción una película restringida para mayores de 18 años: “La isla de las mujeres desnudas”.

Recuerdo que además de comprar los boletos, mi padre le entregó al portero un billete de mediana numeración. A cambio de ello, el hombre nos dejó pasar. Ante aquellas féminas sin un trapito que les cubriera, al menos, la franja de sus ojos, mi miembro tuvo su primera erección. Los hombres las perseguían de un lado a otro y ellas se escondían, temerosas. Era un juego que terminó en insaciables aventuras sexuales. Al finalizar la función, y mientras caminaba rumbo a casa, apretaba fuertemente la mano de mi padre, quien me preguntó sin titubear: “¿Te gustó?” Moví mi entonces pequeña testa con cierto morbo y él me sonrió y volvió a decirme: “Ya sabes lo hermosa que es una mujer desnuda. Mientras vayas creciendo, aprenderás más, y querrás tu también hacer como aquellos hombres”, me dijo.

Padre y yo seguimos asistiendo a las tandas dominicales del cine Norma, pero nunca más entramos a las nocturnas. No le pregunté las causas. Pero intuí que mi progenitor solo procuró iniciarme ante el placer. Todas las noches, el cine Norma se llenaba de parroquianos de diversas procedencias para ver filmes como esos. Borrachos, locos, cuerdos, ricachones disfrazados. Todos juntos y revueltos. Y me imagino que allí dentro murmuraban y gemían ante aquel espectáculo de catadura explícita. Me quedé con mis tandas dominicales y en ellas aprendí que el truco de la amistad podía servirme para descubrir la magia que se movía detrás de la gran pantalla. Primero, la taquillera comenzó a sonreírme. Era una señora de mediana edad. De su boca conocí que detrás del escenario sólo había un pequeño espacio entablado por donde corrían ratones en busca de residuos de sombras. El truco, según ella, estaba en la pequeña habitación que bordeaba la segunda planta del inmueble, donde trabajaba el señor Antolín, un inmigrante español de poco hablar. Esa información fue suficiente para entablar nuevas relaciones con los empleados. Mi próxima víctima fue el portero Pedro, quien, además, era amigo de mi padre.

Me habló del camión de la Exhibidora de Películas que llegaba cada lunes temprano en la mañana para llevarse los rollos de 35 milímetros exhibidos la semana anterior y dejar los nuevos para la programación que comenzaba esa misma tarde. Con puntualidad inglesa, el señor Antolín esperaba la llegada del transporte empresarial para revisar el nuevo material y devolver el ya expuesto. Pedro no me quiso responder a mi pregunta sobre una posible distracción del proyeccionista cada vez que se detenía la película o se terminaba el rollo, lo que provocaba la ira de los espectadores y los gritos generalizados de “¡Cojo, suelta la botella!”. Me juró por la amistad de mi padre que Antolín no tomaba ni refrescos y que las causas de esos deterioros se debían al mal enrollado de los negativos dentro de los rollos, incluso, muchas veces cortados por desaprensivos proyeccionistas de otras salas.

Esto motivaba que, al pasar por la máquina, producían irregularidades molestosas. Después de la primera función, el viejo Antolín se dedicaba a revisarlos, a empatarlos y a corregirlos lo mejor que podía para no provocar molestias al público en las próximas funciones. Ni el administrador, ni los encargados de limpieza, me ofrecieron nuevas pistas, por lo que tuve que conformarme con aquellas leyendas y convertirlas en pedazos de realidad. A diferencia de Totò, el niño protagonista de Cinema Paradiso, no tuve la suerte de lograr la amistad del proyeccionista quien, en su caso, le enseñó todos los trucos del cine. En el mío, solo tuvo cabida el reino de la invención.

 

Ilustración de Gova.

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