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Me voy a despachar

palacio

Néstor Solera Martínez

Romano, un hombre de unos sesenta años, barbado, de nariz aguileña, de pelo liso entrecano, ojos café, robusto y de mediana estatura camina, más allá de las once de la mañana, con un maletín de cuero viejo debajo del sobaco del brazo izquierdo por el parque de Bolívar de la ciudad de Montería. Abstraído, va rumbo a una chaza en donde venden periódicos, revistas y cosas de comer. Romano compra un periódico y se sienta en una silla cercana a leer, debajo de un  árbol de mango con hojas en flor.  En el parque se ve mucha gente de toda condición y talante. Algunos van de paso y otros, sentados en sillas de cemento o parados, charlan, hablan, conversan…  El sol es ardiente y se  oye en los alrededores el ruido intermitente de carros y motos.

Al empezar a leer la portada del periódico Romano, a pesar de que ya está curado de cualquier tipo de espanto, se indigna al ver que la mayoría de los titulares tienen que ver con robos al erario público. Romano se dice asimismo, mientras golpea con el canto de los dedos de su mano derecha la hoja del periódico, que siente vergüenza por el grado de corrupción al que se ha llegado y…, monologa,  No, no, no… hasta la propios muebles de los oficinas públicas se los están robando; los hospitales saqueados y por eso los enfermos ruedan por los pisos…; se robaron las regalías y es tan grave que hay de por medio crímenes y, el gobernador ahí, ahí, ahí… esto da asco, asco, asco…Y se indigna con la justicia, dónde está, increpa… y dónde  el Obispo y su moral… “¿Tenemos Obispo?”, se pregunta… Y el pueblo… “Qué risa, este pueblo…”, balbucea. Y los bandidos de la politiquería ahí, como si nada, “Como si fueran inocentes…», dice con desazón, por tanta frustración sin castigo.

Romano, en medio de la rabia que no puede contener se para con el maletín en la mano izquierda y el  periódico en la derecha y grita: «Me voy a despachar…» y sale caminando como un  loco atolondrado hacia el Departamento de justicia que queda cerca, en un edificio de tres pisos. En ese trayecto, un hombre delgado, menudo, mal vestido que ve y conoce a Romano, le dice: «Doctor, va rabioso, cuidado con un infarto…». Romano, sin mirar al hombrecito, dice: «Esto está podrido, podrido…».

Otro hombre, de unos 50 años, gordo, vestido con un suéter descolorido y overol, al ver a Romano tan alterado por la forma de caminar y la expresión de su cara y sus gestos se alarma. «Doctor, qué le pasó, le robaron».

Romano prosigue su camino sin mirar a los hablantes, pues lleva la mira puesta en el Departamento de justicia en donde va a denunciar a los  corruptos. “Todo se lo robaron, todo…”, vocifera.

Una mujer de unos 40 años, desocupada, medio loca, sucia, que conoce a Romano, al verlo tan alterado, se le atraviesa en el camino haciéndole pantalla con las dos manos. «Romano, por Dios, se volvió loco, pare, pare, pare…», dice la mujer retrocediendo. Romano aparta a la mujer de un manotazo lleno de estupor y prosigue su camino. «Apártese, que somos un pueblo de indigentes y de mierda».

Romano acelera aún más la marcha y… con la punta de su zapato derecho tropieza con una baldosa que sobresale de las otras y cae de manera estrepitosa, praaaaaa, al piso de barriga en medio de un pujido.  Con las manos trata de protegerse, pero no lo logra del todo. Se raspa los brazos y se golpea en la rodilla izquierda. Oímos voces en el momento en que se cae. “Doctor, se va a matar, cuidado…”; “¡Dios mio!, qué horror…; “No le pasó nada, doctor, no le pasó nada…” –este hombre se acerca a ayudar-; “Tenga más cuidado doctor al caminar…”. Romano se para aún más rabioso sin atender la ayuda que se le brinda.  «Hasta las baldosas atentan aquí contra la honradez, carajo…», dice, circulado por miradas compasivas que quieren explotar a reír, pero que se contienen por el momento. Romano trata de disimular los golpes limpiándose el pantalón y la camisa de sucios  a la vez que mira el maletín y el periódico tirados sobre las baldosas descompuestas y luego el cielo límpido con el sol casi en su centro, como si quisiera invocar a Dios o maldecir al hombre. Romano recoge el maletín y el periódico y prosigue su camino y… ya un poco alejado oye risas soterradas y burlescas como hienas que rodean una presa y se disponen a devorarla. Por fortuna ya el Departamento de justicia está cerca. Pasa la calle, en medio del tráfico de carros y motos, y allí tiene ya al frente la dependencia que busca. Se acerca a la amplia puerta de vidrio que en su parte de arriba dice: DEPARTAMENTO DE JUSTICIA. Ya  frente a la puerta, la empuja con la mano izquierda y entra con el brazo derecho levantado, blandiendo el periódico en lo alto. «Me voy a despachar…», grita. En la sala hay una mujer joven, agraciada, vestida con una minifalda al frente de una larga mesa en donde hay puestas numerosas comidas humeantes sobre estufas eléctricas y, al final de una de las esquinas, ensaladas y un postre exquisito. La mujer, al oír la voz de Romano, se pone en movimiento, dice: «No se preocupe doctor. Aquí estoy yo para despacharle. Observe -la mujer le señala con las dos  manos-, como usted puede ver, tenemos para comer una variedad de platos: desde un apetitoso sancocho de pescado sinuano; o un delicioso mondongo con arroz, yuca harinosa y ensalada de tomate con repollo; o un exquisito mote de queso con arroz de coco; o el inolvidable pescado guisado con arroz, plátano maduro, yuca y suero… Y una vez se haya comido usted, doctor, uno de estos sabrosos platos, tenemos este delicioso postre que hemos bautizado con el nombre de 9 mm. Vea –y apunta con su índice derecho- que tiene pintado en relieve su marca original. Le aseguro que una vez usted se lo coma, se va a la cama a hacer una siesta placida y eterna. Con estos calores nada más rejuvenecedor y deseado, ¿cierto, doctor?”.

La mujer mira a la cara a Romano y deja entrever una leve sonrisa sarcástica. Romano siente un escalofrío en la espina dorsal y los ojos se le nublan. “Ajá”, dice, y, tartamudo, pide un sancocho de pescado con arroz de coco, yuca, plátano y suero. “Ha elegido bien, doctor”, dice la mujer y le pide que se acerque a una única mesa que hay en el centro de la sala restaurante, como si fuera solo destinada para él. Romano se sienta en una silla metálica sin el alma en el cuerpo y envuelto en un remolino de incertidumbres y absurdos de si lo que está viviendo es la realidad o una pesadilla. Ayúdame Kafka, murmura en el momento en el que la mujer le trae los platos y el postre. Sin apetito empieza a comer con desgano y, sin poder contenerse, de manera  intermitente patea el piso de cemento, golpea la mesa con los puños cerrados, balbucea  palabras preñadas de rabia o se queda absorto en pensamientos que podemos adivinar al vuelo. De pronto, detrás de unos biombos que no había notado en el fondo del restaurante, Romano empieza a escuchar voces que suben y bajan de tono de personas que toman trago, cuchichean, maldicen, lanzan risotadas, amenazan, dicen vulgaridades y se oyen perturbadores quejidos de orgasmos y… Otra botella, otra…; Quiero mermelada, mermelada…; Y cómo voy yo ahí. Miti y miti; ¡Papi, papi, papi…!  Por ahí no, por ahí no…. A ese hay que matarlo, es un estorbo…  ¡Ay, ay, ay. ay, ay…! Más, más, más… quiero más…  Música, música, música…–se escucha un vallenato; Ron, más ron, más ron… ¡Qué viva la puta vida…! No seas pendejo, no seas marica… Yo hice una vuelta, paaaa, y  resolví mis problemas parcero, y se oye una risotada… Al carajo con la honradez… con ella vas a comer  mierda, mierda…, ja-ja-ja-ja-ja-ja…

 Romano ve que la mujer lo mira de soslayo, sentada detrás de la mesa, con una cara de lástima y se siente peor que una cucaracha que uno puede restregar y matar contra el piso con la suela de los zapatos. Asqueado y a punto de darle un infarto, al oír tanta bellaquería detrás de los biombos, deja de comer. Sopesa con espanto si ha de salir vivo de ese antro. Tampoco sabe Romano si tiene fuerzas para pararse y salir de ese muladar, pero antes de intentarlo toma el cuchillo como si fuera una rula y lo levanta  y troza el postre con una fuerza y rabia demoníaca… Entonces se escucha un tiro agudo de dentro del postre de una pistola 9 mm camuflada  y  Romano es herido en el pecho y cae hacia atrás al piso chorreando sangre, y se lamenta como un toro vencido por la estocada certera y final,  “¡Ay!, me mataron, carajo, me mataron…”, al tiempo que se oyen aún más intensos, detrás de los biombos, los quejidos amatorios,  música champeta y un tumulto de borrachos enloquecidos que bailan en medio de risas, cuchicheos y gritos   como si celebraran el tiro que han oído y el “¡Ay!, me mataron carajo, me mataron…”

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