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Me asombra que no le asombre

asombro

Laura Pereira

¿Ha observado el comportamiento de un bebé por más de 5 minutos? Y con esto me refiero a mirarlo detenidamente,  sin besarlo, sin hablarle con un tono chillón y lento, sin cerrar los ojos sintiéndose encantado por su calor.

Por supuesto,  si lo ha hecho, sabe que hay algo hermoso e ignorado en su dependiente y oloroso día a día…

Y no estoy hablando de la mueca manipuladora que hace al alegrarse, de los bostezos enternecedores, ni de la flexibilidad única que le permite meterse un pie a la boca sin dolor; sino de una capacidad intrínseca que perdemos los humanos con los dientes,  que olvidamos cuando entramos a la sociedad y cuando aprendemos el discurso de que somos superiores. Una habilidad que no volvemos a recuperar hasta antes de morir y que tampoco nos interesa tener, porque nos exige pensar: estoy hablando  de la capacidad de asombro.

Si de verdad ha observado un bebé en su cuna, sabrá que abre sus ojos y usa sus manos y su boca para reconocer lo que para él son misterios. Que se asombra porque todo le parece nuevo e interesante: desde el sabor de una llave de metal hasta el ladrido de un perro, y que así aprende rápido su significado, se obliga a entender todo lo que ve. Si lo ha visto sin dejarse llevar por el empalague de su supuesta inocencia, habrá notado también que es el mismo asombro el que lo lleva a analizar los comportamientos de los adultos que lo rodean y que lo empuja a entender que llorar le trae resultados satisfactorios.

Si además ha hecho lo mismo con un adulto, si se ha observado a usted, sabrá que eso se ha perdido.  Obviar el asombro luego de la infancia, más allá del camino a la madurez, es la salida fácil y monótona. La de todos. Quién no se sorprende se incomoda menos, protesta menos, se irrita menos, se pregunta menos. Se acostumbra a lo que no entiende, ignora lo que pasa a su lado y que no apoya.

El error yace en que después de aprender a ir al baño solos, creemos saberlo todo, nos vanagloriamos de nuestro avance, nos confiamos de estar en la cima de la pirámide evolutiva. Dejamos de sorprendernos para comenzar a repasar lo que creemos certero y a caminar, como otros, sobre afirmaciones que hacen nuestro suelo firme. ¿Se acuerda la primera vez que vio al amor de su vida? Puedo jurar que lo observó cada segundo, que escuchó con atención su voz, que quiso conocerlo completo. Pero, seguramente, a los días, cuando el  mismo asombro lo llevó a conocer sus agrios, dejó de escarbar en él.

Cero asombro es igual a cero preguntas y a cero incomodidades.  Por eso con la llegada de los años, (y con  la llegada de la vocecita que nos recuerda que mientras más nos apeguemos a “lo importante”, mejor), perdemos el interés natural en el mundo que nos rodea. Caminamos con los ojos cerrados y los oídos llenos de cera para evitar roces.

Y sin esperarlo, todo empeora en la adultez, cuando aparentamos estar tan ocupados que trivializamos con pereza los pequeños fenómenos que nos rodean y que por lo tanto nos definen. Nos pintamos una meta personal y comenzamos a obviar todo lo que no nos lleve directo a ella. Dejamos de ser parte de un mundo, de pensarlo.

Pero no es solo la arrogancia de la raza; la dependencia por la tecnología, los deberes que nos implanta la sociedad desde que tenemos conciencia y la rapidez y el abarrotamiento con el que vivimos toda nuestra existencia, son una puñalada trapera a la mágica y primordial capacidad de observar e interpretar. Comemos, dormimos trabajamos y ganamos sin entender las razones.

Porque el asombro es la base del pensamiento crítico, de las artes y la filosofía. Del entendimiento y la comprensión. Como lo señalaba antes, debió ver que los párvulos comienzan la etapa de entender  su mundo porque sienten asombro de lo que son, de lo que viven. El que no se asombra con lo simple no aprende tampoco de lo grande, no crea belleza, no se interroga.

Un pintor debe visualizar como real hasta el más mínimo detalle de su obra para lograrla, un escritor debe indagar y detenerse en los más pequeños sucesos de su mundo, en el vuelo de una mariposa, el beso de una pareja, en los movimientos de su musa, para recrear la realidad, o  para crear su realidad. El filósofo debe partir de un interrogante, de asombrarse con una gota, de sorprenderse por su existencia. De darle peso a un concepto que para la masa no es más que abono. Del asombro surgieron las más hermosas palabras, los más grandes descubrimientos científicos.

Si usted lector cree que estoy solo delirando, permítame recordarle que se necesitó un eclipse total de sol (que no podía verse hace más de cincuenta años) para que los humanos miráramos al cielo. Al mismo cielo en el que cada día vuela un avión, cae una gota, se forma una nube.

 

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