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Margarita

rosas y margaritas

Gabriel Rodríguez

—¿Qué será de la vida de Rosa? —murmura cuando su marido asoma por las escaleras. Con sus manos morenas, tullidas por el trabajo y por tantas mañanas de fuego y humo, de frío y maíz, se anuda bien el delantal y pone la cacerola en el fuego. Sus manos pueden contar muchas cosas, narrar historias interminables de lucha y hambre y también de orgullo. Aquellas mismas que al estar lejos del hogar, lejos de aquel fuego, en el páramo lejano donde vino al mundo, abrazaron un destino plagado de sombras.

La pareja vive sola desde que las hijas fueron en busca de fortuna —los vecinos dirían, cuando los veían alejarse rumbo al mercado, en yunta, que las hijas se fueron detrás de algún hombre— a la capital. Desde entonces poco saben de ellas. Los varones de la familia, Miguel y Diego, ya no están en este mundo.  Desayunan en silencio y sin mirarse. Manuel, un mulato de ojos grandes con pestañas como hojas de palmera, que reposan y adornan su mirada azul, lo hace de pie junto al fogón. Era un hombre atractivo y conocido por su pasión, que no respetaba edad. “Adiós, mija”, dice, toma el machete y sale sin mirar atrás. Es viernes y hay baile, y no vendrá hasta la madrugada.

—Rosa, ¿qué será de su vida? —murmura con la mirada perdida ante la espalda morena y fuerte que se aleja sin mirarla rumbo al mar de maleza y polvo que se extiende ante ella hasta aguarle los ojos.

Su hija Rosa vive en la capital y es la única que ha venido a visitarla. Rosa se fue porque quiso y eso para Margarita es una señal de esperanza. Apura su café y sube las escaleras apartándose del fogón por unos instantes para ir al río a lavar la ropa. Ha pasado su juventud de fogón en fogón, cocinando para otros, hirviendo su corazón de resentimiento, rezando por las noches, en un susurro temeroso, las oraciones que aprendió de memoria en casa de misia Angelina.  Siendo señorita conoció a su madre, pero desde que recuerda, vivió con misia Angelina, su madrina. Ya arriba, en la sala, escucha ruidos abajo, como si buscaran algo entre las ollas. “¿Quién se irá a morir?”, piensa, al tiempo que se echa al hombro el talego con la ropa sucia y sale al igual que su marido, sin mirar atrás.

Las mujeres la miran y murmuran pero ella parece no darse cuenta. Nadie la saluda. Busca un lugar junto a las demás en la orilla del río. La mirada clavada en el agua como si leyera algo, como si la espuma y la corriente le trajeran un mensaje y no importara nada más. Margarita recuerda que a su madre la encontraron muerta unos pescadores. Como un tronco, recorrió todo el departamento y no se supo nada hasta el día de mercado. Las historias llegaron como hormigas que han encontrado un buen trozo de pan. “Dios sabe cómo hace sus cosas, esa mujer nunca fue buena madre y eso Dios no lo perdona.” “Eso fue el espíritu de alguno de los hijos, uno de tantos que dejó en el páramo.” Margarita iba con un vestido rosado cuando le contaron lo de su madre. Nadie pensó mal de ella cuando siguió bajando al mercado vestida de la misma manera. “Feliza la regaló y nunca la quiso”, decían al verla pasar con el canasto apretado a su pecho, caminado sin prisa, sin mirar a nadie. “Por eso los peces le comieron los ojos”, decían, “Por mala madre”.

Cuando murió misia Angelina tampoco lloró, aunque algunas personas le dieron el pésame. Mira sus pies descalzos, que nunca han conocido otra tierra y recuerda las noches que pasó en la finca de su madrina.  “¿Qué será de la vida de Rosa?”, murmura al tiempo que ruega por su hija mayor. Ella se fue buscando un futuro mejor pues en la capital pagan bien. Nada que ver con lo que ella vivió; “seguro que tiene un colchón donde dormir y no costales de café y de papa”, dice, “Seguro que la dejan bañarse y peinarse y hasta le tienen uniforme.”  Margarita piensa,  mientras  sus manos rugosas estregan con fuerza, ajena a las miradas, inocente de lo que se murmura. Toma el talego con su ropa ya lavada y emprende el camino de vuelta. El sendero es empinado y el sol le calienta la nuca, quemándola, como si llevara al mismísimo diablo a sus espaldas. No lleva sombrero ni zapatos como las demás mujeres. “Pobre mujer”, dice una de ellas. El susurro del río y de las manos frotando la tela despide a Margarita.

—¿Qué será de la vida de Rosa? —piensa mientras pone a asar unos plátanos maduros. La ropa danza en el tendedero y sus sombras acarician el rostro sereno de la mujer. Margarita revuelve el sancocho y pone una hoja de plátano sobre la olla donde ya secó el arroz. “Seguro que a mi Rosita le dan de comer tres veces al día.” “Seguro que tiene un buen par de zapatos.” “Seguro que le dan permiso para venir a vernos.” Niña aúlla y los malos presagios reemplazan sus cavilaciones sobre Rosa. “Esta perra está rara”, dice y se persigna. “¿Quién se irá a morir?”.

El domingo acudió al mercado a ver si encontraba a Manuel bebiendo con alguno de sus amigos del trabajo. Llevaba su vestido rosado. Su andar tranquilo y silencioso de pies descalzos, su mirada atenta pero segura, la habían abandonado. La rabia y después el miedo la hacían inmune a las miradas y a los comentarios. Manuel era un mujeriego, todos lo sabían. Decían que río abajo, desde el valle, hasta donde el frío y la carretera comienzan su ascenso, Manuel era conocido en bailes y camas. Se decía, incluso, que su semilla había regado aquellos caseríos y los niños con ojos azules corrían y jugaban, descalzos, con sus madres mirándolos desde la sala, esperando todas al mismo hombre. “Rosita, ¿Qué será de mi hija?, ojalá Diosito le mande un hombre bueno y no un borracho”. Sus manos temblaban y de repente acudieron a su mente las noches sin sueño que vivió con su madrina y con su madre. Recordó como sentía caminar los piojos por su cabeza y como se burlaban de ella las hijas de misia Angelina. Las manos morenas que llamaron a una puerta esperando encontrar a la madre añorada y desconocida. Margarita está de pie en medio de la plaza. “Se ha vuelto loca”, murmuran.

Manuel fue velado en el comedor de la casa, sobre la mesa misma. Nunca usó pañuelo pero tuvieron que atarle uno al cuello para sostenerle la cabeza. Bailó con una mulata de fuego, amante del capataz de un trapiche, y mientras reían, éste sacó su machete y cegó aquellos ojos marinos para siempre. La familia de él se presentó para llevarse el cuerpo y enterrarlo en su tierra. Margarita, en un rincón,  guardó un majestuoso silencio, sólo interrumpido por un murmullo apenas audible. ¿Qué será de la vida de Rosa?

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