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Mal vecino (Trilogía)

Flickr, Alosh Bennet
Flickr, Alosh Bennet

Adriana Leonor López (*)

Parte I

La música retumba en el pequeño apartamento. Las paredes vibran, los vidrios chocan contra el aluminio de sus marcos, las puertas trepidan, traquetea el pom pom de no sé qué instrumento. Las paredes sudan, los vidrios rezuman, las puertas destilan; sudo, rezumo, destilo, no sé si son lágrimas o sudor; ambos tienen un sabor salobre. Caen gotas a la mesa, caen sobre el teclado del ordenador, caen sobre el piso beige. Maúllan los gatos con los bigotes erizados, desenvainan sus garras y las clavan en el mullido sofá contra la ventana; el mullido sofá también está vibrando. Aúllo. Los gatos y yo aullamos como lobos –y leones- feroces, hambrientos; nos miramos en un intento por contener la rabia, la indignación, en un intento por contener el impulso insano de saltar como hienas sobre el vecino y saciarnos con sus vísceras al son del pom pom de no sé qué instrumento. De su maldito reggaetón. Sí, maldigo, increpo, pero como si nada. Él  sabe de las paredes, de los vidrios, de las puertas; él sabe –lo calcula-, que esas notas discordantes en el volumen que acostumbra pone a prueba nuestra paciencia. Lo que no sabe él, un jovenzuelo de 16 años, es que su zafiedad nos convertirá tarde o temprano en sus verdugos. Sus verdugos. Fantaseo en ello y sé que los gatos también por sus bigotes y lomos crispados; se aprestan a pegar el zarpazo.

Abro la puerta y los gatos y yo salimos. Ahora me siento hiena, ellos se han tornado hienas dispuestas a saciar esas ganas feroces de matar que el vecino ha despertado en nosotros, con ese maldito bom bom que rompe nuestros tímpanos. Bajamos las escalas y corremos poseídos. La puerta de su apartamento, abierta, nos ofrece una víctima abandonada en su placer de torturarnos. El ruido es atronador. Nadie sabrá siquiera que estuvimos allí y destripamos al jovenzuelo que se retoza en un sillón de cuerina negro. Estamos como bestias salvajes sobre su vientre destazado con nuestras garras y caninos, la sangre espesa rueda con dificultad por el piso, penetra por las ranuras de los listones de madera encerada. Destrozo el ordenador y los bafles, su arma homicida porque, pienso, en medio de esa barahúnda frenética pienso, que fue él el único culpable de este crimen atroz.

De pronto, el silencio.

No veo más que el iris rasgado color ámbar del gato. De nuevo el silencio. Repaso mis manos, sus garras, sus bigotes y mis labios. La sangre ha desaparecido y pienso precipitadamente que toda se ha colado por las ranuras de los listones de madera del piso. ¡El vecino de abajo! Cierro los ojos, los abro, y me veo de nuevo en mi reducido apartamento. El gato se estira, ha contraído sus garras, su pelambre es nuevamente sedoso, peinado. Él pestañea una y dos veces, bosteza. Respiro tranquila. No hay crimen. No hay víctima… hasta mañana que el vecino llegue a las tres de la tarde y, de nuevo, nos incite.

Parte II

Llegarás a las tres de la tarde y antes de entrar a tu apartamento, ubicado al costado derecho del mío, acecharás mi ventana. Traerás esa sonrisa malévola que rasga tu cara de mozuelo impertinente. Lo tienes calculado. Lo disfrutas. Hoy lo disfrutarás más que nunca. Entrarás y no encontrarás a nadie. Tu padre estará con su perro afuera, como siempre lo hace. El momento perfecto. Encenderás el ordenador, seleccionarás el reggaetón y, como en éxtasis, lo pondrás de modo que –es tu propósito-, me atormente. Las paredes vibrarán, los vidrios restallarán, las puertas trepidarán. Y sabrás que mis paredes, mis vidrios y mis puertas vibrarán, restallarán y trepidarán más fuerte aún, y más que eso, sabrás –siempre lo sabes-, que sudarán rezumarán destilarán, quizá lágrimas, quizá sudor. ¿Qué te ha de importar? Sabrás que mis gatos y yo aullaremos como bestias salvajes, que nos retozaremos en el suelo de la rabia, de la indignación. Te tirarás cual pelmazo sobre el sofá de cuerina negro, al lado de la puerta, justo al lado de los bafles a hacerte puré el cerebro o lo que quede de él después de días, meses escuchando ese bom bom de lo que sea. Que no importa qué suena si lo que suena hace puré tus neuronas y eso, eso te produce –también-, cierto placer.

Cerrarás tus ojos y permanecerás así, imaginando cómo los gatos de tu vecina se encrespan, y tu vecina impreca, maldice, trepan por las paredes del furor. Esperarás que te llamen de portería para que te hagan el reclamo que tu vecina ha trasladado –así ha sido años ah-, y tú, antes de bajarle al volumen, esperarás diez, quince minutos más, regodeándote, saboreando el gusto de torturarme. Y te sentirás feliz, pleno, alucinante. Y así, en ese estado de éxtasis, con los ojos cerrados, permanecerás echado en el sofá con los pies sobre el espaldar y la sonrisa insidiosa que te desfigura el rostro pálido. Tu padre llegará con su perro, una extensión suya, y será como si no llegara nadie.

-Bajale que la bruja de al lado no tardará en fastidiar.

Dirá tu padre con desdén, no por ti, sino por mí porque sé que él, con su aire santurrón sabe odiar más que yo. Y tú lo ignorarás como siempre lo has hecho; que un petardo vagabundo vale más que el viejo porque a ti no te importa nadie, nada. Buena lección, buena herencia. El subirá a su alcoba y se encerrará con el perro, que mejor le corresponde. Benditos sean los perros –y los gatos-, pensará mientras sube con cierta dificultad las escalas que lo llevarán a su pequeño mundo. Tú, mientras tanto, lanzarás un escupitajo en el piso para que el perro de tu padre lo limpie y si no, tu padre, o tu madre cuando llegue exhausta a las siete de la noche.

Esa es la vida que te mereces, pensarás. Pero esta dicha te durará muy poco lo mismo que tu sonrisa de guasón porque en segundos las imágenes felices de tu vecina infeliz se fundirán en rojo escarlata.

-¿Qué pasa?

Preguntarás con miedo porque un dolor en tu vientre no te permitirá levantarte ni podrás abrir los ojos ni oír el estruendo de tu música salvaje. Te pondrás las manos ahí, justo encima del pubis y palparás sendas tiras de carne humedecida. El dolor aumentará y medroso lanzarás un aullido tan lastimero como el mío.

El teléfono sonará y, aunque sabes que es el portero para ya sabes qué, darás gracias a dios –y a él-, porque será justamente su voz la que podrá sacarte de esa pesadilla, tan real, tan húmeda, tan dolorosa, tan real.

-Señor Armando que le baje el volumen a su radio que los vecinos, otra vez, se quejaron.

Y tú no podrás más que balbucear:

-Pero si la música dejó de sonar…

Y en ese momento, justo en ese segundo, verás con horror tu ordenador destrozado, los bafles hechos añicos y el piso manchado de líquido viscoso y rojo, al lado de tu gargajo.

Parte III

Corrió despavorida escaleras abajo, descalza, con el cabello enmarañado y vestida apenas con un jean ajado y una camisilla pegada a los huesos. Y con ella, dos gatos jóvenes con el pelambre esponjado y los bigotes tirados al frente, erizados. Los tres levitaron por las escaleras de la casa vecina que a esa hora, antes de cerrarse el día, permanecía abierta.

Del interior del apartamento salía un estruendo, un reggaetón invadía todas las casas del vecindario. Los bombazos altisonantes se estrellaban contra las vidrieras, las celosías, las puertas y los techos de los apartamentos, nuevos; el vecino más antiguo lleva allí no más de un año. Y ese vecino era el anciano padre del jovenzuelo que todos los días sin falta, ponía su música.

Mujer y gatos entraron y se abalanzaron sobre el cuerpo del muchacho, cual fieras hambrientas. Hincaron sus uñas clavaron sus colmillos desgarraron la piel descuajaron los músculos del vientre, y voraces, engulleron sus vísceras, salpicando sangre por las paredes, el sofá sobre el que yacía el joven y el piso de madera. Al cabo de un tiempo la mujer, que actuaba como posesa, se irguió y mientras los felinos seguían el festín, destrozó el computador y los bafles de los que salían esos bom bom que desencadenó esa furia frenética que terminó allí, en la minúscula sala de la casa vecina, en medio de un pozo de sangre que se colaba por las hendijas de los listones de madera encerada.

-¡Atroz, bárbaro!

-¡Ay Dios ay Dios!

-¡Qué horror!

-¡Es obra del mismísimo demonio!

-¡Hay un demente entre nosotros!

Exclamaban algunos vecinos enloquecidos ante la escena. No era que la vieran, no podían verla. La imaginaban. Algo sospecharon desde que el silencio invadió el ambiente. Es que ni pájaros se vieron, ni los demás gatos y perros. Eso era raro, muy raro, por eso estaban seguros de que una tragedia se cernía sobre esa casa, o apartamento, qué importa. Y aunque se hacían cruces sobre la frente sobre los labios sobre el pecho, e invocaban a santos y arcángeles -sobre todo a San Miguel-, por dentro daban gracias a Dios de que alguien pusiera fin al desenfreno de ese muchacho malcriado, vulgar, mal hablado.

El anciano padre descansaba en su alcoba al lado de su perro; recién habían llegado.

-Bajale que la bruja de al lado no tardará en fastidiar.

Le había dicho antes de subir las escalas y encerrarse en el ático. Lo dijo con desprecio porque harto estaba ya de las quejas de su vecina y las multas que le habían caído por cuenta, no de su hijo, sino de la intolerancia de esa vieja arpía que la mala suerte lo llevó a tener como vecina. Pero el viejo sabía que su hijo no lo escuchaba. Se sentía cansado, derrotado, harto, también, de sentirse invisible para él y su mujer. De no ser por el perro, el anciano ya se habría colgado.

Dos horas antes de la consumación del crimen, la mujer leía, concentrada, el diario mientras sus mininos dormían a su lado. Había sido un día rutinario: las clases, la biblioteca y al llegar, a las diez, las camas, los platos, la ropa, el almuerzo, y pasado el medio día, el periódico y sus libros. Para eso necesitaba silencio y siempre, siempre, el vecino la importunaba a eso de las tres. Sin falta. Estaba harta del ruido, harta de quejarse con el portero, con el administrador, hasta con la policía, pero nadie había podido con la rebeldía del joven, fuera de todo orden de toda regla, de toda disciplina. Ni sus padres habían conseguido formarlo. Había nacido torcido, testarudo y torcido. Y todos los días la mujer se transfiguraba de la furia; era tanto el esfuerzo que hacía para contenerse que sudaba copiosamente. Sus gatos, acostumbrados al silencio, también se crispaban con el estruendo. Encolerizada, fantaseaba con la idea de silenciarlo.  “Debe haber alguna manera”, pensó muchas tardes sintiendo el restallar de los vidrios y las vibraciones de toda materia en su casa. Que no se diga que no estaban advertidos, todos.

Pero aquella tarde algo fue distinto. El volumen superó todos los límites. Sudó, lloró, aulló  como loba herida. Nadie la escuchó. Nadie puede escuchar nada con ese bom bom… Y fue eso, precisamente, lo que disparó su imaginación. En ese momento supieron, mujer y gatos, que podrían hacer lo que fuera, cualquier cosa, y nadie se daría cuenta. Si todos están ensordecidos, resignados.

Corrió despavorida escaleras abajo, descalza, con el cabello enmarañado y vestida apenas con un jean ajado y una camisilla pegada a los huesos. Y con ella, sus gatos.

¡El crimen se ha consumado! ¡El crimen se ha consumado!

Despertó del sopor, un sudor espeso corría por sus sienes –ella que nunca suda-, por el cuello los pechos el vientre. Era el silencio lo que la había despertado. Y sin más, se vio a sí misma en el iris rasgado color ámbar de sus gatos.

¡Nada había pasado!

Quizá mañana, o pasado.

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