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Luces de Neón (Noche)

Claudia Quintero

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Quebradas, despedazadas, pisoteadas, escupidas, humilladas. Algo peor, incluso, quizá, muertas.

No entiendo el motivo, entonces grito por la noche, grito como aúlla un lobo o como ladran las furiosas billeteras de la gente. Sí, grito, grito fuerte pero no es suficiente: mis gritos sólo los escucha la nada y no derrumban paredes. Hay un punto en que las cuerdas vocales se cansan, es preciso parar de gritar. Es mejor volver a la cama y arroparse bajo la esperanza del amanecer.

¿Amanecer?, ¿no es acaso el sol otra ilusión de la vista, una fantasía de la voluntad? Pueda que sí, pero a todos agrada. Por eso los cuentos de hadas, al menos los que he leído, enmarcan su escena final en un sublime jardín resplandeciente, inundado de majestuosos halos de luz que envuelven las flores. Qué plenitud proporcionan aquellos haces luminosos cuando acarician con detenimiento a los ojos cerrados. Mis párpados se despliegan para ocultarme la realidad: todavía es de noche. Es de noche y no importa cuán delicados y preciosos sean los jardines de mis sueños, pues su luz no basta siquiera para iluminar la más diminuta y abnegada esquina de mi absoluta oscuridad. Saberlo me agobia, abro los ojos, me paro de la cama y corro las cortinas. Al otro lado de la ventana pasan alimentadores, automóviles e intrépidos motociclistas, quienes corren como un suspiro, como una flecha que rasguña la carretera.

Tras empañar mis pupilas con el vaho del vidrio, me doy cuenta del fulminante alumbramiento de la ciudad, elevada ante mi vista, resucitada de las tinieblas, irreconocible. De no ser por gigantescas subestaciones y modestas bombillas, los edificios serían engullidos por el velo de la noche; sin luz, sin una leve iluminación que delate las formas de casas, de almacenes, de calles sencillas y opacas, los ojos de nadie comprobaría, dentro de esa visión nocturna, que existen. Sólo serían tangibles en la memoria, bajo la incandescencia de los sueños, al igual que lo son los jardines de los cuentos de hadas.

Por eso, tal vez,  la propia presencia goza de una estabilidad tan frágil, porque ¿cómo puede ser definida la presencia del recuerdo en un campo “real”?, ¿cómo debe denominarse o, aún más, entenderse la presencia de todo aquello que nuestros ojos ignoran? A veces mi mente se embarca en aventuras locas,  pequeñas odiseas infructuosas, en las que trato de juntar las visiones de mi mente con las “reales”. Afortunadamente, no lo he logrado. De lo contrario, el resultado sería horroroso: mil demonios recorriendo calles baldías, miedos que se sumergen en las aguas residuales de las alcantarillas, la barca de Caronte navegando en el lavaplatos de mi cocina, lo correcto y lo incorrecto, lo pecaminoso y lo sádico, lo trivial y lo grotesco, lo aborrecible y lo encantador, todo saldría de mi mente para vagabundear por el mundo, mientras yo les veo pasar sin ton ni son por andenes y avenidas, alejándose, cada vez más, de mi cabeza, su espantoso nicho creador.

De repente un chirrido, un sonido ahogado, irritante y fugazmente agónico se entierra en mis oídos. Alguien tocó el timbre. Vivo sola, y esa es la razón por la que, hasta ahora, nadie ha dispuesto asiduamente del detestable y tedioso artefacto que es el timbre. Pero, haciendo caso a la lógica común y sensata,  si el timbre suena es porque alguien tuvo la determinación de acercarse a mi puerta y oprimir el botón, para que yo sepa que ese sujeto está allí (al frente de mi puerta) aguardando a ver mi rostro para Dios sabe qué. Al menos, claro está,  que se trate de los pequeños vándalos que juegan tintín correcorre a altas horas de la madrugada. Mientras tanto, las madres de Pedrito, Julián y Juanito esperan, con angustia e impaciencia, el regreso de los descarados maleantes. Sin embargo, a ellos poco o nada les importa dejar con el corazón en la boca a sus buenas y católicas madres.

Llegarán a eso de las 3 a.m., escondiendo vergonzosamente sus traviesos rostros. Luego descubrirán, con cierta pena y horror, a sus madres sentadas en el sofá de la sala y dos palabras brotarán, con la violencia de balas de ametralladora,  de las bocas de ellas: dónde estabas. Y suponiendo, por ejemplo, que  es el caso de Pedrito, este responderá: Pues en la casa de Julián, el trabajo de la exposición estaba muy largo.

Entonces la madre de Pedrito, sentada en el sofá con los brazos cruzados, usando su bata rosada al cinto  y con sus babuchas blancas puestas con decoro en cada uno de sus pies, le dirá con un gesto de desdén: está bien, acuéstate ya, es tarde.

Sí, tarde, muy tarde, tarde hasta el punto en que los conceptos de noche y madrugada no son discernibles, tarde hasta el punto en que uno no sabe si es mejor decir temprano. Tarde como ahora. Aunque eso no impide que aquel misterioso impertinente siga timbrando en mi puerta.

-¡Ya va!- anunció mientras busco mis alpargatas.

Sin calzarme corro hacia la entrada, miro por el ojo de la puerta y contemplo la desgastada y pesada figura de la Señora Gertrudis, la vecina del piso inmediatamente inferior. Abro la puerta.

-¿Cómo le va Doña Gertrudis?, ¿Qué se le ofrece a esta hora?- Pregunto con el tono más aceptable que disponen mis cuerdas vocales.

-Eso mismo le digo yo a usted niña, qué se le ofrece; gritó como media hora y después se le antoja caminar como si fuera pie grande. Hágame un favor, sí, considere que acá los muros son delgados, los niños tienen que ir a estudiar mañana y el marido de una a trabajar-, dijo Doña Gertrudis, con una mueca lastimera y apesadumbrada, arrastrando el tedio con sus palabras.

-Qué pena con usted, no va a volver a pasar- Respondo con el gesto sumiso que, por alguna razón, suele calmar a personas como Doña Gertrudis.

-Se lo recomiendo, sino, pues va a tocar hablar con el administrador o alguna cosa-, me advirtió mientras adoptaba aquella mirada que se dirige a los niños regañados.

– Tranquila Doña Gertrudis, no pasará de nuevo, que tenga buena noche-, le contesto apuradamente para no prolongar más esta charla que me resulta un poco indiferente.

Entonces Doña Gertrudis me lanza un desganado y diplomático “Adiós señorita”. La veo alejarse hasta las escaleras, lleva una bata acolchada y unas babuchas de felpa similares a las que debe llevar ahora la madre de Pedrito. Y así ambas, preocupadas por sus niños y sus apartamentos, desconocerán mucho del mundo e incluso de sus propios maridos. No obstante, cuando se trata de su hogar, aquella madriguera construida con un tanto de voluntad y otro tanto de juicio, no existe ser capaz de igualar la sabiduría practica y sencilla de la que son poseedoras; pues nadie más que ellas puede adivinar el estado de animo de sus hijos con un leve encogimiento de pupilas, nadie más que ellas puede escuchar los murmullos de sus casas y saber a qué se refieren. Aun así, no hacen alarde de sus facultades, quizá porque debe ser algo así como una condición natural, una capacidad innata para guardar dentro de sí mismas el lugar en el que viven. Tal vez eso sea lo que más les envidio: absorber el exterior sin permitir que las consuma, ligarse a él y formar un tejido estrecho y bien cocido, que flota en el aire con la libertad de una hoja seca.

En mi caso, no habría aquella hoja deslizándose armónicamente sobre las corrientes de aire, sería, más bien, un pesado florero de cerámica precipitándose estrepitosamente hasta quebrarse en el suelo de madera.

Para mí los lugares son devoradores. En cada uno de ellos me abandono más a mí misma, les dejo retazos de lo que era y de lo que soy. Sobre todo en aquellos lugares en los que vivo, porque es allí donde debo enfrentarme a la pérdida frecuente, a un sinnúmero de muertes que me traen rostros falaces, en reemplazo de los que fueron brutalmente sustraídos. Para protegerme evito el arraigo, ninguna calle me es más ajena que mi propia casa. Mi lugar es el del no lugar, siendo invisible puedo conservar lo que he decidido ser. Después de todo, ¿qué es la concepción de un lugar sino la idea que tenemos del sitio que ocupamos en él?

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