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Los muertos-Jorge Carrión

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Isabel Cristina Arenas

Nuestros muertos no desaparecen, acudimos a ellos para agradecer el tiempo que pasaron con nosotros, pedir que nos ayuden en algún problema, celebrar su aniversario, y para lo más doloroso, hacer justicia por su desaparición. Muchos de ellos no son precisamente nuestros sino de toda la humanidad y aparecen al abrir un libro. Estos últimos quizá fueron inspirados en personajes reales que pasaron a ser ficción para prolongar su recuerdo, para darle mayor valor a su memoria. Esto es precisamente lo que hace de forma muy original Jorge Carrión con su novela Los muertos (Mondadori 2010).

Los protagonistas de la novela, Mario Alvares y George Carrington, escriben una serie de televisión de dos temporadas, cada una con ocho capítulos que es transmitida en FOX, y que resulta siendo todo un éxito comercial y por supuesto genera reacciones a favor y en contra. En la obra estos dos personajes, los guionistas, deciden quedarse al margen de cualquier protagonismo y toman una decisión drástica respecto de sus vidas y a la de los actores de la serie. Decisión afortunada, que para mí completa y le da todo el sentido a la novela y que por obvias razones no voy a contar.

En la serie, los muertos nacen al margen de una edad específica, se materializan en un momento determinado. Llevan una cicatriz que los identifica, la clave para encontrar sus raíces y llegar a formar parte de una comunidad. Por ejemplo: los de la “Comunidad de la Estrella” tienen una en la frente, una circunferencia hecha por una bala disparada a corta distancia. Más allá de crear un mundo en donde los muertos de la ficción tienen otra oportunidad, Jorge Carrión, escritor, crítico y profesor de escritura creativa en Barcelona, muestra la importancia de la memoria histórica en su obra. Sus personajes pueden, por lo menos, intentar hacer justicia.

Es un “artefacto exigente” como Carrión lo describe, que sorprende por la forma en que está construido. Por la rapidez, por la idea misma de ese mundo y las preguntas que crea sobre la ética de la ficción. No es necesario ser un experto en series de televisión como lo demuestra el autor con una de sus obras más recientes: Teleshakespeare, un ensayo sobre las mejores series de televisión de los últimos años: Los SopranoThe WireMad MenDexter, Six Feet Under, entre otras.

Así sentí Los muertos de Jorge Carrión: Ocho pantallas y una silla en medio. La silla no es muy cómoda y si lo fuera, las imágenes que se ven en tiempo real no permiten pestañear. Las acciones cambian, a veces muy rápido, para entender qué pasa, quién es el malo, quién el bueno, o mejor: quién es el Nuevo y quién el Viejo. Un poco de paciencia. Las cámaras siguen enfocando varias escenas al tiempo. Me pierdo, no entiendo, pero quiero seguir; sigo. Ya entiendo. En la segunda sesión con las ocho pantallas aparecen Michael Corleone, Tony Soprano… la niña del abrigo rojo de “La lista de Schindler”. Me quedo pensando: ¿estará allí el último Aureliano Buendía?

Fue inevitable recordar a un personaje de otra novela: El cantor de tango de Tomás Eloy Martínez, en la que Julio Martel va cantando por lugares aparentemente anónimos de Buenos Aires. Nadie sabe cuándo, ni dónde será su siguiente aparición. Le canta a los fusilados en el lugar en donde tuvieron su último aliento y pasaron a formar parte de otro mundo, seguramente el que ha creado Jorge Carrión.

Si Aureliano Buendía habitara en Los muertos sus cicatrices serían mínimas pero múltiples. Las hormigas lo dejaron irreconocible. Durante toda la serie estaría buscando a su estirpe sin ser reconocido. Su imagen estaría pixelada como la realidad y el peso de los recuerdos que lleva encima. Sin embargo, los Buendía no pasaron por Nueva York en 1995, que es cuando empieza la serie, ni en 2015, cuando termina, siguen vivos en el Caribe de mi país.

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