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Los arrieros que le quedan a Pereira

Otun9

Camilo Alzate

Para trepar a la laguna del Otún se requiere como mínimo una jornada completa de diez horas, arañando  una borrasca de cascajos donde el sudor es aliado del barro. Camino es un eufemismo. Por momentos la trocha toma el aspecto de una escalera retorcida colgada del abismo. Antes hay un recorrido de veinte kilómetros por vía rural, cruzando reservas naturales y caseríos montañosos de típica idiosincrasia cafetera. De El Cedral, recodo final de la carretera, a la famosa laguna, hay por lo menos 2.000 metros de diferencia en altitud, subiendo la cordillera central colombiana. Pendientes verticales. Pasos estrechos tallados en la serranía, a saber si por andadura de los hombres o las gotas de rocío. Quebradas que se vierten sobre el camino y el camino que se vierte sobre quebradas, invirtiendo roles. Musgo y lluvia. Casi que la alta montaña sólo se alcanza agarrándola con pies y manos. Casi, pero existen las mulas.

La cuenca alta del río Otún alcanzó más de 80 familias de colonos que llegaron de Boyacá, Tolima y Antioquia, todos liberales, corriéndole al holocausto del 9 de abril. Los Montenegro. Los Rivera. Los Obando. Los Corredores. Los Cañón. Los Pinillo. Los Salinas.

Desde Pereira, Manizales, Santa Rosa o Salento –emblemáticos puntos cafeteros- hasta el propio borde de la nieve, culebrearon caminos de herradura que conectaban las alturas colonizadas del agreste nudo montañoso con accesos carreteables en las partes medias. Papa, carbón y madera en cantidades descomunales rodaron trocha abajo en las muladas. A la vuelta trepaban fustigadas, repletas de panela, herramientas, sal, pólvora para espantar pumas y cazar venados.

Con la declaratoria de varias áreas protegidas en la zona (el Parque Nacional Natural de los Nevados la mayor de ellas), hacia la década del 60 se inició un despoblamiento en la alta montaña que apagó por completo el proceso colonizador. El Estado compró terrenos a precios muy por encima del valor real, desestimuló la construcción de vías terciarias, incluso dejó caer puentes para incentivar la salida de la gente. El Bosque, El Jordán, Cortaderal y Tolda Fuerte en el páramo, la cuenca del río San Juan a media hora de Pereira, quizá contaron más de 200 o 300 familias campesinas de las que apenas si quedará una veintena. Numerosos caseríos que aparecen en mapas de los años 50 en las partes altas de Salento, Villa María, Santa Rosa de Cabal o Manizales, ahora no existen. A todos los tapó la montaña.

Los últimos colonos sobreviven en claros entre el bosque, conservando la arriería para bajar cosechas de papa y subir remesas de primera necesidad a las fincas, aisladas a cinco, ocho, diez o hasta doce horas de trecho desde las carreteras. Ocasionalmente hacen travesías más largas de dos o tres jornadas hasta el Tolima, para lo cual debe atravesarse la cordillera. Las cargas de madera y carbón desaparecieron pues está prohibida su extracción en parques naturales. La cacería se volvió ocasional. Sin embargo las recuas de mulas patean la trocha, fastidiadas con una encomienda por lo menos tan valiosa como singular: turistas que quieren ver la laguna del Otún, y si alcanzan, sacarse fotos en el nevado de Santa Isabel. Por el Valle del Cocora en Salento se repite la escena, con montañistas que buscan la cumbre nevada del Tolima junto a sus arroyos termales. Rostros tostados; mulas amarradas con morrales de 30 o 40 kilos, atareadas de sofisticados equipos de alpinismo, tiendas de campaña, bolsas de dormir.

El Cedral – por los lados de Pereira- es lo más parecido que queda a una fonda caminera, el nombre que se le daba a los cruces de senderos de los arrieros. Una sola casa vieja con dos potreros, abrazada de montañas espesas, sirve a la vez de tienda, bodega para descargar, cantina y fin de la carretera. Ahí empieza la trocha. Allí desensillan los arrieros del páramo cuando arriman con sus bultos de papa mientras aguardan transporte a la ciudad. Sujetan los animales a unos troncos que le sostienen el techo a la casona y comienzan a beber. Cerveza encima de la cerveza, parados, porque ni asientos hay.

Andrés Machete está emborrachándose a primera hora en El Cedral y es hijo o nieto de un boyacense que se quedó abriendo manigua, en un hueco de la cordillera formado por el río Otún todavía diminuto. Sus primos, sus tíos, sus hermanos, se dedican cada vez con mayor frecuencia al arreo de turistas hasta la laguna del Otún o el nevado, cobrando “fletes” que oscilan entre los $50.000 y los $100.000 por cada animal. Con una recua grande se gana en una o dos jornadas lo que nunca dará el cultivo de papa con toda la cosecha.

Andrés empina la octava cerveza empuñando el teléfono celular con la otra mano.

– Véngase con cuatro bestias y tráigase una tolda finita, porque va a haber tempestad.

Conversa con el hermano menor que no ha salido de la finca, arriba. Hace décadas la familia se dedica a la arriería. El más famoso, Walter Machete, un anciano rosado al que le cuelgan pelos blanquísimos a  toda la cara, inició el negocio con turistas. Nunca han querido vender la tierra, ni salir del páramo. Mauricio Machete es de los menores. Abandonó la educación en la ciudad a los 15 años para regresarse a la montaña. No lo convence la tecnología, ni el ajetreo urbano, ni las comodidades o las muchachas. Al que nació para carga, del cielo le cae la enjalma, dice el estribillo antioqueño.

Unos universitarios que van a coger la cuesta andan atareados con bultos de comida. Negocian el transporte del equipaje. El campesino comienza a amarrarle peso a las bestias. Un segundo antes cubrió los ojos de la mula con la ruana. Suelta atroz manotazo a la cara del animal cuando se resiste. Después le dice algo con ternura. No mira las vueltas que da, ni la forma del amarre que brota por instinto.

–Malparido nudo…

La carga es redonda, apretada como café negro. Andrés está convidando a cerveza y alcanzo a verle los dientes torcidos donde brillan un enredo de alambres, algún moderno tratamiento que se paga en algún consultorio de algún edificio de quince pisos, con la plata de los turistas. No debe tener ni treinta años. Estoy seguro de  que ha trepado y descolgado centenares, quizá miles de madrugadas, por esa borrasca de pantano que se empina ahí adelante. Ese intestino de la selva andina figurando en los mapas con el pomposo nombre de camino a la laguna del Otún y al Parque de los Nevados. Empieza el camino. Que tortuoso y culebrero eufemismo. Ahora que los goterones bailan, si la mula pudiera hablar como el arriero, de acá para arriba todo será un desfiladero de insultos.

 

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