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Lo que me dejó el tiempo

muerte-subita-cada-4-dias-muere-un-joven-espanolPor: Luisa Fernanda Tibantá Arcila

Estaba cadavérico y frígido. Recordaba que el bramar de su carro no era idéntico, le faltaba su motor, le faltaba él. Ya no había nadie en casa, nunca hubo la misma esencia en casa, ya nada era igual, ya no habitaba nadie. Tenía miedo de morir, de sentirme frágil y desprotegida, aislada y transformada en silencio. El lamento del dolor se había convertido en el hábito normal.  ¿Y quién no es normal después de conocer a la muerte?

Mi miedo nació a los 11 años. Revivir su aroma me transportaba al momento en que lo velamos por tres días. Mi madre lo besaba como si viera vida en sus ojos exangües. Esperaba ver en él su reflejo, verse como cuando se enamoró por primera vez. Se acercaba con las ganas de devolver en un soplo el hilo de vida que ya había cortado con ella, incluso, algún tiempo antes de su muerte.

Incineramos su cuerpo junto con su ego. Quizás él ya llevaba yaciente nueve meses. Desde su enfermedad, su padecimiento lo absorbió hasta el punto de ocultarlo ante nosotros, ante los “vivos”. No lo odiaba a él, solo reprimía la ilusión que surgía justo en el momento en el que lo velaba, y al mismo tiempo, abominaba tener fe y pensar que renacería de su pasado tortuoso.

Sin él, yo no existiría. Su energía me había dado la fuerza para nacer de la luz, nacer para la vida. Vida que le faltó a él. Su sombra apagó su llama y lo lanzó al abismo, dejándome a mí a la orilla del río, removiendo los huesos que se quedaban en las rocas.  A ti ya te había olvidado, dije mil veces, pero a quien te robó la energía de vida, a lo intangible que desconocemos, a las energías que brotan de la nada y que poseen misiones poderosas, no sé cómo referirme. La muerte, que suplicaba a los pies del padre llevarse un alma más, ha destinado una vida de ventaja para nosotros los mortales, y aunque es impredecible, lamento conocer de ella y de su lealtad el sufrimiento.

Ahora tengo 23 años, y aunque hace 12 años enterré a mi padre, también velé mi miedo, lo contemplé y cuidé de su residencia. Esos fueron los momentos donde más aprendí de él, de su silencio, de su ausencia eterna.

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