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Las nieves del Cho Oyu*

Everest

Fernando Araújo Vélez

La rabia se le transformó de a pocos en dudas, y luego, en miedo, porque se había ido a las doce y algo más de la noche como estaba planeado y había ascendido hasta ocho mil y pico de metros, la franja amarilla, pero su compañero de cordada no aparecía. Ni él ni su luz ni su aliento. Lo aguardó subido sobre una roca una hora, una hora y diez minutos. Nada. Maldijo, lanzó su piolet contra una piedra y volvió a maldecir. Eran 200 metros los que le hacían falta, nada más y nada menos que eso. Doscientos metros que eran su vida, las promesas a su padre, a su hija Salomé, al espíritu de su amigo Lenin Granados. Cuántas veces me mataron, cuantas veces me morí, sin embargo estoy aquí, resucitando, gracias doy a la desgracia y a la mano con puñal, porque me mató tan mal, habría podido canturrear allá arriba.

Y sin embargo bajó. Tuvo que bajar, y bajar, lo intuía, era seguramente olvidarse de la cumbre del Cho Oyu. Olvidarse de él. Bajó en busca de algún rastro de su compañero Gonzalo Ospina. O a él, pero no encontró ni huellas ni luces. Nevaba. El viento y la altura y los cuarenta grados bajo cero le pesaban, pero ya a esa hora, cuatro de la madrugada, solo sentía miedo, el miedo de la tragedia, el miedo de la muerte. Buscaba. Iba en zigzag para que no se le escapara un metro de terreno. Su linterna alumbraba cada peñasco, cada grieta, cada promontorio. Recordó que Ospina no le había contestado casi nada antes de salir. Cuando él le dijo que ya era la hora, doce en punto, que hacía frío, que lo esperaba afuera, no le respondió. O si respondió fue apenas con monosílabos. Él no se dio cuenta.  La ansiedad lo había desbordado.

Por eso se fue. «Me voy a marcar huella», dijo y se fue. «Yo lo espero más adelante pero no se demore». Y era cierto que cada tanto se volteaba para ver si Ospina lo seguía, pero también fue cierto que continuó y que la ansiedad lo llevó a la desesperación y a la furia. Pensó en presagios mientras seguía con su búsqueda, porque dos días antes Luis Alberto Camargo y Roberto Ariano se habían molestado con Ruiz, el líder de aquella expedición, pues se había opuesto a que intentaran llegar a la cumbre solos. Camargo, incluso, había desistido del todo de hacerlo. Ese podía ser un mal presagio, pensó, y concluyó que aquel malestar lo había influido a él por algún lado y de alguna manera, de ahí su enojo. Se justificó.

Y se detuvo. Y respiró profundo, con el estómago, como le había enseñado Lucho Camargo, y siguió en su descenso por entre las piedras, en tinieblas, hasta que se tropezó casi de espaldas con una de su tamaño. Era Ospina, pero un Gonzalo Ospina de hielo, una estatua de hielo en posición de avanzada, con un brazo hacia adelante y un bastón en una mano, y la otra aferrada a su piolet. Nelson Cardona lo tocó. Le dio golpes con los nudillos. Le habló, le gritó, le imploró que dijera algo, que le hiciera alguna señal, que le mostrara que estaba vivo, lo abofeteó, pero Ospina era hielo, hielo y nada más que hielo. Se había congelado. Cómo, dónde, cuándo, por qué. Cardona no tenía tiempo para buscar respuestas. Se lo ató a su cuerpo con un cordino y encendió la radio para comunicarle a Ruiz lo que ocurría.

Recorrió los cuatrocientos metros de bajada, aseguró su cuerda contra un peñasco para que Ospina no se deslizara y se metió en la carpa por un angosto recodo que daba a un barranco. Se quitó los guantes exponiéndose a las heladas, pero tenía que quitarle a Ospina los crampones y sacarse los suyos. Recordó que un año antes, en el Manaslu, Ospina le había ofrecido su bastón y su vida para salvarlo en la Cascada de Hielo. Ahora todo era al contrario. Habló de nuevo con Ruiz, quien le dijo que el médico, Carlos Rodríguez, ya había salido de campo uno a encontrarse con ellos. Podían ser doce horas, tal vez algo más de recorrido. A las cinco de la madrugada Ospina comenzó a vomitar negro. Cardona le rogaba. «No te me mueras, Gonzo, mirá que tu esposa te espera, pensá en Isabelita, tu hija que te quiere». Por momentos reaccionaba, más que nada cuando oía el nombre de su hija.

Cardona pensó en bajar hasta el campo dos por oxígeno, pero hizo cuentas, tres horas de ida y otras cuatro de regreso o más, y comprendió que Ospina no resistiría. Decidió llevárselo. Habló con Ruiz y le expuso su idea. Ruiz le dio vía libre. Lo sacó de la carpa y lo arrastró unos metros mientras le hablaba. En la medida en que descendían Ospina se sentía un poco mejor, pero estaba débil, y en su debilidad lo único que deseaba era dormir, quedarse tirado por ahí y no despertar nunca más. Le decía a Cardona que se fuera, que se salvara él, que lo dejara. Por algunos pasadizos muy inclinados y demasiado estrechos para dos hombres tuvo que cargarlo. Y así iban, así estaban cuando se toparon con una expedición que subía. Les dieron agua, solo agua. Quizá no entendieron lo que ocurría o no quisieron entender, quién sabe.

Sobre el mediodía, por fin, se encontraron con el médico, que le inyectó a Ospina un diurético, dexametasona decadrón. Ospina mejoraba y Cardona se aliviaba. Sin embargo, su alivio iba desnudándole sus excesos, sus equivocaciones, porque había olvidado protegerse las manos cuando se quitó los guantes para auxiliar a su compañero y ahora las tenía rojas, y en medio de la tensión, tampoco había tomado agua. «Me siento mal, muy mal, excúsenme que los deje», les dijo a Rodríguez, a Ospina y a los sherpas. Se fue. Apenas llegó al campamento base se encontró con Ruiz y le relató su odisea. Ruiz lo escuchó intercalando alguna que otra pregunta. Al final le dijo, «Hermano, tiene cinco días para recuperarse, vamos de nuevo por la cumbre». «A mí, la verdad, no me quedaban ánimos para nada», confesaría Cardona.

Con las horas fue cambiando de opinión. Tomó sopas durante cinco días, durmió, descansó, y al quinto día, según los designios de las montañas, volvió a ascender de la mano de Juan Pablo Ruiz y Roberto Ariano, y subió con ellos por los caminos que ya había recorrido hasta que llegó a la banda amarilla, donde se desató un temporal que arrasaba con todo. Se refugiaron detrás de una roca algo más de una hora y allí aguardaron a que los vientos les dieran permiso de continuar. Cuando amainaron los ventarrones subieron hasta la cumbre del Cho Oyu. Era el único punto desde donde se ve la cima del Everest, inmaculada, perfecta y desafiante, a cientos de kilómetros sobre miles de abismos y de historias. «El siguiente sueño está enfrente nuestro», dijo Ruiz, y clavó la bandera en la cumbre y encima del piolet dejó su guante. El viento se lo llevó dos, tres, cinco metros, y el guante voló y dio tumbos, hasta que Cardona lo recuperó.

  • Este texto hace parte del libro 8.848, Everest, Sueño de uno, sueño de todos, firmado por Juan Pablo Ruiz, Marcelo Arbeláez, nelson Cardona y Fernando Araújo Vélez, editado por Alfaguara, que narra la vida y obra de Nelson Cardona, quien subió a la cima del Everest en el 2010, convirtiéndose en el tercer limitado físico que lo logra en la historia. Lo publicamos para explicar lo que puede ocurrir en las alturas, a raíz del alud que sepultó a nueve alpinistas el miércoles pasado en en el Mont Maudit, en la parte francesa del macizo del Mont-Blanc.

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