Juan Villamil (*)
Evocando a Virginia Woolf, podemos decir que la política colombiana cumple tres funciones: desafortunadamente nadie las conoce. Pero si intentáramos a la fuerza e inspirados en las recientes elecciones regionales descifrar una, tan solo una función, esa sería dividir. Y eso no tiene sentido. La existencia de la democracia pretende hacer sentir a todos satisfechos, representados, de algún modo contentos. Sin embargo, la democracia colombiana opera de alguna extraña y corrompida manera hasta hacer sentir a todos vulnerados.
Esa división, palpitante en todas las regiones, pude fotografiarla en un pequeño pueblo de Santander, al que se llega por una enrevesada carretera solo pavimentada a cortos trechos -uno por alcalde-, y en el que todavía se vive en un suspendido modelo feudalista. El pueblo, Guadalupe, ostenta una historia de cerca de 300 años, tres visitas de Simón Bolívar (hay un error ortográfico en la placa conmemorativa, dicho sea de paso), una virgen de Guadalupe en su escudo y un bello poema por himno. Se trata, intento decir, de un pueblo promedio de un país corrupto, en la praxis poco laico y en el que los recursos están cada cuatro años peor distribuidos.
En esas consideraciones, y en un pasado de resistencia (Guadalupe fue conservador entre liberales en esa atroz época de la violencia partidista), podrían estar las causas por las que en un pueblo inferior al tamaño de La Candelaria, en Bogotá, seguidores de uno y otro candidato se vigilaban las 24 horas del día. Porque había denuncias silenciosas de compra de votos. Porque había miedo de que el alcalde actual, partidario del candidato perdedor, pudiera influir en las votaciones. Porque si bien la ley estipula que no puede haber publicidad una semana antes de las elecciones, y si bien la ley seca prohíbe la venta de licor, a Guadalupe esas leyes toman tiempo en llegar… y llegan cuando ya es tarde.
A pesar de las denuncias, y esto lo digo con la autoridad de quien en todo momento observó el trabajo de la Registraduría, puedo asegurar que no hubo injerencia de uno u otro partido en el proceso electoral. Es decir: hubo, naturalmente, un ganador y un perdedor. Hubo división. Y al cabo de esa división, amenazas. Mientras unos celebraban, otros venían, se aglomeraban afuera del breve edificio y lanzaban insultos a diestro y siniestro. De su escandalosa derrota (52 votos de diferencia) alguien era culpable: el candidato, el alcalde, el registrador, la fuerza pública o, por qué no, los periodistas. ¡Claro: la prensa! Maldita prensa que declaró al otro candidato vencedor, y no al nuestro. Maldita prensa que, citando al Sargento Gómez, segundo al mando en el pueblo, “¡qué carajo tiene que venir a hacer a Guadalupe!”
La situación, la de los hombres enardecidos pidiendo nuestras cabezas, amenazando con incendiar los autos, me pareció inspiradora desde el otro lado de la reja. Los imaginaba atravesándola, viniendo por nosotros, devorándonos a pedazos. Pero en seguida recordé que esa historia ya fue escrita: se titula Las ménades, del nadie más ni nadie menos que Julio Cortázar. Entonces vino la tristeza; no era inspirador, solo peligroso.
Y Guadalupe, dicho sea también de paso, no es un pueblo peligroso. Solo colombiano.
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(*) Colaborador.