Poesía Completa, de editorial Alfaguara, reúne todos los poemas del Nobel José Saramago, comenzando por Palabras Posibles, su primer libro, pasando por Probablemente Alegría, publicado en 1970, y terminando con El año de 1993.
Fernando Araújo Vélez *
Sin que lo mataran, sin que los gendarmes totalitarios hubieran ido a casa de un amigo para torturarlo y luego acribillarlo, sin que hubiese escrito “A las cinco en punto de la tarde/ Un ataúd con ruedas en la cama a las cinco de la tarde”, José Saramago fue, de alguna manera, Federico García Lorca. Sufrió por él, lloró por él, amó sus batallas, sus derrotas, sus palabras, pues García Lorca fue poeta más allá de sus poemas, como él. “Se puede ser poeta y no haber escrito nunca un poema. En el fondo, ser poeta es tener una mirada, un sentir, que esa mirada pueda después expresarse en palabras, bueno, el poema está ahí para probar que el señor que lo escribió es un poeta. Pero puede ocurrir que ese señor no tenga la capacidad expresiva suficiente para pasar un poema que siente, y a pesar de eso es un poeta”.
“He sido poeta alguna veces”, admitió años atrás Saramago, medio irónico, como si escribir “Somos cuentos de cuentos contando cuentos, nada”, fuera una máscara de poner y quitar según las circunstancias. Sus datos dicen que fue poeta toda la vida, desde aquella vez cuando su madre le regaló un desmembrado libro titulado Misterio de un Mohíno para celebrarle con ese poco o mucho de dignidad de los pobres su cumpleaños número 11. Sus primeros versos los publicó a los 44 años. Se llamaban Os poemas Possiveis. Allí hablaba de anhelos y compromisos viejos, muy viejos, de cuando era adolescente, casi adulto y creía que algún día sería posible decirlo todo. “Que quien se calla cuanto me callé/ No se podrá morir sin decirlo todo.”
Ya por aquel entonces, Saramago sufría la dictadura de Antonio Oliveira Salazar. Redactaba panfletos en contra de quien se asociaba con Hitler y Franco bajo el pretexto de saldar la deuda externa portuguesa, y se reunía con algunos “camaradas” en descarados sótanos donde la policía no los pudiera encontrar. Uno de los postulados más importantes de la dictadura era acabar con cualquier indicio de oposición, por más leve que pareciera. Saramago estaba en todas las listas negras de los servicios de secretos de inteligencia. Su pecado oficial, haber elogiado a García Lorca, a Miguel Hernández y a Machado. “Que quien se calla cuanto callé/No se podrá morir sin decir todo.” Sus propias palabras lo perseguían. Eran su sombra, su ilusión y su deber.
Con ellas relató hasta la sociedad que en la Guerra Civil española, 36 al 39, y en las posteriores, Miguel Hernández tuvo que enfrentarse con lo que pudiera a las tropas de Franco. Era republicano, hacía parte del 5° Regimiento. Se escondió, buscó en Portugal un respiro que no encontró. Fue delatado, terminó en prisión. Escribía “que tenemos que hablar de muchas cosas, compañeros del alma tan temprano” en oscuros socavones, y “llegó con tres heridas, la del amor, la de la vida y la de la muerte” tras las rejas siempre convencido de que las palabras serían a la larga más fuertes que las balas.
Por otros puntos geográficos pero con la misma convicción vivía Antonio Machado. Iba hacia el sur escapando de Franco y de su gente, e incluso de su propio hermano Manuel, quien en un arrebato del que se arrepentiría el resto de si vida le escribió al Generalísimo “Al sable del Caudillo”. Antonio murió en un pueblito francés, olvidado y dolido. Saramago lo rescató 27 años más tarde en el prólogo de sus Palabras Posibles. Luego escribiría que para tocar el infinito, al español sólo le había faltado tiempo.
Cuando Saramago se afilió al Partido Comunista Portugués, 1969, sus ilusiones empezaban a debilitarse. Buscaba fuerzas en García Lorza, en Hernández y en Machado, en los campesinos oprimidos de su pueblo, Azinhaga de Ribatejo, en sus propios escritos, y en Fernando Pessoam pero la realidad era más dura. Casi que inflexible. “Lo que es, es, y lo que está, está –decía-. En La Sagrada Familia de Marx y Engels, hay una frase que yo cito con demasiada frecuencia porque es ejemplar. Y a mí me sorprende que el debate de ideas y el debate sobre las soluciones que se pueden encontrar, incluso en el debate interior del propio socialismo, no pase, esencialmente, por palabras tan sencillas como esas. Ellos escribieron: “Si el hombre es formado por las circunstancias, entonces, hay que formar las circunstancias humanamente”. Claro que el capitalismo no forma circunstancias humanamente, ya lo sabemos, pero hay que soportar la evidencia que tampoco el socialismo ha creado los elementos y las circunstancias necesarias para formar al hombre. Y en esto estamos. Ahora vienen las consecuencias. Una de ellas es la debilidad del movimiento sindical internacional. Se sientan a la mesa de negociaciones para implorar, no ya para exigir, para implorar un aumento de sueldo”.
Crear, inventar, perderse en sus propios mundos, en su fantasía, era en un principio de solución para seguir viviendo, quizá para siempre. Por eso ya rondaban por ahí el Evangelio según Jesucristo, el Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres y el Año de la muerte de Ricardo Reiss, su homenaje a Pessoa. En 1935, el personaje de Ricardo Reiss vivía en Brasil, donde Pessoa lo había abandonado “con las prisas de su propia muerte, que por entonces llega”, como diría en 1999 el catedrático José Luis Santos, de la Universidad de Coimbra. Fue un descuido que llevaría a Saramago, un niño serio y melancólico a la sazón, que no había aprendido aún de Aristóteles que la melancolía es el precio de la inteligencia, y que ignoraba, obviamente, el paradero de Ricardo Reis, a averiguarlo muchos años más tarde, a rescatarlo de aquella insólita orfandad, y a certificar su vuelta a Portugal, a la Lisboa entonces entristecida por la dictadura salazarista, que duró 36 años, y desde la que llegarían rumores de armas que ya presagiaban la guerra civil española. Fue la recuperación de aquel heterónimo expatriado el eslabón que unió a Saramago, por libre decisión de éste, con la tradición pessoana.
Allí, Saramago hablaba con Pessoa, discutía con él. “Solitario es estar donde ni nosotros mismos estamos”, le replicaba, creyendo que así lo silenciaría. Sin embargo, Pessoa jamás se iba, simplemente porque siempre fue el poeta que le mostró el camino, el referente sobre todos los referentes. Amor, odio, ternura y alivio. En últimos, quién lo convenció de que “Somos cuentos de cuentos, contando cuentos, nada”.
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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online. Tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos del periódico El Espectador. Apasionado por el fútbol, siente una devoción por Argentina y las baladas.