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La vanidad genial de Truman Capote

Truman Capote (1959)

Hace tres décadas falleció el periodista estadounidense, que escribió obras reconocidas como ‘A sangre fría’, ‘Música para camaleones’ y ‘Desayuno en Tiffany’s’. Adorador de sí mismo, Capote fue escritor por decisión y célebre por voluntad propia. Su vida combina la genialidad con el narcisismo.

Juan David Torres Duarte

No subía a un avión si había en él dos monjas; no llamaba a amigos cuyos números traían mala suerte; no terminaba o empezaba nada —un libro, una forma de la poesía, un delirio en medio del alcohol— los viernes; su caneca de la basura no podía exceder un número exacto de cajas de cigarrillos: tres; no aceptaba una habitación de hotel con un número malhabido por la misma razón que no llamaba a sus amigos: por la superstición, el detalle del azar que él eludía controlar. Truman Capote creía que aquellas supersticiones —el número en la habitación o en un teléfono, dos monjas en un vuelo, la suerte umbría de los viernes— eran uno de sus caprichos, quizá el más terco y persistente. Para un hombre cuya vida parece calculada por la razón y la decisión, la superstición resultaba un capricho imprescindible.

Porque azar no hubo, o hubo muy poco y fue breve. En 1943, cuando se graduó de la escuela, se prometió entrar de nuevo a un salón de clases. Lo cumplió. Desde entonces, cuando apenas contaba la segunda decena de su vida, Truman Capote decidió ser escritor por pura voluntad. No por destino, no por predestinación: ser escritor fue para Capote uno de los modos más certeros de la voluntad. Su dictado, más que una imposición, suena a disciplina: “Si conoces las técnicas (de narración), todo está bien; si no, apréndelas”.

Truman Capote nació sin ser escritor: se crio como uno. Empezó a escribir a los 11 años del mismo modo —recordaba en una entrevista con The Paris Review de 1957— en que cualquier niño tocaría el violín o aprendería a pintar: tres horas diarias dedicadas a la escritura en el cuarto de su casa, donde vivía con su madre —cuando estaba— o con alguno de sus padrastros —cuando estaba—. Desde temprano, Capote supo qué significaba el movimiento porque jamás tuvo un hogar fijo y cambió de colegio una y mil veces (su odio venía, también, de esa constante e innecesaria metamorfosis de una escuela a otra). De modo que, en medio de esa frecuencia de mudanzas y partidas, Capote sólo pudo tener un hogar, aunque él jamás se refiriera a él de ese modo: la escritura.

Escribía relatos cortos, breves impresiones de su vida en la ciudad y en el pueblo. Sus profesores solían decir que era estúpido, retrasado, y pidieron a sus padres un serio análisis de su comportamiento. Un grupo de especialistas analizaron y registraron los progresos y desaciertos de su coeficiente intelectual. Una forma de la venganza vino pronto  —como suelen ser las verdaderas venganzas: espontáneas—: los médicos certificaron que Capote, el niño que prestaba poca atención en clase, era un genio. Un niño especial, en sus palabras. Capote salió de su casa como el bastardo engendro de una familia disfuncional y regresó como un genio.

Fue entonces cuando, impulsado por su genio —entidad altiva, rústica, que sirve para enconar el ánimo y también para destrozarlo—, envió relatos a varios concursos, ganó y fue aplaudido por uno y otro del mismo modo en que se prodigan los insultos: con toda sinceridad. Desde aquel tiempo, Capote se sintió como el niño preferido y escuchó alabanzas tempranas de escritores cercanos; sus cuentos eran publicados en The New Yorker y recopilados por editoriales de renombre como Random House. En la solapa de sus libros aparecía uno de sus retratos: él estaba recostado en un mueble, posando de manera erótica. Homosexual, en palabras de aquellos que saben qué es qué y cómo tiene que ser. Una mujer que caminaba por la calle con una amiga, al verlo, dijo: “Te lo digo yo: sólo es un joven”. Su amiga, consternada por la fotografía, respondió: “¡Y si no es joven, de seguro es peligroso!”

Capote siempre gustó de llamar la atención, deseaba las felicitaciones como Baco deseaba el vino. “Antes de la publicación (de uno de mis libros), y si tengo el juicio de personas en quienes confío, la crítica en verdad ayuda —dijo en The Paris Review—. Pero una vez publicado, todo lo que deseo leer o escuchar es alabanzas”. Las críticas le movían a nada, pero los golpes en el hombro y las sonrisas impúdicas generaban en él una suerte de felicidad exacerbada. Capote fue —hasta su muerte a los 59 años, en 1984— un niño ingenioso y vanidoso, perspicaz y narcisista.

Esa misma personalidad, caótica a su modo, alentó libros como A sangre fría —resultado de una investigación de cinco años sobre un crimen que, en principio, parecía insignificante—, Música para camaleones y Desayuno en Tiffany’s. Libros que conjugan emociones personales, autobiografía, profundidad psicológica, atenuación mística. “Creo que mi método ficcional es también independiente (del método periodístico). Las emociones me hacen perder el control de la escritura: tengo que exacerbarlas antes de que me sienta clínicamente preparado para analizarlas y proyectarlas, y hasta donde sé ésa es una de las leyes para encontrar la verdadera técnica. Si mi ficción parece más personal es porque depende del área más cercana y reveladora de un artista: su imaginación (…) Mi propia teoría es que un escritor debe primero considerar su ingenio y secar sus lágrimas mucho antes de producir reacciones similares en los lectores”.

Y llegaron, con la fama, el alcoholismo y cierta pérdida de razón. En los años 70, cuando ya Capote era Capote, el whisky iba y venía y en esos años recordaba cuando, a los 15 años, se equipó con una nevera llena de licor que tomaba poco antes de comenzar a escribir. Luego bajaba al comedor de su casa y todos sabían que olía a trago, a esa forma del abismo, pero nadie decía. Alguien, en su familia, solía decir: “Si no supiera quién es, pensaría que está por completo borracho”. Años después fueron las drogas, y bajo su efecto escribió parte de sus libros, como un experimento. Un experimento fue su sexualidad y un experimento fue la vanidosa creación de su imagen genial, entregada a la celebración de la existencia a través de su propia exacerbación. De su eliminación, de su destrucción: sólo de allí podía nacer Capote.

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