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La tristeza de mamá

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Luisa María Rendón

Hay un relato que lo tengo guardado en la memoria y lo llevo atravesado  en la garganta como si no dejara que se relatara. Es como ese verso de la noche de Eduardo Galeano,  o como el verso de la canción  de Marwan que escucho para susurrarle al viento mis tristezas. A estos versos quisiera llamarle la tristeza más grande, algo así como la tristeza de mamá.

La tarde en la que sentí que debía liberarme de estas letras fue el día sábado 21 aproximadamente entre las tres y el resto del día. Había unos ojos que me reclamaban por prender el suiche de mi moto y acelerar sin hacer ninguna pregunta, una persona que esperaba sentir el viento del día oscuro que apremiaba con una nostalgia en el gris del cielo; había una persona que esperaba encontrar para no abandonar la esperanza, encontrar un abrazo en esa tormenta para lograr reconstruir la primavera.

Era sábado y el pueblo de Rionegro lo sabía, en especial el sector de la galería lo sentía. Entrar por una de sus esquinas y escuchar una alarma que para mí significaba alerta, claro, como cualquiera alarma en mi vida; pero esta no significaba alerta ni miedo para los que estaban en el sector, significaba gozo,  deleite,  significaba abandonarse ante la lujuria y el placer por un rato y por algunos pesos.  Qué penoso sería volver a los temas de las prostitutas y dejarlas de nuevo como las enemigas de la vida de parejas, o como las súper heroínas que propician los placeres que la calle les reclama; eso les toca a otros escritores y a otros momentos. Este escrito es de la tristeza más grande, es de la tristeza de mamá.
Luego de escuchar la alarma y pasar en la moto por ahí con mi pasajera, escuché la canción de J. Balvin  y vi a un montón de señores mientras cargaban y escogían las papas y la comida para su semana, bailar y bajar los bultos para cantar “Sigue bailando mami no pare, acércate a mi pantalón, dale” . Ese muchacho sí que ha hecho bailar a todos, qué cosa tan jodida eso de pegar letras, ponerle un “buen” ritmo y sacarla al aire. Pero bueno, eso también es para los otros escritores, yo seguiré en la tristeza más grande.

Luego de dar un recorrido constante por los alrededores de la galería, nos dirigimos a un lugar en donde la contaminación no viene sólo por lo que se arroja, sino por lo que en lugar se hace y se cultiva, lo que el espacio y la vida misma hacen de cada persona que está habitando ese lugar en la tierra.  Esta zona para muchos es sólo un camino, para otros el terror de ser atracados y para otros, el lugar donde se decidió  procrastinar la vida, sus deseos más grandes y sus sueños.
En uno de los puentes de Rionegro se encuentra la tristeza más grande de mamá. Ahí está su corazón dejando de dar vida a su cuerpo ante cada golpe, ante cada sobresalto por una palabra dicha o ante cualquier dolor  por abuso excesivo de autoridad. En ese puente también está la manipulación de ella, su manera de subirse la presión y su llanto en silencio en las madrugadas.

Llegar a ese puente significó no buscar una salida de angustia sino presionar al corazón para que siguiera buscando alternativas de olvido, significó decirle a los ojos que debían llorar para dejar a un lado esa presión del pecho y sentir la agonía del estómago.  Lo peor fue no encontrar esa esperanza con la que salió de la casa, sentir de nuevo la obligación de montarse en esa moto y esperar de camino hasta la casa el encuentro de esa ilusión, o el grito que demostrara que seguía vivo, que podían irse para la casa a armar la navidad sin ningún problema, sin la necesidad de tener una pipa en la mano o un tarro de sacol que lo indujera a olvidarse de la vida.

La tristeza de mamá se llama hijo, se llama hermano, se llama primo, se llama familia, se llama habitante de calle, se llama ladrón, se llama aparecido; se llama como a cualquiera se le ocurra en el momento. La tristeza de mamá no se le quita sino cuando lo siente a su lado, cuando siente que le puede seguir brindando protección como en su vientre, se le quita cuando no está debajo de un puente esperando que caiga la “vida” para lograr consumir droga.

Esta historia no sólo le pertenece a quien la ha escrito y quien fue protagónico en ella, le pertenece a los colombianos que viven en la calle y tienen familia, a los otros que les han arrebatado la esperanza con una bala porque es más barata que un centro de rehabilitación. Esta historia no es mía porque la escribo, es de todos porque la saben sentir.

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