
Manuel Dueñas Peluffo (*)
25 años después, el poeta argentino Daniel Samoilovich celebra la existencia de “Dario de poesía”, la revista literaria que dirige.
Afuera, apenas mirando hacia la calle, Daniel Samoilovich espera. Tiene la barba descuidada, y los ojos hondos y claros. Mira con extrañeza, con el gesto apenas justo. En medio de la ciudad, en medio del caos disciplinado y sistemático de la ciudad, parece abstraído. Ensaya una sonrisa, dice “hola”. Tiene la voz ronca.
Da la impresión de ser tosco, Samoilovich. O de que, después de esa primera impresión, hay algo detrás. Un poeta, digamos. Un estilo, un lirismo, unos versos largos, caleidoscópicos. Una presencia distintiva en la poesía argentina contemporánea, porque Samoilovich es porteño, y habla con sorna y calles y años.
Y dirige una revista/periódico/ensayo de poesía que se lee muy bien en Buenos Aires y algunas otras ciudades argentinas, aunque él ahora esté en Bogotá, invitado por la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, y respire el frío y la bruma de esta ciudad disciplinada y sistemática en el ruido y la belleza de las contradicciones.
La revista/periódico/ensayo de poesía se llama, curiosamente, diario. No podía ser ninguna de las anteriores, porque se trata de palabras restrictivas, tal vez demasiado uniformes. La palabra “diario” es, en cambio, ambigua, estimulante, casi como llena de significados. Al lado de otra palabra, “poesía”, suena a romance, a pequeña noche iluminada. Bien mirado, puede que sea todo eso. Y también una notable aproximación (desde el periodismo, desde el ejercicio intelectual y desde la poesía misma) a la poesía y sus alrededores. Poetas y no poetas que escriben poesía y textos sobre poesía, que descubren el acto poético desde las entrañas y sus periferias.
No es poca cosa, de cualquier modo. Mucho menos cuando se cumplen 25 años en el intento, y Dario de poesía es, hoy, al menos hoy, un punto de referencia, una cota para medir aquello que es posible entender como “buena poesía” y “revista literaria”.
Y entonces Samoilovich habla:
“Para los que somos poetas, es la creación de un ámbito favorable para lo que hacemos: te mantiene en contacto con un pequeño pero consistente grupo de lectores. Hay tantas quejas de que la gente no lee… nos hemos dado el gusto de demostrar y demostrarnos a nosotros mismos que si se le ofrece a la gente algo que esté bien hecho, con un criterio amplio, como lo hacemos, se puede encontrar un grupo que se mantiene a lo largo del tiempo”.
Lo dice con convicción, pero sin afán, como tomándose el tiempo para calcular —como en la poesía— cada palabra. Una tirada nacional de 5 mil ejemplares, casi 6 mil lectores cada edición. Y la distribución, como en un gesto romántico, fuera de tiempo, rabiosamente porteño, en los kioscos mismos, en la artesanía de ir de mano en mano. Como la poesía misma, que tiene versos incontestables, intransferibles, a los que siempre hay que volver, como ese nicho de lectores que cada cierto tiempo busca, ojea y compra. Y lee. Que el Diario de poesía se sostenga con lo que se produce en esas ventas es, probablemente, un gesto de pureza, de valor absoluto. Que nadie cobre en la redacción habla de ese desprendimiento, de esa necesidad convertida en símbolo. Porque hay rasgos distintivos, elementos que hacen que el diario (aproximadamente un periódico, una revista y un poemario) sea el Diario.
Y Samoilovich continúa:
“Muchas cosas que salen en el diario podrían salir en otro lado. No hay duda sobre eso. Pero el tema es un poco la mezcla de poesía con ensayo sobre poesía con algo de noticia sobre poesía: ese tipo de equilibrio. Y después los textos largos. Podemos publicar un reportaje de cuatro páginas, unos 50 mil caracteres. Es algo impublicable en otro medio. Un reportaje largo, por no hablar de un poema largo. Pero incluso una página normal del diario, con 240 versos, ya es una rareza entre las revistas de literatura”.
Esa mezcla parece estar motivada por una razón fundamental: la necesidad de elaborar un discurso sobre la poesía, cualquiera que sea. Y encontrar poesía en esos lugares inusuales, en esas zonas de libre tránsito. Y comprobar que, de muchas formas, los caminos están cruzados. La intención de abarcar, de totalizar, tiene que ver con asumir que las ideas están en cualquier parte, en cualquier género, en cualquier generación.
En alguna época, Diario de poesía fue considerada como el lugar en el que una generación de poetas argentinos pudo expresarse. Después de aquel tiempo (y hay que pensar en nombres como Martín Gambarrotta y Washington Cucurto), el diario siguió existiendo. No hay demasiados prejuicios, no hay demasiadas modas. Publicar a Juan José Saer, al conocido Juan José Saer, valía la pena por alguna reflexión o por algún poema inédito. Publicar a Aurelio Arturo, al poco conocido Aurelio Arturo, tenía sentido para que lo conocieran nuevos lectores Argentinos. Publicar a José Manuel Arango, para que incluso los colombianos encontraran poemas y formas inéditas.
Misión no exactamente declarada, Diario de poesía ha buscado combatir lo que el mismo Samoilovich llama “balcanización”: el aislamiento, ese diálogo de sordos y de ciegos que suele ser nuestro continente. Por esa razón, solo por esa razón, es razonable que desde Buenos Aires pueda leerse un dossier de poetas venezolanos. Ese impulso universal, que desconoce olímpicamente las fronteras (geográficas o no), está en el centro de la publicación: la define, la empuja hacia adelante.
Hace que sea posible soportar la historia económica reciente de Argentina.
Las crisis, sobre todo las crisis. La del último Alfonsín, poco después del regreso de la democracia (y de la Ley de punto final, que indultaba a los militares de la dictadura y por la que el diario publicó una enérgica editorial); la del primer Menen, cuando Argentina empezaba a ser un país del primer mundo, y la de principios de siglo, cuando la gente quiso que se fueran todos, y Samoilovich encargaba el papel y tenía que esperar días para saber el precio, y el diario pareció irse a pique, al menos en el tiempo en que dejó de aparecer.
“Debimos haber perdido un número en cada una”, dice.
Y debieron probarse que era posible. Aun 25 años y Argentina después.
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(*) Periodista de El Espectador.