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La plañidera

Mirror mirror, Flickr, IDIAY
Mirror mirror, Flickr, IDIAY

A J.O.M., el verdadero territorio de los sueños.

Laura Juliana Muñoz *

Después de notar que yo estaba simultáneamente feliz y lúcido, una conjunción no sólo rara sino imposible, ella también quiso sentir lo mismo. Pero no podía. Su trabajo era llorar durante tres días con sus noches la muerte de Eliseo Amado, el viejo más huraño de Juiz de Fora. En cambio yo estaba allí porque quería, porque me regocijaba en la constatación de que al hombre que maté, por fin, se lo engullía la tierra.
Ana Elisa, la plañidera, era un pequeño fantasma al que nadie determinaba, salvo yo. Era como uno de los tantos velones de las jornadas de réquiem en la Catedral de San Antonio y sus sollozos se parecían más al silencio grato que a las notas de la marcha fúnebre de Chopin cuando recaen pesadas sobre el órgano de la iglesia.

Su tez bañada en polvo blanco, sus labios de papel mantequilla como para calcar el cielo, su cabellera de hilo de seda, sus manos de enana ligera, su pecho de paloma asustada, su cintura imperceptible bajo una falda sin enaguas… aunque todo en ella me inspiraba la compasión ante la orfandad, las comadronas zalameras la detestaban, y la hacían detestar, por ganarse la vida llorando.

Este oficio se equiparaba al de las prostitutas, pues “fingir un dolor es como simular un orgasmo”, cotilleaban. Luego agregaban que seguro sacaba fuerzas para el llanto recordando clandestinos amoríos. De ser así, Ana Elisa ya se habría acostado con medio millar de ausentes, entre hombres, mujeres y niños, a sus insuficientes 16 años. Y la repudiaban, sobre todo, por apatía ante el sufrimiento. Por algo se acogían sin falta a cada carnaval de tambores y voluptuosidades.

La Carpideira de Juiz de Fora fue notificada del deceso de Amado en la madrugada del martes 16 de abril de 1912 por el obispo Louis Lobato. De inmediato emprendió un ritual para preparar el duelo. Cerró las cortinas de la única ventana de su pocilga de bahareque, recogió los calzones que siempre colgaba en un solitario alambre y dispuso un paño negro, ya con algunos agujeros de polilla, en la puerta.

Alguna vez le escuché al obispo Lobato, el único que charlaba con ella gracias a la intermediación sin compromisos del confesionario, que aquella faena la había heredado sin remedio en Galerazamba, el pequeño corregimiento del Caribe colombiano donde nació.

Allá Ana Elisa aprendió a guardar las apariencias incluso en el limbo de la clase pudiente y a marcar el ritmo para sollozar con decoro. También era la única persona a la que le alcanzaban las lágrimas para tantos días de luto. Para eso, decían terceros, sólo bebía en las mañanas sal marina disuelta en agua. Aunque nunca nadie la vio siquiera probar bocado.

Sin ella, creían todos por tradición, llegaría el ángel de la muerte y se daría cuenta de que la persona en vida no tenía el afecto de sus coterráneos y que por eso no merecía apelación alguna en el juicio final.

Brasil la recibió a los 14 años, luego del cruento destierro de plomo y machete en el que sólo le sobrevivió una tía que, meses después, murió de coto por la sal en ayunas. O, al menos, así se rumoraba.

Ese martes se me antojó averiguar cómo se iba a preparar Ana Elisa para inventarse un hondo sentimiento de lástima por Eliseo Amado, el único ser que, seguramente, podía desatar en tan noble y sufrida criatura una borrasca de improperios a cuenta de casi un centenar de noches en que la violó, mientras yo sólo podía guardar la terrorífica clandestinidad. Por negar en su condición de alcalde firmar el decreto para reconocer su trabajo como uno digno de servicios sociales o de cualquier mísera pensión. Por obstruir la llegada de un dinero del gobierno colombiano por la reparación de la catástrofe que la desplazó de su tierra. O, si no por ella, por los sumados agravios con que los ciudadanos explicaban sus desgracias.

Lo primero que hizo fue calentarse las manos en el fogón, un hábito que tenía para quitarse el frío que acompañaba a la muerte. Luego mezcló las sobras de las colonias que le regalaban por lavar ropa cuando tenía tiempo porque a nadie se le daba la gana de perecer, hasta obtener un insoportable pachulí que se untó por detrás de las orejas.

Pude averiguar más gracias a una teja mal puesta que descubrí hace años cuando me propuse amarla. Se desvistió y escrutó a sí misma frente a un largo espejo que tenía al lado izquierdo del colchón sin cama. Se quedó un largo rato en sus ojos hinchados de costumbre. Un par de segundos en los labios que mordía hasta la sangre, síntoma de la ansiedad o de una abrumadora felicidad que se obligó a archivar. Dos minutos en el pecho. Cuatro, en el angosto ombligo. Y un tiempo sin medida en su vagina lampiña a pesar de su adolescencia, virgen de placer, recién desprendida de un sino inmerecido. Entonces le afloraron lágrimas que le alcanzaron los pies, sólo por la lástima de ver tan claramente su miseria atravesando el reflejo.

Cuando la neblina abrió el telón de la ciudad, quedándose anclada un poco antes de llegar al Morro de Cristo, la plañidera ya estaba vestida de negro al pie del féretro con la melodía de brisa con que solía lloriquear. Llevaba, además, el mismo paño que había colgado horas antes en la entrada de su casa para que fuera el lacrimatorio de su falso desconsuelo.

Yo llegué desde antes sin ser invitado. Quería empalagarme de mi vindicta todo el tiempo que fuera posible, deleitarme con el olor de la tierra recién removida, aprenderme la quietud resignada de Eliseo, alucinar recordando el ahogo de su último aliento. Tomó meses volverme ateo para restar el peso del pecado, fraguar una muerte lenta, cazarlo solitario, viejo, confiado.

Pero la plenitud duró poco. Con la imposibilidad de Ana Elisa para compartir mi triunfo, volví a sentirme como aquel fisgón miserable que no fue capaz de rescatarla de ese mar de lágrimas, de las patrañas de una turba mal agradecida, de su sentencia al lamento eterno por la pesadumbre ajena y de encerrar su desdicha en un callado espejo.

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(*) Colaboradora.

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