Joaquín Robles Zabala *
Si me tocara definir la historia de Colombia con una palabra, escogería pasión. No por aquel comercial tonto que la Presidencia de República transmitió durante varios meses por los distintos canales de televisión, sino porque, desde el momento mismo en que se produjo el famoso grito de la independencia, ha transitado por un pedregoso camino de contradicciones, marcado por una visión monocromática del mundo que elimina las distintas tonalidades. La polémica que ha suscitado en los medios nacionales la aparición de las memorias de Ingrid Betancourt, en las que relata sus casi siete años de cautiverio en poder de las Farc, nos recuerda las razones por las que el país no ha podido superar un problema de violencia que hunde sus raíces en aquella mañana del 20 de julio de 1810.
Este síndrome, que se ha insertado en los estudios sociales y que ha sido definido como “cultura de la violencia”, no se puede definir sólo a partir de las diferencias entre ricos y pobres, que es la teoría que esgrime un grueso número de sociólogos que ha intentado darle sentido, o al menos explicar las razones del por qué en Colombia no nos morimos de viejo sino de bala, porrazos y puñaladas. García Márquez recordaba, poco después de recibir el Nobel, cómo en Colombia la cultura de la discriminación es casi un problema genético, que podríamos rastrear desde el mismísimo momento en que España puso sus pies en tierras americanas. El concepto de raza, que tanta boga ha dado la academia en las últimas décadas, no debería ser hoy un factor que determine nada, pues América Latina es quizá el lugar del planeta donde las fronteras que delimitan una raza de otra han venido desapareciendo con una velocidad pasmosa. Sin embargo, los casos que hoy publican los medios de comunicación, y que se han venido dando con frecuencia en ciudades importantes del país, nos advierten que ésta culebrita ideológica, que debió morir con el surgimiento de la modernidad, sigue tan viva como en los tiempos bíblicos.
La discriminación, como una posición que rechaza categóricamente aquello con lo cual no nos identificamos, o que nos es opuesto por naturaleza, o desconocido en último caso, se pone de manifiesto en casi todas las actividades de la vida del país. Esta posición, que toma distintas formas dependiendo de las situaciones, la podemos ver desde un acto tan simple como es la escogencia de una hoja de vida –donde lo único que se debería evaluar son las capacidades del proponente— hasta el origen y la posición familiar, la belleza física o la marca del carro.
En nuestro país, decía el fallecido maestro Germán Espinosa en una conversación que sostuvimos en su apartamento, se discrimina por todo, y se ‘rosquetea’ a todo aquel que puede movernos el piso por la sencilla razón de que se nos convierte en un rival. Es decir, en un enemigo. Y recordaba cómo él mismo había sido sometido a la satanización de una crítica literaria moldeada más por el amiguismo mezquino que por la ‘objetividad’ estética de la obra de arte. “La crítica literaria del país es pasional y amiguera, y esto la hace débil porque no se ejerce desde la perspectiva del crítico sino del amigo, del editor o de aquellos que la editorial escoge para que la hagan. Los que ejercieron con rigurosidad el oficio de críticos, están muertos”.
Fue quizá esa misma pasión la que no dejó ver el ‘monstruo literario’ en que se convertía García Márquez. La misma que lo obligó a abandonar Colombia y buscar nuevas oportunidades en el país de la ranchera. Sin duda, esa misma pasión obligó a Fernando Vallejo, uno de los grandes maestros de las letras latinoamericanas, a renunciar a la nacionalidad colombiana porque “el país [que me vio nacer] es una mala patria que me cerró las puertas para que me ganara la vida de una forma decente que no fuera en el gobierno ni en la política a la que desprecio y me puso a dormir en la calle tapándome con periódicos y junto a los desarrapados de la Carrera Séptima y a los perros abandonados, que desde entonces considero mis hermanos”.
Si esto sucede con seres excepcionales, ¿qué puede pasar entonces con aquellos que transitan en el pelotón de anónimos que es la mayoría de los colombianos? Óscar Collazos, en un reciente artículo suyo publicado en el diario El Tiempo, nos recordaba el estado de crispación, de bravuconería, de bajeza e intolerancia con “que escriben los lectores de los periódicos en sus ediciones digitales”. Este mismo estado, del que parece alimentarse una parte importante de los colombianos, es trasladado con furia criminal a los estadios de fútbol del país, a las estaciones del metro de Medellín, a los sistemas de transporte masivo, a los hogares, a los colegios, a las universidades y otros espacios de convivencia.
Es tan álgida la situación en todo el territorio nacional que la Asociación Colombina de Psiquiatría, en un intento por dar una respuesta a esa conmoción que sacude cada uno de los espacios de interacción en el país, ha realizado un estudio cuyo resultado no es nada alentador, pues, según lo revelado, cuatro de cada diez colombianos tiene problemas mentales. Es decir, un total de casi 18 millones de compatriotas sufre de algún trastorno que lo hace actuar, en muchos casos, de forma violenta frente a una situación que le puede ser adversa, o con la que, simplemente, no comparte ningún punto de vista. En este caso, como expresó el Nobel de literatura, es probable que nuestro actuar tenga mucho que ver con nuestros genes, con esa raza de salvajes que ‘descubrieron’ nuestras tierras y diseminaron su semilla deforme por todo el territorio de la América indígena. Incluso, para el periodista, crítico y escritor cubano Carlos Alberto Montaner, lo anterior quizá también pueda explicar los altos niveles de corrupción que se presentan en los gobiernos de nuestra América mestiza. Recuérdese que Hispania fue invadida, en el siglo V después de Cristo, por una horda de soldados salvajes provenientes de Roma, y los antecedentes de legalidad de los romanos siempre estuvieron en duda. Eran expertos tramoyeros –tramoyistas, dice el DRAE– que inventaban cualquier escaramuza para evadir impuestos y apropiarse de los ya existentes. Recuérdese también que un porcentaje alto de los españoles que acompañó a Colón y a otros expedicionistas en los largos viajes por el Mar del Sur, eran presidiarios que las autoridades sacaban de las cárceles para que perecieran, por cualquier motivo de la naturaleza, en algún punto del vasto océano.
Pero, como hierba mala no muere, dice un adagio, los matones sobrevivieron para mal de nuestra América, y en donde llegaron arrasaron poblaciones enteras, diezmaron la vida, redujeron a cenizas lo que no pudieron llevarse y cargaron con todo el oro que cupo en el interior de sus grandes bateas flotantes. Por lo tanto, no debería extrañarnos nada de aquello que parezca salirse de los lineamientos normales de una sociedad que no es para nada normal. ¿Cómo explicar entonces el gusto de los colombianos por engañar y que nos engañen? Por ejemplo, en el gobierno del presidente Uribe, el lema que dio lata durante mucho tiempo fue el de la meritocracia; sin embargo, en la historia reciente del país no ha habido un gobierno más corrupto y rosquero que el de la Seguridad Democrática. Definitivamente, nos encantan las historias de ciencia ficción. Quizá esto también pueda explicar las razones por las que una novela, sin méritos estéticos y literarios, obtenga un premio iberoamericano, saltando por encima de otras que, seguramente, sí lo tenga, sólo porque pertenece a un escritor o escritora reconocido.
Particularmente, tampoco entiendo por qué esa terca y poco racional insistencia de algunos de querer meter en un sólo saco las discrepancias de carácter personal en las referentes a las profesionales. Ingrid Betancourt, por ejemplo, no tiene la culpa de ser una niña rica, no tiene la culpa de haber nacido en su cunita de oro y haber tenido una bacinilla de oro. No tiene la culpa de haber sido secuestrada por un grupo irracional que le da lo mismo enviar sus toneladas de cocaína a exterior que asesinar a un grupo de indígenas indefensos. Creo que todos los secuestrados tienen derecho a demandar al Estado colombiano por irresponsable, por no salvaguardar la seguridad y la honra de sus nacionales. Lo que no tiene sentido es la rabia que muchos profesan por un libro que, por cierto, no conocen, y que es producto de una experiencia traumática, y que, por los capítulos que he leído, me parece estéticamente bien concebido, con una escritura atrapante desde las primeras líneas. No entiendo por qué no leerlo, aunque, en lo personal, no comulgue con su autor. No diferenciar la persona del profesional, es decir, lo estrictamente ideológico de la obra de arte, llevó a los académicos suecos a no concederle el premio Nobel a Borges. Es estúpido, cierto, pero así son las pasiones: irracionales.
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(*) Profesor de comunicación y literatura de la Universidad Tecnológica de Bolívar.