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La novela negra o la degradación del imperio

On the platform, reading, Flickr, moriza
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Joaquín Robles Zabala*

No sé si las novelas puedan clasificarse por colores, o  la poesía dividirse en tonalidades y subgéneros. En algunos manuales de literatura se habla de novela negra; en otros, de novela rosa. Algunos estudiosos le apuestan al término novela femenina, quizá porque piensan que la historia está hecha sólo por hombres. Quizá porque la encauzan dentro de esa realidad obvia de que son relatos escritos por mujeres. Algunos innovadores conceptuales hablan de novela equis; otros, van más allá y la califican de triple equis, para definir las novelas que pasan las fronteras del erotismo y se pasean por las orillas del porno. Incluso la industria cinematográfica, siguiendo quizá los pasos de la literatura, define ciertas películas con categorías como A, B, B15 y C, con el propósito de dejar claro qué películas pueden ver los niños y cuáles los adultos. La novela, además, es en  muchos casos infantilizada, pues encontramos en el mercado editorial historias con el  rótulo de para niños y adolescentes, pero necesariamente escritas por adultos. Julio Cortázar llegó a hablar de poesía rosa e hizo una clasificación de los lectores entre machos y hembras. Por su lado, un afamado escritor colombiano, ganador de un premio nacional de novela, definió su ópera prima como la oveja rosa de la literatura colombiana.

Borges, en una entrevista concedida a la HJCK a finales de los setenta, recordaba que su interés por la literatura nació a las siete años, y a los diez era ya un lector consumado que había leído un gran números de los libros de los maestros que lo acompañarían a lo largo de su vida: Conrad, Kafka, Chesterton, Stevenson y otros de los cuales siempre guardó gratos recuerdos. Algo similar expresó Octavio Paz: a los doce años había devorado un cuarto de los libros de una biblioteca de más de tres mil  unidades que su abuelo conservaba en una hacienda a las afueras de Ciudad de México. Juan Rulfo, por su parte, de lo único que se enorgullecía era de haber leído a los quince años todos los libros que le ayudarían a convertirse luego en un escritor de verdad. El lugar común de estos maestros, que el tiempo convertiría en puntos de referencia obligados en el amplio panorama universal de la literatura, es que durante su niñez y adolescencia habían leído con juicio crítico todo un corpus literario destinado supuestamente para lectores adultos.

Es posible que Borges haya leído El largo adiós de Raymond Chandler, o El halcón maltés de Dashiel Hammett sin saber quizá que la “crítica seria” norteamericana había empezado el juego de la clasificación, denominando a este tipo de novela con el adjetivo ‘negra’, término con el que se enmarcó un subgénero que consideraban menor, pues había tenido su origen en la segunda década del siglo XX, durante la gran depresión y el surgimiento de la ‘ley seca’, y cuyo gran lunar, según algunos críticos, era que su órgano de difusión lo constituían las famosas revistas pulp, que publicaban igualmente relatos de ciencia ficción, terror y otros que hoy se enmarcan con el rótulo de historias fantásticas.

La denominada ‘novela negra’, como la conocemos hoy, tiene su origen en los cambios socio-económicos que se dieron en los Estados Unidos entre las décadas de 1910 y 1930. En este ambiente de crisis, según John Steinbeck, lo que se produce en la mente del pueblo estadounidense es una reconversión axiológica, una transformación de los valores dominantes que menosprecia el universo burgués y opta por acercarse a una realidad social más cercana al momento histórico que se estaba viviendo: el crimen político, el canibalismo económico y los robos a mano armada a instituciones bancarias. Estos hechos, que para algunos estudiosos literarios superaban con creces la realidad ficcional, darían origen a la figura del gánster, un ser producto de la miseria, que busca crear un universo de bienestar en su comercio con el crimen y la extorsión.

Lo que la ‘crítica seria’ quizá no advirtió es que este tipo de relatos hacía un tratamiento realista de los sucesos que narraba, utilizando las técnicas de origen periodístico, un lenguaje de carácter oral pero antirretórico, un ritmo cadencioso de diálogos precisos pero recargados de argot, que tenían como espacios de desarrollo el lado oscuro de las grandes ciudades, y unos personajes que defendían con sus vidas los valores propios del ghetto. Lo que llamaba la atención de todas estas novelas, es que la acción del relato giraba siempre en torno a unos detectives despiadados, crueles y violentos, procedentes de espacios tan marginados como los que transitaban los delincuentes que perseguían.

El marginamiento de los sistemas que componen el Estado dio origen sin duda a una serie de comportamientos que estaban por fuera de la legalidad. El sistema legal es, a grosso modo, los lineamientos sobre los cuales se fijan las formas de actuar de una sociedad, pero son las condiciones de vida de los individuos las que en ocasiones lo llevan al desencanto del universo que transitan y a ubicarse por fuera de las convenciones sociales. La incertidumbre es quizá el punto de partida del desencanto, y en los años en que empieza a aparecer la denominada novela negra, los Estados Unidos atravesaba uno de los baches más  profundos de su historia: la depresión económica, producto del derrumbamiento del sistema financiero y el desplome en picada de la bolsa de Nueva York, que produjo una caída en cadena del sistema financiero mundial y el deterioro  de la banca.

El resultado de esta crisis fue, entre muchos otros, el despido masivo de miles de hombres y mujeres de sus sitios de trabajo y un aumento sin precedentes  de la delincuencia en las calles de las grandes urbes. A lo anterior se le sumarían las olas migratorias que llegaban de Europa, especialmente de países como Irlanda, Italia e Inglaterra, en busca de mejores condiciones de vida. A estas migraciones, se sumarían igualmente las judías y las latinas. El mito del sueño americano, que tenía sus bases en la fortaleza de la economía estadounidense, se vino abajo como un castillo de naipes. En Las uvas de la ira, una novela de 1939, escrita por John Steinbeck, se hace un retrato de este momento trascendental en la vida norteamericana, y nos describen cómo los campesinos y productores agrícolas eran expulsados de sus tierras y obligados a emigrar porque no podían pagar los préstamos hechos a los bancos.

La legendaria historia de Bonnie Parker y Clyde Barrow nos da quizá las claves para comprender las razones por las que esta pareja de ladrones, que protagonizó una de las historias de amor más recordadas del cine y la literatura, tuviera en su momento el gran respaldo de un sinnúmero de campesinos que habían sido víctimas del sistema legal financiero, razón que los llevó a salir del terruño y ganarse la vida pidiendo monedas en la calles de las metrópolis. Otros, ante el derrumbamiento de sus sueños, optaron por el suicidio. Los más temerarios, tomaron el rumbo de la ilegalidad y se convirtieron en seres despiadados, asesinos a sangre fría, contrabandistas de licores y de otras mercancías, que se enfrentaban a tiros en las calles con miembros de la policía, sometían a jueces y políticos y crearon un gran sistema de la ilegalidad que ha trascendido hasta hoy con el rótulo de mafia.

Como era de esperarse, la literatura no podía estar al margen de los sucesos que dominaban el ámbito social. La gran América del Norte, el gran imperio económico, había empezado a empobrecer, y la enorme tasa de corrupción política y judicial daba vida a una nueva clase de estadounidenses y a una figura relevante, surgida de los bajos fondos: el gánster, que sería retratado en novelas tan recordadas como El sueño eterno y La ventana siniestra, de Raymond Chandler, donde hace su aparición la legendaria figura del detective Phillip Marlowe, y Cosecha roja, de Dashiel Hammett. No obstante del tiempo transcurrido, la denominada novela negra sigue tan viva y activa como en la década de los veinte y treinta. La muestra de ello es la aparición en los Estados Unidos de una nueva generación de novelistas como Walter Mosley, James Ellroy y Michael Conelly, que le han dado brillo a un tipo de relato que fue considerado por algunos comentaristas literarios y escritores conocidos como narraciones menores. Fernando Savater, en este sentido, definía esta clase de novelas como “extrovertidas”, pues consideraba que su eje central era la acción por la acción, sin profundizar en los tópicos  que le daban vida. Es decir, las consideraba relatos de colores vivos, brillantes, y ritmo acelerado, que se preocupaban más por la exhibición muscular, como un fisiculturista, que profundizar en el análisis de los hechos.

Ernest Hemingway, sin embargo, un maestro de las letras universales y premio Nobel de literatura, tomó muchos elementos técnicos de estas historias y los incorporó a las suyas, haciendo grandes aportes a través de relatos como Los asesinos, considerado por García Márquez como una de las mejores piezas narracionales escritas por el novelista norteamericano.

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(*) Colaborador, profesor de literatura y comunicación de la Universidad Tecnológica de Bolívar.

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