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La mujer del tatuador

Tito-Tatuador-4

“Tus viejos temores han desaparecido. Todos los hombres serán tus víctimas”

El tatuador, Junichiro Tanizaki

Juan Fernando Aguilar Cárdenas

Nadie visitaba el lóbrego lado del río como no fuera para ver al tatuador. Pintor de la capital caído en desgracia, se había ganado su fama a pulso como mago de la tinta y de la piel. Se decía que sus obras tomaban posesión de la carne del portador, imprimiendo su espíritu. Las fieras, demonios o dragones en las espaldas, pechos y brazos de sus clientes parecían siempre a punto de resplandecer y cobrar vida. Tal era el don del tatuador.

Vivía en una cabaña al pie de las aguas. Los pinos de montaña mantenían siempre oscuro el sendero. Prefería la vida en penumbra, su esposa no. Mujer joven y todavía delicada, pasaba los días curtiéndose las manos cargando leña, lavando toallas ensangrentadas y desollando animales con un cuchillo viejo. De su esposo apenas veía el sudor de la espalda correr sobre el grabado de un anfibio carmesí mientras empuñaba la aguja y el pincel. Una noche, mientras comían, la mujer le dijo.

-Quiero que me tatúes

Una voz que jamás tendría eco. El hombre guardó silencio sin levantar la vista del plato. La tenue luz de dos velas  amenazaba con apagarse con la brisa nocturna que se filtraba por las rendijas de madera. Acariciándose los brazos frente al frío repitió la demanda.

-Quiero que me tatúes, ya es tiempo

El esposo siguió comiendo en medio del silencio. Los ojos de la muchacha se humedecieron y se volvieron espejos ante el fuego. Temblando, se mantuvo erguida mirando al hombre que tenía frente a sí, separados apenas por dos velas, pero a una distancia infranqueable. Estuvo todavía sentada mirando las llamas cuando él se levantó y se dirigió al dormitorio.

-Mañana – dijo sin voltearse

La puerta corrediza se cerró dejando una reverberación triste. Ella, pálida y frágil, pensaba qué ser de tinta querría en su cuerpo. Tomó el cuchillo y lo uso como espejo frente a su rostro. Observó el reflejo en el acero resplandeciente y lo contempló hasta que ambas velas se extinguieron. Para entonces ya había decidido.

El tatuador pasaba las mañanas sentado frente al río con los ojos cerrados. A mediodía llegaban los primeros lienzos. No entablaba conversación y no cobraba mucho. El dolor era insoportable y se esforzaba para que cada aguja penetrara con la alevosía de un animal venenoso. Pensaba que el tatuaje debía sostener un dolor semejante a un parto, en tanto que ambos eran la llegada de otra vida. La muchacha subía la pendiente con las cestas de mercado, acompañada de gritos y gemidos. Su turno llegó en la noche.

-Quiero un escorpión – dijo sobre la esterilla, con la espalda desnuda. Había dejado un cuchillo cerca, acaso como un amuleto.

Fijó  los ojos en las velas como si quisiera abrazarlas. La aguja cayó bajó el hombro quitándole el aire.  Lo intentó pero no hubo victoria. Gritó durante horas bajo las manos impasibles de su esposo. Para cuando hubo terminado ya los gritos eran estertores. Pasó una toalla sobre la espalda de su lienzo y retiró los restos de sangre y tinta. La mujer temblaba mientras se mordía el pulgar derecho.

-Mañana no salgas-dijo el hombre mientras abría la puerta para lavar las agujas en el río

Incapaz de cerrar los ojos, la mujer pensaba en el sufrimiento de las siguientes sesiones. Entre espasmos supo que su esposo había sido cruel. Empezó a reírse apretando los dientes, todavía sin parpadear. El tatuador escuchaba las carcajadas mientras se lavaba las manos. Suspiró mientras veía la tinta y la sangre oscuras, que se diluían en el río tomando la forma de una serpiente.

Pasó el día inmóvil con los ojos fijos en su esposo. Lo observó frente al río, en posición de flor de loto. Le miró la nuca como queriendo penetrarla y llegar hasta su alma, umbría como el bosque. Lo miró durante la larga jornada de trabajo. Impávidos los dos ante los gritos.

-¿Qué precio tiene el don? – había preguntado una vez un hombre con medio oso en el brazo

El tatuador guardó silencio y observó a su esposa  en la cocina cortando un conejo a la mitad. Luego enterró la aguja  con el puño.

La muchacha mantuvo su inmovilidad sin sentir hambre, sin sentir sed ni frío. El último cliente salió con un cuervo en el pecho que extendía las alas hasta los brazos. Su mirada sórdida resplandeció bajo la luna. El cuerpo enfermo y demacrado pareció echar a volar.

El tatuador pasó las yemas de sus dedos, había cicatrizado bien. Los contornos habían sido delineados. El aguijón empezaba justo bajo el hombro y la cola se enroscaba hasta la nuca. Las tenazas llegaban a la espalda baja y las líneas del vientre y las patas redondeaban las costillas.

Los gritos dieron paso a la risa. Con los ojos muy abiertos miraba las velas que la rodeaban como si fuera el altar de un rito. Los ojos lagrimeantes retenían las flamas hasta que todo se tornaba oscuro con un fulgor dorado. El esposo trabajaba en su obra ignorando los espasmos momentáneos de su mujer escorpión. Al salir de la estancia rumbo al río escuchó un movimiento brusco en la esterilla. La muchacha se había erguido y lo miraba mientras se relamía los labios buscando beber sus lágrimas. Sonreía un poco y tosía. El hombre la miró de arriba abajo, luego le dio la espalda.

-Ya puedes salir-le dijo al volver con las manos limpias – Pero debes regresar antes de la noche

La mujer se quedó sobre la esterilla mirando sus manos sudorosas. El color de su piel, níveo, habíase tornado ocre acaso por el efecto de la luz.  Abría y cerraba la boca mientras hacía sonidos con la lengua. Llena de saliva continuaba chasqueando con más fuerza y velocidad, hasta temblar. Sentía que las líneas de la espalda empezaban a arderle, como si bastase una chispa para encender al escorpión.

Deambuló por el bosque toda la mañana y parte de la tarde. Los recuerdos de las concurridas calles de la capital empezaban a desvanecerse. El padre de la hija bastarda y vendida no era ya temido, y su rostro aparecía surcado de terror. La promesa de su esposo años atrás tomaba forma. El cazador se sentía en la espalda como otro corazón, caliente y pesado.  Gritos entre los árboles. Tuvo sed, con cada gemido, cada grito, tuvo más sed. Se hizo de noche y ya se había saciado.

No reparó en la ropa manchada de sangre de su esposa, ni en las pelusas que llevaba en la boca y en las manos. Limpió el sudor frío de la espalda y se dispuso a ultimarla. Los detalles eran la transfusión final, y tomaban varios días. La aguja recorría la piel como una balsa, dejando su cuota de sufrimiento y belleza. El hombre cerraba los ojos tratando de escuchar las aguas mientras el tintero recibía la visita del filo. El crepúsculo de la obra estuvo regido por el retorno de la muchacha frágil y pálida que había pedido un escorpión. Se desmayó dejando gotear saliva entre la comisura de los labios.

Una sonrisa que sólo podía percibir su mujer se asomó en el tatuador. Los labios no tenían la confianza para dejarse ver, pero ella veía una incipiente alegría nacer en el rostro de su esposo. La sonrisa clareaba con cada penetración de la aguja. Ella, frágil todavía, se entregaba al placer de la risa. Toda la  habilidad del hombre se concentró en que los contornos fueran insufribles. Después de varias noches de estertores había abandonado los gritos, los gemidos y las risas. Soportaba las horas con estoicismo, con la expresión de quien recibe un masaje.

Puso una sábana blanca sobre la espalda ensangrentada y se fue al río. Había cancelado todas las sesiones. Dejó correr la mañana y la tarde. Se encontraba sosegado – Pronto, – dijo, – pronto- Se preguntó por los lienzos sobre los que había pintado. Se preguntó por la garra del tigre, el pico del águila, los colmillos de la serpiente, la maldición de los demonios. ¿Podría un hombre tener tal poder y salir indemne? El tatuador no se había vuelto a hacer esa pregunta. Llegada la noche se acercó a la mujer. Un escorpión de sangre se había marcado con claridad sobre la sábana. La retiró

Un tatuaje majestuoso se irguió con un grito desde la esterilla. Su aguijón se ladeaba buscando donde enterrarse. Las patas tamborileaban y las tenazas parecían sujetar algo en el aire. El hombre supo que era su obra definitiva. El animal languideció y sus tonos ocres palidecieron al desplomarse.

Pasadas unas horas lo encontró todavía dormido. Lo cargó y  lo puso con cuidado en el dormitorio. Lo vio enroscar el aguijón sobre el vientre. Los clientes no sufrieron lo que estaban acostumbrados a sufrir. No hubo gritos. Al final de la tarde el camino del río quedó más desolado y sórdido que de costumbre. La luna daba débil sombra a los pinos mientras el tatuador dejaba correr el tiempo antes de entrar.

Lo encontró sobre la mesa con varias patas cruzadas. El escorpión parecía una mujer madura de formas sensuales y ojos oscuros.

-Y yo que te veía tan imponente…ahora pareces un niño bravucón

El tatuador guardó silencio y se sentó sobre una silla. Encendió otra vela y contempló los ojos de su obra durante varios minutos. El escorpión no hablaba, apenas movía su aguijón como un gato moviendo la cola. Amaneció sin que ninguna palabra naciera entre ambos.

Dormido el animal, el tatuador continuaba trabajando. En los alrededores se había corrido el rumor de que el famoso artista pronto se retiraría a vivir con su mujer a un lugar todavía más apartado. Que quizás estaba enfermo y se iría a morir lejos. Los rumores llegaban con el río, el hombre lo había aprendido a escuchar más que a los clientes habladores. A veces pensaba en su esposa, en sus núbiles y gráciles formas; en su vida desperdiciada desde antes de nacer.

-Pareces una rana – le dijo el escorpión con forma de mujer- Una dulce y pobre ranita. Indefensa.

Se echó a reír. El reclamo de la criatura al creador. El reclamo colmado  de odio de Adán a Dios. La distancia, infranqueable, el agujero sombrío entre dos seres condenados. Tal era la situación desde siempre, tal era su camino. Amaneció.

Los rumores fueron confirmados. Las últimas sesiones concertadas obligaron al hombre trabajar día y noche durmiendo apenas  un poco por las mañanas. El escorpión salía todas las noches. Esgrimía su aguijón y se aseguraba de darle la oportunidad de matar. Regresaba siempre antes del amanecer. Se encontraba poco con su creador.  Al verlo le canturreaba antes de verlo desaparecer tras la puerta corrediza

-Rana…ranita…rana.

Luego reía.

Cuando hubo terminado, el hombre tomó unos días para descansar. Dormía al cobijo de la mujer escorpión que le acariciaba la espalda con el aguijón y le iluminaba el rostro con la vela. Lo acariciaba mientras dormía y se permitía un rasguño. Luego del descanso prolongado, el hombre se levantó.

Estuvo sentado desde el alba al atardecer luego salió al río a respirar el aire nocturno. No tenía las manos manchadas de sangre ni de tinta y los días habían pasado sin gritos ni más sonidos que el rumor del viento y del agua. Se sentía feliz

Sentados alrededor de la mesa se habían dispuesto más velas. La iluminación no dejaba de ser tenue pese a todas las llamas. Se miraron con los ojos entrecerrados, como a punto de dormirse. El tatuador cerró los ojos y sonrió con claridad. Quizás ambos recordaron mejores días, si es que alguna vez hubo. En todo caso, faltó el brindis. El aguijón derribó las velas y se enterró en el vientre del hombre. Miró los ojos blancos, la boca que no podía gritar, y lo suspendió en el aire hasta atravesarlo.

El escorpión contempló el cuerpo ya libre del don. Soltó varias carcajadas, una tras otra hasta herirse. Después se sintió lánguido entre la tenuidad de la estancia y de sus días. Un otoño perpetuo, como le había confesado su otra vida. Algo que no termina de nacer ni de morir. Sintió calma, una fragilidad dulce. Observó las llamas hacer camino entre las cortinas, la madera, el suelo. Mientras el techo se derrumbaba acercó el aguijón al vientre. Luego se abrió las entrañas con el cuchillo viejo y todavía ensangrentado.

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