
Fernando Araújo Vélez
Uno de los borrachos de aquella noche le puso una manzana sobre la cabeza y la dejó en ropa interior y liguero para que otro la pintara a su antojo. Brindaron, cantaron, se sirvieron uno y otro y otro whisky, y ella les sonreía. El pintor la dibujó un poco más alta y más mulata de lo que era y le quitó los últimos trapos que le quedaban. Le coloreó los ojos de verde, verde mar, mientras su amigo entonaba una canción, “A esa muchacha que dio a beber su piel de manzana”. Ella sonreía, y en medio de sus sonrisas pedía más whisky. Si tenía que regalarse una vez más, que fuera con licores finos, solía decirle una amiga.
La pintura seguía su curso. Del lápiz al carbón, del carbón al óleo, del color a las texturas, de las texturas y los colores y las líneas y los tragos y la música a la distorsión. Hacia la medianoche llegaron tres borrachos más y dos mujeres. Hablaban de la mejor forma de ganar las siguientes elecciones y repetían, casi en coro, que el arte de la política era el arte del engaño. El pintor y su amigo les pidieron decencia, pero la palabra, la simple palabra decencia, degeneró en voces altisonantes, insultos, y revólveres sobre una mesa. Las mujeres gritaron; luego callaron. La muchacha de la manzana amenazó con largarse. El pintor cruzó su obra con un brochazo negro y su amigo apagó la música.
Enceguecido, el mayor de los políticos agarró un revólver y disparó hacia el techo. Quería, necesitaba que lo oyeran. Silencio, gritó, y disparó de nuevo. Le ordenó a una de las mujeres que le sirviera un trago, y a la modelo, que volviera a posar con la manzana, “para mí y sólo para mí”. Le acarició una mejilla y el cuello con el dorso de su mano. Le dio un beso. “Eso sí es ser hombre”, le gritó el pintor, desafiante. El político le apuntó con el arma. “Ser hombre…”, comenzó a decir, y el ser hombre que le habían enseñado, el de tener que demostrar, el del poder, el dinero, las mujeres, las armas, el dominio, la fuerza y la victoria, lo nubló aún más. Dijo “ser hombre…”, otra vez, puso la manzana de nuevo sobre la cabeza de la muchacha, dio 10 pasos y se paró frente a ella. “Ser hombre…”, volvió a decir, “es no fallar un tiro a 10 metros”, añadió, y subió su arma. Y apuntó. Y disparó, pero la bala no dio en la manzana.