Cristo García Tapia (*)
No hay duda que soy yo.
Tiene mi misma mirada, sus pómulos y el grueso de sus caderas son los míos; sus senos macizos y alabastrinos parecen copiados de los míos; el sexo cubierto de musgo negro y brillante, es el mismo musgo que tocan las manos de prestidigitador del amante que me tumba en un sendero del Central Park, camino al MoMA, en vísperas de un invierno que empieza a desalojar el otoño de los árboles y a mudar los pájaros.
La muchacha busca con su mirada encendida los pliegues de las nalgas, el borde de los senos redondos y abultados, el promontorio celestial que emerge de entre sus piernas y ya no le queda ningún asomo de duda: es ella la muchacha que yace plácidamente en el ala izquierda del museo, entre guardias que vigilan desprevenidos y alucinadas criaturas de Dalí emergiendo del subterráneo del inconsciente.
Incluso, ese único cuello corto y perfecto que pintó Modigliani, es el suyo. Y esos labios, entre delgados y carnosos, que entreabren sus comisuras con un asomo de sonrisa, son los suyos; los reconoce por su forma de capullo del alba al abrirse que el artista captó con tanta nitidez y luminosidad.
Cuando ha comprobado que es ella, quiere gritarlo para que todas las miradas se devuelvan sobre su figura. O decir en secreto a cada uno de los que están ahí parados, frente a aquel poema del cuerpo desnudo, que ella es la misma muchacha que los ve pasar lascivos desde su placidez de odalisca. O de Venus en actitud de entrega al dios de la carne.
Que no es otra, la que ahora deambula por la sala expresionista del segundo piso y respira entrecortada mientras piensa en el jugador de manos que una hora antes, en un atajo del Central Park, le hizo un sortilegio que la cautivo hasta el delirio; que es la misma muchacha de Modigliani que cuelga en la pared; que esos ojos redondos y grandes de aceituna, que ahora quieren salirse del cuadro, son sus ojos contemplando al “poeta de la mirada”; devolviéndole su mirada de la luz y del instante.
Que nada ha cambiado desde aquella tarde azul de Enero en la que Amadeo Clemente la hizo suya en un caballete de Montmartre, entre los olores agrestes y sensuales de la trementina, poemas inconclusos y las magras raciones de pan y vino cambiadas al tendero por el boceto del día.
O por el cuadro de la próxima semana, en el que estallaba siempre la luz mediterránea del momento y un trazo firme que le confería el volumen perfecto a la sensualidad de aquel cuerpo suyo que ahora colgaba melancólico y tibio entre la bruma de un invierno que aun no agredía ni ahuyentaba a quienes llegaban de lejanos parajes a contemplarla.
Otra vez es Enero.
Y como aquella tarde que posó para la pintura que ahora tiene al frente, la muchacha de Modigliani deja escapar un sollozo y se le inundan los ojos de una agua oscura como el fondo de de la tela en la que por última vez, y para siempre, Amadeo dejo plasmado su trazo grueso y melancólico.
Y ella, aquellos labios rojos de capullo de alba y unos senos carnosos y rosados que fueron la postrer mirada de su amante; el ultimo destello de luz de aquel Enero que se volvió octubre y ahora es un invierno que empieza a desalojar el otoño y a mudar los pájaros.
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(*) Colaborador.