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La generación de la esperanza

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Ana María Ibañez*

La construcción de una Colombia en paz estará en manos de nuevos profesionales que no carguen “con la estela de dolor, desesperanza y odio de las generaciones anteriores”. Ese fue el mensaje central que a comienzos de este mes les dejó a los graduandos de la Universidad de Los Andes su decana de la Facultad de Economía.

Los grados de hoy coinciden con un momento histórico de Colombia, la firma del Acuerdo de Jurisdicción Especial para la Paz que permite vislumbrar más que nunca el fin de la guerra absurda que hemos librado por más de 50 años, y están por lo tanto cargados de simbolismo. Firmar la paz con las Farc permitirá al país pasar una página muy dolorosa de nuestra historia.

Ustedes, queridos graduandos, serán la generación de la paz; la generación que se inventará formas de reconstruir a Colombia y de incorporar a muchas regiones olvidadas que sufrieron décadas de violencia; la generación que deberá dejar atrás los odios, sin olvidar lo que sucedió en estas cinco décadas, para cimentar las bases de una democracia que tramite las diferencias en sana convivencia y así evitar que de nuevo algunos grupos recurran a las armas para tramitarlas; la generación que deberá impulsar un desarrollo económico dinámico, equitativo y más justo que no continúe creando condiciones para la violencia; la generación que ofrecerá oportunidades de reconciliación a quienes se equivocaron terriblemente al empuñar las armas para resarcir a la sociedad del terrible dolor que causaron; son la generación de la esperanza.

Para emprender esta tarea, deben conocer lo que han significado para el país cinco décadas de conflicto y violencia. Los legados de un conflicto son diversos. Y aunque los legados sicológicos y sociales son profundos, soy economista y me he concentrado en entender qué impactos económicos impone un conflicto sobre la sociedad.

Contar a la sociedad las atrocidades que se cometieron y sus consecuencias sobre una población muchas veces inerme contribuye a crear una narrativa del conflicto basada en los hechos y no en mitos creados por intereses particulares. Tal vez, una vez conozcamos nuestra realidad y nos miremos al espejo, decidamos como sociedad no permitir que nunca más sucedan las mismas atrocidades; decidamos reconstruir un país diferente sobre las cenizas de la destrucción que hemos sembrado para iniciar un proceso de perdón, mas no de olvido, y el tránsito hacia una paz duradera.

Desde 1985 hasta hoy, la guerra en Colombia ha dejado un poco más de 7,3 millones de víctimas directas, es decir 15% de la población del país, y 220.000 personas muertas de las cuales casi 81,5% eran civiles. Además de las víctimas directas, millones de colombianos residentes en regiones de conflicto se han visto afectados por la guerra y diría que todos los colombianos hemos vivido de alguna manera los impactos negativos de vivir en medio del conflicto.

Quiero primero concentrarme en la población desplazada, que hoy bordea los 6,9 millones. Colombia es hoy el segundo país con más población desplazada después de Siria. El desplazamiento es consecuencia de la alta victimización de la población civil en la guerra. Ocho de cada diez personas se desplazan tras ser víctimas directas de la violencia: un 35% sufrieron un asesinato en sus familias y más de la mitad amenazas directas.

El desplazamiento es un camino sin retorno hacia la pobreza, un camino que además pueden también trasegar las segundas generaciones de las familias desplazadas.

La población desplazada proviene de las áreas rurales y sus actividades económicas eran primordialmente en agricultura. Por tanto, un 55% tenía acceso a la tierra. La pérdida de tierras, por el despojo ilegal o el abandono de ellas, es elevada. La informalidad en los derechos de propiedad ha facilitado el proceso de usurpación de tierras de la población desplazada ya que dos terceras partes no tenían un título formal de propiedad. Los desplazados, a diferencia de lo que dice el imaginario colectivo, no eran personas pobres antes de salir. Sus predios, de 13 hectáreas en promedio, eran más grandes que los predios de nueve hectáreas de un poblador rural promedio. El despojo de tierras de población desplazada está alrededor de dos millones de hectáreas, lo cual equivale a 3,4 veces la cantidad de tierras asignadas por programas de reforma agraria entre 1993 y 2002, y un poco menos de la mitad de la tierra destinada a cultivos agrícolas. Y las consecuencias negativas de este despojo trascienden el efecto sobre la población desplazada. Año tras año el país ha dejado de producir un 4,3% del PIB agropecuario debido al desplazamiento forzoso. Todo esto ha sucedido en un país con una de las más altas concentraciones de la tierra en el mundo. Nuestros estudios muestran que el 1% de los propietarios rurales con predios más grandes concentran un 42,7% de las hectáreas del país.

Tras perder su principal activo productivo, la tierra, la población desplazada enfrenta dificultades ingentes para recuperar su nivel de ingresos anterior. Su experiencia agrícola no es valorada en las ciudades y tienen en promedio cinco años de educación. No es difícil imaginarse que su proceso de inserción en los mercados laborales es lento y enfrentan tasas de desempleo más altas que incluso la población en pobreza extrema. Las personas que están empleadas tienen trabajos de baja calidad, bajos salarios y sin protección social. Como consecuencia de todo esto, su consumo cae en más de 30%. La evidencia nos muestra, además, que con el paso del tiempo las condiciones no mejoran. La población desplazada llega sin activos a las ciudades y, después de muchos años, no acumula nuevos activos, y sus ingresos y consumo son bastante similares a los de los primeros meses. Un 65% de la población desplazada es pobre mientras esta cifra para la población colombiana es del 28,2%.

Sus hijos entre 12 y 17 años abandonan el colegio para ayudar a sus familias a generar ingresos. Pueden imaginarse la desesperanza de estos jóvenes que antes de salir de sus hogares fueron testigos o víctimas de crímenes atroces como el asesinato de sus padres o la violación de sus madres o hermanas y ahora no encuentran oportunidades para salir adelante. Esto, además de no ser un buen camino para la reconciliación, crea condiciones favorables para el reclutamiento de estos jóvenes en bandas criminales.

El desplazamiento es entonces una perpetuación de la pobreza para las generaciones presentes y, tal vez, futuras.

Pero los impactos económicos del conflicto transcienden aquellos sobre las víctimas directas. Muchas familias deciden quedarse en las regiones de conflicto y malvivir en medio de la guerra. En algunas regiones, estas familias se hacen llamar “los resistentes” pues resistieron a los grupos armados y contribuyeron así a que las regiones rurales con altas tasas de desplazamiento aún permanezcan en pie. Su nombre heroico no los protegió sin embargo de enfrentar las muy negativas consecuencias de la guerra. Estas familias viven en medio de la incertidumbre y el miedo de ser potenciales víctimas de la violencia. Sus decisiones están signadas por la necesidad de minimizar los riesgos de victimización y esto conlleva costos económicos. Doy tres ejemplos elocuentes de lo que significa vivir en medio de la guerra.

El conflicto reduce las oportunidades de educación de nuestros jóvenes. La destrucción de escuelas, la renuencia de los profesores a enseñar en áreas de conflicto, la decisión de los padres de sacar a los niños del colegio para evitar que sean víctimas de los grupos armados y el reclutamiento forzoso de niños han reducido los años de educación en Colombia en medio año. Cifra que luce pequeña, pero no lo es. En 30 años, después de muchas inversiones y esfuerzos por parte del Estado, Colombia ha logrado aumentar los años de educación promedio en 2,5 años, alcanzando en 2014 un poco más de siete años de educación. La violencia ha disminuido entonces en una quinta parte ese esfuerzo, lo cual equivale a perder seis años de los últimos 30 de políticas públicas educativas.

El miedo y el estrés de las madres embarazadas por vivir en regiones de violencia causan que los niños nazcan con un menor peso. La explosión de una mina antipersonal cuando un niño está en el útero de su madre reduce el peso al nacer en 7,5 gramos. Un menor peso al nacer, según varios estudios económicos, redunda en unas menores habilidades cognitivas y en un menor salario en el futuro. De nuevo, 7,5 gramos parece un bajo impacto, pero está lejos de serlo. Si eliminamos las minas antipersonales, labor que ya se inició en el municipio El Orejón, caería la tasa de mortalidad infantil en un punto porcentual, es decir una quinta parte de la reducción que hemos logrado desde 1970.

Los agricultores toman decisiones para minimizar los riesgos del conflicto y no para maximizar sus ganancias económicas. Prefieren entonces cultivos con baja rentabilidad pero ganancias inmediatas, y la producción ganadera. Y la razón es simple. La incertidumbre de ser víctimas de los grupos armados y perder sus tierras los lleva a preferir actividades productivas que generan ingresos diarios, estables y seguros, a cultivar para el autoconsumo y así proteger su alimentación, y a hacer inversiones mínimas en sus tierras. Esta sustracción de los mercados, baja inversión y concentración en producción ganadera implica que los pequeños productores tienen ingresos estables pero por debajo de la línea de pobreza y están condenados a trampas de pobreza. Y a los medianos y grandes productores les impide aprovechar su máximo potencial. Si cesáramos el conflicto, el PIB agropecuario crecería tres puntos porcentuales adicionales. Dicho PIB ha crecido durante las últimas décadas entre 1 y 1,5 puntos porcentuales.

El conflicto no sólo deja un legado de dolor; también deja un legado de pobreza sobre sus víctimas y las poblaciones residentes en regiones de conflicto.

Después de tantos años de guerra y dolor, hoy podemos imaginarnos su fin. He estado 16 años recorriendo las regiones de conflicto y trabajando con víctimas y no puedo pensar en un mayor motivo de esperanza que el fin de la guerra. Imaginemos entonces un país en paz. No sólo cesarían las muertes, el secuestro, el desplazamiento, la destrucción y el dolor. Muchas de las consecuencias negativas que he mencionado a lo largo de este discurso desaparecerían en el corto plazo o paulatinamente mientras el Estado llega a las regiones del conflicto. La población desplazada podría recuperar sus tierras y decidir, sin la égida de la violencia, si retorna a su pueblo o permanece en su nueva ciudad. La población rural podría libremente educarse, tener hijos más sanos y vivir la cotidianidad sin estar pensando cada día como evitar ser víctimas de los grupos armados. Los agricultores tomarían decisiones para maximizar sus ganancias económicas y no para reducir los riesgos de la guerra.

Pero quiero ser clara. Los costos de la guerra no son los beneficios de la paz. Para aprovechar los dividendos de la paz, el país debe invertir en las regiones olvidadas donde surgió y permaneció la guerra. Debemos llevar el Estado a estas regiones, dar seguridad, ofrecer educación y salud de calidad, construir carreteras, proveer bienes públicos productivos e insertarlas a los mercados y el sistema productivo. Esto no será tarea fácil. Nunca lo hemos hecho en nuestros casi 200 años de vida republicana. Esto ha significado que en nuestros 197 años desde la Independencia sólo hemos vivido en paz 103 años. Ahora es el momento de romper los ciclos de guerras recurrentes que han sido la historia de Colombia.

Serán ustedes quienes deberán participar y liderar esta tarea que tomará décadas y no sólo unos cuantos años. Ustedes desde sus distintas orillas profesionales ayudarán a reconstruir un país que no sólo quedó con costos económicos sino con unas heridas profundas difíciles de cicatrizar.

Ustedes tienen ventajas sobre las generaciones anteriores. No vivieron los peores momentos de la guerra colombiana y por esto muchos de ustedes no cargan con la estela de dolor, desesperanza y odio de las generaciones anteriores. Cuando yo tenía su edad, el país estaba acorralado por la locura de Pablo Escobar. Sus asesinatos, bombas y destrucción nos llenaban de miedo y desesperanza. Pero el país reaccionó, paró a Pablo Escobar y siguió adelante. Muchas personas valientes murieron en este proceso. En el 2000, cuando la guerrilla había logrado una fortaleza nunca pensada y Colombia lucía como un país inviable, nació mi primer hijo y ustedes apenas tenían entre cinco y siete años. De nuevo Colombia se paró erguida, luchó y logró arrinconar a la guerrilla a sus regiones aisladas donde surgió en sus orígenes. Muchas personas valientes murieron en este proceso.

Su vida universitaria estuvo en medio de un país diferente. Los grupos paramilitares se habían desmovilizado, en un proceso de paz bastante más accidentado que el actual pero necesario, la violencia cayó significativamente y la economía estaba vigorosa. Ustedes no están moldeados por el miedo, la rabia y la impotencia de las generaciones anteriores. Son capaces de imaginar un país en paz, un país con un futuro mejor. Pueden entonces despojarse de los odios heredados para iniciar la reconstrucción de este país que tomará décadas; y ustedes disfrutarán los frutos.

Los invito hoy a asumir este reto maravilloso que la historia les está brindando. Sueñen en grande. Contribuyan desde su cotidianidad a dar razones para el perdón y la reconciliación. Inventen maneras de llevar el Estado a las regiones olvidadas y para romper los ciclos de violencia. Inviertan desde el sector privado en iniciativas que generen ingresos para toda la población y permitan a Colombia salir del sino de la violencia. Con el poder del arte y la literatura transmitan al país la fuerza de la paz y la reconciliación. Demuestren a las víctimas del conflicto que somos una sociedad solidaria y empática con su dolor. Sean, queridos graduandos, la generación de la esperanza.

* Decana de la Facultad de Economía de la Universidad de Los Andes.

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