Esta es la historia del único partido de fútbol de una eliminatoria mundialista que se jugó con un solo equipo en la cancha, y en un estadio teñido de sangre. Ocurrió el 21 de noviembre, 38 años atrás, en el estadio Nacional de Santiago de Chile. Los protagonistas: Chile, la dictadura, la muerte, la Fifa y la Unión Soviética.
Fernando Araújo Vélez
Se apretujaban. Se daban calor, el uno contra el otro y el otro contra el de más allá. Se daban fuerza, fe, todas esas palabras que les sonaban a paraíso porque la vida se les podía ir en cualquier instante con la orden de un capitán, “ejecútelo”, por la rabia de un teniente, “al calabozo”, por las ansias de venganza de un soldado “arrodíllese”. Se apretujaban en sus miedos. Se murmuraban “mañana salimos, tranquilo, mañana” y callaban cuando aparecía el hombre de la máscara que iba a señalar a uno de ellos. “Ya sabíamos que a quien ese señalara no amanecía vivo”, recordaría con el tiempo un poeta que se salvó.
Y ahí habían matado a Víctor Jara, “Te recuerdo Amanda”, y ahí habían desaparecido a cientos, y ahí, justo ahí, iban a jugar un remedo de partido de fútbol porque la FIFA y la dictadura de Augusto Pinochet lo habían decidido. Ahí, al Estadio Nacional, barrio de Ñuñoa, Santiago de Chile, el 12 de septiembre de 1973 comenzaron a llevar a todos los “sospechosos” de Allendismo que hubiera en la ciudad. Allende había fallecido un día antes, durante la toma del Palacio de la Moneda, junto a varios otros de sus seguidores en medio de un bombardeo insaciable, infinito, innombrable. Se suicidó, dijeron. Lo asesinaron, replicaron.
Los militares iban por las calles secundados por sus esbirros y detenían a cualquiera que, manifiestamente, no fuera partidario del nuevo régimen. Primero los poetas, los músicos, los escritores y los filósofos, los estudiantes y los profesores. Después, los obreros. Los torturaban para que dieran nombres, teléfonos, direcciones, y luego los enviaban al Nacional. Cuando una expedición de la FIFA aprobó las condiciones, a muchos de los detenidos se los habían llevado a los sótanos del estadio, custodiados con metralletas para que no alzaran la voz. Atilio DÁlmeida y Helmuth Kaeser dijeron sí, se puede jugar acá, sin haber mirado hacia los costados.
Chile había accedido a la instancia decisiva de las eliminatorias para la Copa del Mundo de Alemania 74 luego de haber vencido en un partido extra a Perú. Debía enfrentar a la Unión Soviética, que obtuvo su derecho luego de derrotar a Francia. El partido de ida debía jugarse en Moscú el 26 de septiembre. El de vuelta, en Santiago, el 21 de noviembre. Los chilenos intensificaban su preparación para la serie cuando Pinochet se tomó el poder. “Ese día yo fui a entrenar. Todo era humo, sangre, ruido. A mí me detuvieron como 10 veces los militares, pero veían el bolso de la Selección de Chile y me dejaban pasar”, le recordó luego a pablo Aro el defensa Eduardo Herrera.
Todo era humo y sangre y muerte. Todo era miedo. Así viajaron los chilenos para enfrentar a los soviéticos en Moscú, donde los periódicos escribían y gritaban que Chile masacraba, que Chile desaparecía gente, que Chile torturaba. A Caszely y a Elías Figueroa los encerraron antes del juego porque sus pasaportes eran sospechosos. Hugo Gasc, el único periodista chileno que estuvo en Rusia, contó alguna vez que “Por suerte el árbitro era un anticomunista rabioso. Con Francisco Fluxá, presidente de la Federación, logramos convencerlo de que no podíamos perder en Moscú. En el partido nos ayudó bastante”. El marcador quedó en ceros. Augusto Pinochet y los suyos y miles de ingenuos ignorantes celebraron.
Pero el humo y la muerte seguían, y el estadio Nacional era un hervidero de miedos. Gregorio Mena Barrales, gobernador de Puente Alto, una localidad cercana a Santiago, recordaba que “Todos los días dejaban libres a veinte, cincuenta personas… Los llamaban por los altavoces. Los encuestaban. Les obligaban a firmar un documento declarando ‘no haber recibido malos tratos en el Estadio’ (aunque algunos aún lucieran muestras de las torturas y los golpes). Todos firmaban, era el precio que había que pagar. Muchos volvieron a caer (nadie es libre en una dictadura y menos en una como la chilena). La mayoría de ellos se incorporaba a la lucha clandestina. Todos esperábamos oír nuestro nombre alguna vez en las ‘Listas de Libertad’, era lógico y legítimo. No éramos culpables de otra cosa que la de ser defensores de legitimidad constitucional. Sin embargo cerca de mil quinientos nunca fuimos llamados. Con el correr de los días las graderías se fueron despoblando: muchos libres, otros asesinados en las noches y un par de suicidas…».
Fluxá aceptaría con el tiempo “que mientras estaba la gente de la FIFA en el estadio, varias decenas de detenidos fueron encerrados en pequeños camarines, con el fin de ocultarlos. Pero lo importante para nosotros era que el Nacional pasara la revisión. Ahora pienso que no fue ético negar que en el Estadio Nacional había detenidos, pero en ese momento lo único que pensábamos era en llegar al Mundial de Alemania”. Todo valía. El fin justificaba los medios, y los medios eran aberrantes. El Gobierno de los militares ponía las condiciones. La Fifa las avalaba. El pueblo callaba. La prensa era condescendiente. Encubría. Limpiaba la sangre. Asistía a la fiesta de los criminales. Pocos días antes del juego determinante, los soviéticos decidieron no ir a Santiago.
“Yo estuve presente en el 0-0 jugado en Moscú –explicaría Oleg Blokhin, la figura excluyente de los soviéticos-. Pero hablamos con el plantel y decidimos no jugar la revancha. No quisimos hacerlo porque estaba Pinochet en el gobierno. Para nosotros era peligroso viajar a Chile y le llevamos nuestra preocupación a la federación de fútbol. Al final se decidió abandonar la eliminatoria”. La federación emitió un comunicado difundido por la United Press International: “Por consideraciones morales los deportistas soviéticos no pueden en este momento jugar en el estadio de Santiago, salpicado con la sangre de los patriotas chilenos (…) La Unión Soviética hace una resuelta protesta y declara que en las actuales condiciones, cuando la FIFA, obrando contra los dictados del sentido común, permite que los reaccionarios chilenos le lleven de la mano, tiene que negarse a participar en el partido de eliminación en suelo chileno y responsabiliza por el hecho a la administración de la FIFA”.
El día del partido, 21 de noviembre de 1973, los diarios anunciaron la clasificación a grandes titulares. Los jugadores se sentían atrapados. Ya no podían renunciar a nada, pero la gente se les acercaba y les pedía por la liberación de un primo, de un hijo, del amigo. Y en el vestuario, en la tarde del juego, percibían un lejano olor a muerte y a sangre y a humo. “Fue escalofriante –recordó 30 años más tarde Leonardo Veliz-. Creo que aún había rastros de lo que había acontecido en los vestuarios y fue algo muy difícil de asumir. La jornada se inició con el himno nacional y el seleccionado chileno formado ante la bandera. Luego, sobre las cinco de la tarde, “eran las cinco de la tarde”, como escribiera García Lorca, el árbitro, Francisco Hormazábal, dio la orden para que se iniciara la parodia. Los chilenos sacaron del medio del campo. Hicieron varios toques, se aproximaron, hasta que Francisco Valdez anotó, sonriendo para que los fotógrafos registraran la escena. Sonriendo para que decenas de miles olvidaran. Sonriendo para firmar una mediocre y sangrienta obra de fútbol.