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La enésima hostilidad

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                                                                                  A mis padres, y mi hermano.

 

Andrés Felipe Sanabria 

Bogotá se volvió de caminos de piedra, la naturaleza que despavorida había cedido al asedio de la civilización criolla, ahora era insuperable. Había muertos a los que les habían despojado el alma. Sus corazones latían con la mirada perdida, y los ojos abiertos. Ese sonido estertóreo que había conquistado la sabana ahora le daba un nuevo matiz al río Bogotá, vivo, imponente, hacia la circunscripción idónea de los cielos. Gradualmente la historia iba disminuyendo, hasta que un cóndor de los Andes se posó donde antes había quedado un Congreso de ratas, que pululaban comiéndose archivos de infamia y envidia. Miró alrededor, y alargó sus alas, y el viento que antes era sagaz, desencajó todas sus enemistades, y el estampido que une la parte más alta de la Tierra desde esta meseta, se desgajó, con los tentáculos color perla que salían  alargándose del brazo brotado de ramas de sangre deliciosa que nacía en su estómago lleno de tripas desquiciantes, y del otro, al mismo nivel de la espalda que se trepaba en la caspa de la culpa más unánime. Su cabeza de hélice, afilada, daba vueltas, y sus cuatro ojos desnivelaban la gravedad, y su lengua de filamentos de luz iba arrancándoles el alma, y la verdad de sus sueños se iba revolcando hasta que el corazón empezaba a latir hacia la única dirección de la noche que el ser humano siempre quiso conocer.

La oscuridad presentía sus pasos. La luz, era el cuerpo inerme de Jesús que flotaba horizontalmente, dormido, donde empezaba a esparcirse el sol. El hijo de Dios impedía que la nada ganara a la enésima hostilidad. Pero… ¿Por qué no se decidía de una vez a arrancarle el alma a aquel cuerpo que había roto lo sutil y lo integro para volver a ser mortal, y así, que el planeta que él llenó con su amor venerado, que no comparó su sabiduría con el tornado inverso e invisible de un árbol, que es lo que nos da una palabra que no se siente ante Dios, se degenerara en sus enseñanzas que no alcanzaban a desaparecer en las gotas que no permitieron lo que no acabaría de conocer?

Por eso la nada tuvo que cerrar sus cuatro ojos un momento, porque no sabía cómo demonios retroceder. Tuvo la exactitud para planear un paso atrás, e iniciar un nuevo caos, cómo lo era lo que no pudo ser de su corazón. Pero su camino fue dolorosamente lento, y Jesús abrió los ojos y se desintegró hasta que una gaviota tocó de nuevo el mar, y un hombre que siempre había esperado lo mejor de sí mismo decidió que era un buen día para pescar, y salió en un bote muy pequeño con un libro que se llamaba El coronel no tiene quien le escriba, y se preguntó en su inglés marcial “¿Who in the holy hell is the master of this genius?”

 

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