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La dignidad de la profesión docente

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María del Rosario Vázquez*

La situación de tensión entre el Gobierno Nacional y los maestros da mucho que pensar. En el centro de la discusión están el incremento salarial de los profesores del Estado y el esquema de evaluación que se les aplica. Aunque quiero partir de la buena fe de la ministra Parody, creo que los problemas que se discuten reflejan una realidad compleja y profunda, que explica, en gran medida, los temas centrales del actual debate. Se trata del estatus de la carrera docente.

Aunque nunca fui profesora en el ámbito público, trabajé varios años en colegios privados donde tuve tiempo suficiente para darme cuenta de la realidad de esta profesión, que afecta la dignidad de los maestros.

En primer lugar, después de la inversión económica, en tiempo y esfuerzo, de estudiar una carrera, el docente recibe una remuneración bastante baja, si se compara con otras profesiones. El rango es cercano al que obtienen, por ejemplo, trabajadores rasos de la construcción (que desde luego, ya de por sí merecerían un mejor salario, dado el costo de vida). Por otra parte, la enseñanza supone una tarea extenuante: preparación de clases, las clases mismas con cargas horarias que van entre 25 a 30 horas semanales, labor por lo demás desgastante puesto que supone lograr la atención, el trabajo y aprendizaje de grupos de niños y adolescentes. Asimismo, implica dedicar largas jornadas al dispendioso trabajo de evaluación de cada estudiante. A esto se le añade el diligenciamiento de planillas de observaciones sobre el desempeño y actitud de cada alumno, en cada aspecto de su vida escolar. Es tanta la papelería, que las salas de profesores, antes que espacios de estudio, parecen oficinas de bancos, con puesta de sellos y todo lo demás… También hay que cumplir con la asistencia a reuniones y el apoyo a tareas como cuidar a los niños y jóvenes durante los recreos y las horas de almuerzo, en patios, baños y comedores, de tal forma que al profesor apenas le quedan unos cuantos minutos para respirar durante la extenuante jornada. Y en ocasiones, debe ayudar con el arreglo de salones, la preparación de presentaciones musicales y teatrales para eventos e izadas de bandera; alistar los boletines y las reuniones con los padres de familia, para lo cual, se efectúan reuniones previas en las que se analiza, caso por caso, a cada estudiante. Los niños de familias disfuncionales deben ser atendidos y citados con sus padres, para recibir la asesoría del maestro y, de ser necesario, del psicólogo… En fin, con tanto sobre-trabajo, la vida de un docente supone un sacrifico permanente del tiempo de su vida laboral y personal, llevando buena parte de sus tareas a la casa, para ser hechas en las noches o fines de semana; y esto, durante toda su larga vida… Por lo demás, en él se fusionan, porque sí, roles no solo de docencia: un profesor de colegio termina, también, de psicólogo, guardia de seguridad, enfermero, director de espectáculos diversos (canto, baile, teatro, danza), maestro de ceremonias, colaborador en tareas de servicios generales, decorador, terapeuta, trabajador social y ahora, encima, diligente burócrata.

Para colmo, el maestro sobrelleva simultáneamente y con estoicismo las explosiones emocionales de sus jóvenes pupilos, los requerimientos varios de sus jefes y el trato a veces desconsiderado de padres de familia; no es nada fácil manejar público… Pero, lo peor de todo es que, en el actual sistema educativo, en Colombia y el mundo, la única explicación válida sobre la pérdida de una asignatura, por parte de un estudiante, es aquella que obedece a puntos de vista dictados por el más crudo sensualismo y el más descarado criterio empresarial (propio del peso e influencia del paradigma neoliberal en la educación): si el alumno pierde no es por falta de responsabilidad, no señor; se debe a que el profesor no lo motiva; porque, claro, “el cliente siempre tiene la razón…”

A los cargos directivos, al menos en el ámbito de los colegios privados –que es sobre el que puedo opinar–, en ocasiones llegan personas con preparación insuficiente, de tal forma que muchos de los profesores los superan en calidad humana y académica. Esto hace que la labor docente sea aún más difícil, pues además del esfuerzo que suponen las tareas ordinarias hay que luchar con la incompetencia y, en algunos casos, el hostigamiento de los jefes. Recuerdo, también, que los contratos iban desde mediados de enero hasta noviembre y que a cada profesor se le llamaba para avisarle si volvería a ser contratado. Cualquier comportamiento o actitud, por nimia que fuera y que hubiera disgustado a sus jefes, era causa de la no renovación. Debo reconocer que, en contraste con algunos de esos directivos, en mi memoria permanece el recuerdo afectuoso de aquellos profesores “toderos”, llenos de amor por su vocación, dispuestos y comprometidos, de quienes tanto aprendí.

Hoy en día, cuando escucho hablar sobre el nivel salarial del magisterio, siento franca indignación, y no puedo más que pensar que la educación es la Cenicienta de nuestra sociedad. Y cuando escucho sobre el rechazo de los maestros al esquema de evaluación al que los somete el gobierno nacional, me pregunto si además de adecuado para valorar su desempeño, los maestros tienen una carga laboral justa y tiempo para actualizarse, no sólo en temas de didáctica sino también en las disciplinas que enseñan. Ahora bien, nadie se opone con suficientes argumentos a un sistema de evaluación cuando este es idóneo; pero, eso sí, que se ponga en práctica cuando los evaluados tengan un rango salarial decente, porque no esta nada bien que se te exija gran preparación y cualificación en “competencias”, cuando se te paga como a mano de obra no calificada.

En conclusión: la educación tiene la prioritaria función de potenciar el más importante recurso de un país: su capital humano. Nada más y nada menos…Pero, a su vez, el mejoramiento de la educación depende del reconocimiento de su principal recurso, que son los profesores. Cualquier plan que no tenga en cuenta esta prioridad, no será más que demagogia respaldada por estudios econométricos, vistos por las élites del poder político y empresarial como “verdades reveladas” –inspiradas por lo que pareciera una especie de credo: el de los “ingresos-egresos”, “productividad” y “eficacia” categorías inherentes al paradigma del “homo economicus”– que con frecuencia poco reflejan acerca de las necesidades reales del país, de los maestros y de los estudiantes colombianos; y nada tienen que ver con la dignidad de la persona (de los profesores y de los alumnos), punto realmente crucial y de fondo en toda esta problemática.

*Profesora de la Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas de la Universidad de La Sabana

Doctora en Historia de la Universidad del País Vasco

Especialista en Dirección y Administración Educativa

 

 

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