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La clase de guitarra

 

 

Chestnut.
Chestnut.

 Manuela Lopera

@manuloperat

 

Conocí a Mercedes en segundo de primaria. Era alta, tenía el pelo liso y castaño, y en su frente caía un flequillo ligero, que le daba un aire juvenil. La piel blanca y sedosa como la de una porcelana, las mejillas coloreadas con rubor rosa pálido y las manos largas, finas, con las uñas siempre al natural. Había llegado a comienzo de ese año para dictarnos un poco de teoría musical, técnica vocal, bases rítmicas.

Tienes buen oído, Laura, me decía después de un tiempo. Me gustaba participar, hacer la primera voz para la canción del acto cívico y así fui involucrándome con mi profesora hasta que un día me preguntó si quería recibir clases particulares en su casa. Puedes aprender guitarra, ¿te gustaría? Sí, claro, le contesté.

Le dije que iba a consultarlo con mis papás. Siempre se habían mostrado entusiastas con las actividades extracurriculares. Desde hacía algunos años estaba en clases de tenis y había explorado con equitación, ballet, natación, patinaje. ¿Por qué iban a negarse a que aprendiera un poco de nociones musicales y de guitarra con mi profesora favorita?

Al día siguiente se lo comenté a Mercedes. Los miércoles entonces, dijo. Más tarde me pasó un sobre para que le entregara a mis papás con la metodología, los horarios y el valor mensual. Te irás conmigo en el transporte del colegio y luego tus papás te recogen en mi casa. Me dijo también que mientras tanto me prestaría una guitarra que me podía llevar a la casa para poder practicar. Desde el principio me di cuenta de que me tenía un afecto especial. Siempre se detenía en mi cara cuando nos parábamos a cantar y me sonreía como si estuviera mirando a su propia hija. Cuando acababan las clases yo me acercaba para despedirme y me preguntaba cómo estaba mi familia, cómo me sentía en sus clases, cosas así.

¿Quieres conocer a mi novio? me dijo una tarde, y me pasó la foto de un hombre con barba, de unos 30 años, que vestía un uniforme blanco, como de militar. Trabaja en un barco, me dijo. Es griego. ¡Wow!, eso sí que era raro, tener un novio marinero, que le escribía cartas románticas y que la estaba esperando para reunirse con ella cuando llegaran las vacaciones.¿Cómo lo conociste? Umm es una historia larga, ya te la contaré después.

Las clases empezaron. Todos los miércoles, al terminar la jornada escolar, nos íbamos juntas en su ruta. Vivía en una casa esquinera en Conquistadores. Afuera, había un jardín de follajes de distintas texturas y tonos de verde. Todo milimétricamente podado y acomodado, como una pequeña composición natural. Las escaleras, que eran flotantes y amplias, formaban un puente hasta la entrada. El piso era blanco, lleno de piedras diminutas en su interior que se iban intercalando con piedras más grandes en formas irregulares. Mercedes siempre tocaba el timbre. Nos abría su mamá, una señora elegante y bonita, que me saludaba sonriente. Muy juiciosas para la clase, decía.

Entrábamos a la casa y nos íbamos directo para su cuarto. En su habitación había dos camas en forma de ele, las paredes eran altas y la ventana iba de la mitad de la pared, casi hasta el techo. El cuarto tenía unas cortinas color crema de tela pesada, que al cerrarlas, impedían la entrada de la luz. Yo me sentaba en una cama y Mercedes en la otra, y formábamos un triángulo que dejaba una distancia justa entre las dos. En medio de las camas, había un mueble de madera que podía servir de asiento o de mesita de noche. Al entrar, siempre encontrábamos dos vasos de jugo con un plato de galletas Sultana que nos dejaba la madre y que comíamos antes de empezar.

Dibujábamos las seis cuerdas con las notas marcadas en los diferentes trastes. Luego me enseñaba ritmos y practicábamos patrones de rasgueo, que era lo básico para poder tocar algunas canciones. Dedo gordo arriba, abajo, arriba. Intercalados, contando los compases, atenta a la señal. Los diez últimos minutos los dedicábamos a aprender un poco de solfeo, ese era el compromiso, aunque era aburrido y difícil. A mí lo que más me gustaba era aprender las notas para poder cantar, aunque pasó mucho tiempo antes de hacer las dos cosas a la vez.

Cuando terminábamos, Mercedes se levantaba, estiraba el cuello y lo giraba a un lado, al otro. Yo me levantaba y recogía mi morral para salir. Le daba un beso y salía de la habitación. Cruzaba el corredor y me despedía de la madre que estaba siempre sentada en la sala. Afuera, me esperaba mi papá en el carro.

Las clases continuaron. Meses después, uno de aquellos miércoles, mientras íbamos a su casa, Mercedes me dijo: Tengo algo que mostrarte. ¿Si? ¿Qué es? Cuando lleguemos te muestro. Tengo una mascota, me dijo. Yo me imaginé un gato. Sí, ella parecía ser de las personas que aman a los gatos, además, era lo que le faltaba al paisaje íntimo de su habitación. Pero antes de entrar, vi que venía con lo que parecía un peluche, abrazado a ella como si fuera un bebé. Lo observé de cerca, su cabeza giraba, estaba adormilado. Es un oso perezoso. ¡Qué lindo! le dije. Aunque a decir verdad me impresionó el tamaño de sus garras, que eran curvas y se aferraban a los brazos de ella con desesperación, como si se fuera a caer. Es muy tranquilo y se queda en el lugar en el que lo dejesLes gusta agarrarse a algo, así que es bueno dejarlos en una planta o en un sillón. Vi que le habían servido unas hojitas verdes que parecían espinacas. Ella tomó una y se la metió a la boca, él masticó despacio, sin hacer ruido. Dejó al oso apoyado en un cojín y empezamos.

Cuando la clase terminó, le di un beso y salí a la sala pero vi que no había nadie esperándome afuera. Ven y te sientas aquí conmigo, me dijo la mamá. Yo me senté y un rato después salió Mercedes del cuarto. Estaba muy arreglada, maquillada y con el pelo recogido en una moña. Tenía puesta una capa negra, iba a una presentación de la tuna universitaria. ¿Ahh todavía no han venido por ti? No te preocupes, te puedes quedar con mi mamá. Nos vemos mañana. Chao ma, hasta más tarde. Le dio un beso a la madre y salió.

El tiempo pasó y nadie apareció en la puerta. La señora me preguntó si no quería llamar para averiguar por mis papás. Llamé entonces a la oficina de mi mamá y me contestó Alba, la secretaria. No amor tu mamá no está. Voy a dejarle la razón de que estás esperándola. Intenté llamar a la casa pero nadie atendió. No podía comunicarme con mi papá porque en ese tiempo no tenía oficina, así que esperé, en algún momento tendrían que aparecer.

La señora me miró con ojos compasivos y me dijo que me podía quedar tranquila. Que ella me acompañaba a esperar lo que fuera necesario. Empecé a comerme las uñas y sentí que me latían las yemas de los dedos de la mano izquierda. Estaban duros, como si un cayo empezara a formarse. Sentada, un sueño intenso me hizo ladear la cabeza en uno de los sillones de la sala. Me desperté un rato después, desubicada, sin saber cuánto tiempo había pasado y entonces recordé al oso. La mamá me tranquilizó, me dijo que todavía no habían aparecido mis papás pero que no tenía que preocuparme porque ahí estaba bien. Me dijo que podíamos rezar el rosario juntas, que así le hacía compañía, no pude decirle que no.Ruega por nosotros pecadores, repetía como una lora. La casa empezó a oscurecerse.

 Un rato más tarde fui hasta la habitación de Mercedes a buscar al animal. Lo encontré en la planta en la que lo había dejado, enroscado, parecía dormido. Me acerqué para observarlo mejor y vi sus ojos pequeños moviéndose, seguramente buscaba comida. No me animé a cargarlo.

Debían ser más de las ocho. Me alarmé, Mercedes estaba por llegar. ¿Qué iba a pensar si me encontraba todavía en su casa, a esas horas?

Pedí permiso para hacer otra llamada. Marqué a mi casa y el teléfono repicó y repicó sin respuesta. No sabía qué hacer. La madre de Mercedes me llamó y trató de tranquilizarme. Me dijo que era hora de comer. No te angusties, come tranquilita que cuando llegue Merce vemos qué hacemos.

Me sirvió una arepa con quesito y una almojábana con una coca-cola. Al rato, Mercedes llegó y cuando me vio, no pudo ocultar su sorpresa. Lau, ¿todavía aquí? ¿Pasó algo con tus papás? Estaba extrañada aunque sabía que su reacción podía ponerme más nerviosa. No hemos sabido nada de ellos, dijo la madre. Ya son las nueve y media. Esperemos hasta las diez, sino, lo mejor va a ser que duermas aquí. Mañana nos vamos en la ruta para el colegio ¿te parece? Yo no dije nada, solo asentí con la cabeza. Estaba muy avergonzada. ¿Cómo era posible que mis papás no hubieran aparecido? La clase terminaba a las 5, hacía más de cuatro horas que esperaba en vano a que me recogieran. En realidad yo seguía pensando que tenían que aparecer, pero a las diez y cuarto Mercedes dijo: No, mami, acostémonos. Mañana Lau se va conmigo al colegio y que en la tarde llegue a su casa como de costumbre. Quién sabe qué les habrá pasado. Es muy raro. Esperemos que no sea nada malo.

En el cuarto de Mercedes, todo estaba en su lugar. Las camas en ele, las cortinas cerradas, el oso que dormía en la mata.Ven Lau, yo te presto una piyama, no te preocupes. Seguramente tuvieron algún inconveniente pero nada grave. Aquí puedes quedarte sin pena, esta es tu casa. Descansa que ya mañana será otro día. Yo apenas podía pronunciar palabra.  Estaba por ponerme una piyama de mi profesora de música, íbamos a dormir en la misma habitación y encima no tenía idea de qué les había ocurrido a mis papás.

Estaba muy callada, me movía despacito, como un gato asustado. Mercedes me miraba con ternura y después de un largo silencio dijo: ya sé, voy a contarte lo que un día te dije que era una larga historia. Te voy a contar cómo conocí a Nicolás.

Traté de concentrarme en su relato. En el baño me habían dejado un cepillo de dientes con crema que parecía nuevo. Volví a la cama y con la luz apagada, me contó la historia de su griego, con el que tenía amores hacía un año y medio, y con quien tenía pensado casarse, estaba dispuesta a irse a vivir a Grecia, por aquel barbudo iba a dejar un día a su mamá.

Buenas noches, que descanses. Buenas noches, le contesté. Intenté cerrar los ojos pero no conseguía dormirme. Los abrí de nuevo y me quedé mirando el techo, tratando de redescubrir el cuarto, ese espacio en el que siempre había estado en una situación tan distinta, con la guitarra en la falda, concentrada en las notas, en los dedos, en los compases. Ahora estaba acostada, cerca de un animal extraño, escuchando la respiración tranquila de mi profesora, que parecía ya perdida en un sueño profundo. No sé cuánto estuve así, sin dormirme, pensando en mis papás, en mi casa, en mi cama vacía. Seguramente tendrían una explicación. 

El despertador sonó a las 6 de la mañana. Salté de la cama y Mercedes me dijo que podía bañarme primero, que luego desayunaríamos juntas. Entré al baño. Todavía estaba en penumbra. Prendí la luz y observé de nuevo las baldosas rosadas de las paredes. Corrí la cortina de plástico, también rosada, y me metí en la bañera.

Miraba todo con el asombro de cualquier primera vez. No podía dejar de sentirme extraña, aunque tampoco sentía incomodidad. Mi profesora y su mamá me habían tratado con un amor desconocido. Salí del baño, tomé la toalla y me sequé rápido. Me puse los mismos calzones, las mismas medias, la misma camisa, el mismo uniforme. Me peiné con el cepillo que me habían dejado y salí. Estamos en el comedor, dijo la madre.

La madre me sirvió un milo caliente, una arepa con quesito y una almojábana. Lo mismo que había comido la noche anterior. El milo me pareció delicioso, en mi casa siempre tomaba chocolate con aguapanela y en cambio éste era cremoso y espumoso. Me lo tomé todo. A las siete salimos juntas hasta la esquina de su casa y esperamos el bus. Yo subí primero, y detrás subió ella, que saludó al conductor y a Martica, la profesora encargada de la ruta. Laura durmió en mi casa, le dijo. Y le hizo señas como de que más tarde le explicaba la situación.

Yo me senté, muy quieta, muy insegura, todavía masticando la rareza de lo que había pasado. Llegamos al colegio y poco a poco, todos se fueron enterando de que yo había dormido donde la profesora. Por un momento quise llorar, salir corriendo para liberarme de la vergüenza, de lo triste que era el abandono de mis padres, pero me contuve.

El día transcurrió y cuando sonó el timbre, corrí a mi ruta como era lo habitual. Habían pasado muchas horas, había jugado y había conversado con mis amigas. Hubo momentos en los que incluso olvidé que tenía la misma ropa del día anterior.

Me bajé del bus, crucé la portería, subí las escaleras de la entrada y corrí el tapete. La llave estaba ahí, como siempre. Abrí la puerta y la cerré con fuerza, como avisando que llegaba, aunque sabía que a esa hora nunca había nadie. Miré hacia el comedor, hacia la sala y la casa me pareció más grande. Todo estaba en su lugar.

Descargué el morral, fui a la cocina, busqué alguna nota pero no encontré ningún mensaje para mí. Abrí el microondas y ahí estaba mi almuerzo, todavía tibio, como todos los días. Lo calenté, me serví un vaso de jugo y comí en silencio.

Subí a mi cuarto, entré al baño rodeado de espejos y ahí estaba, era la misma de siempre. Seguí observando la imagen que ahora era también la de la niña olvidada en la casa de su profesora de música. Pensé en Mercedes, en nuestra relación, que de ahora en adelante tendría otra confianza. Escuché un ruido. Por un momento pensé que era la puerta del garaje que se abría, pero no.

Con el pecho oprimido, recordé el animal, sus garras enormes. Intenté evocar el sabor dulce del milo caliente pero no pude. Me cogí las manos y volví a sentir la dureza en las yemas de los dedos izquierdos.

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