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La carraspanda

Flickr, VonothChandar
Flickr, VonothChandar

Andrés Molina Ochoa (*)

Había en mi frente tantos inviernos

que también ella tuvo piedad.

Alfredo Le Pera.

Es una carraspanda, pensó luego de calcular el dinero que necesitaba para comprar el jeep marca Willys exhibido en la tienda de autos usados.  Hacía treinta años, el carro era un lujo, ahora su precio era inferior al de las reparaciones necesarias para mantenerlo en uso luego de un trayecto largo. A Ramón no le importó, sólo deseaba llegar a su destino, así tuviera que dejar la carraspanda abandonada en el camino.  Aunque no le molestaba pagar una cifra exagerada, le incomodaba saber que lo estaban estafando, que ni siquiera a su edad encontraría el respeto con el que siempre trató a los ancianos cuando era joven.

Casi en un suspiro, mencionó que no tenía dinero y se retiró fingiendo que no le interesaba el vehículo. “A este precio no podrá encontrar nada… lo más barato que se lo puedo dejar es a…”, Ramón sonrió, todavía no era tan senil como pensaban sus hijos, era solo lo suficiente como para dejarse engañar un poco y emprender un viaje sin sentido.

Ver la carraspanda transportó a Ramón a otras épocas, aquellas en que él era joven y ella nueva, aquellas en las que los Willys arrebataron a las mulas el derecho a transitar por los caminos empedrados que surcaban la región cafetera.  Por un instante, se imaginó estrenando la carraspanda llena de costales y de campesinos asidos a las puertas, colgados en el techo, aprovechando cualquier espacio libre para no tener que caminar y poder llegar a tiempo a la finca donde se daría la próxima cosecha.  La tecnología hace al mundo nuevo, mientras el cuerpo envejece, pensó con nostalgia por aquel cuerpo que había sido suyo y que era capaz de cargar un jeep con cientos de bultos de café.

Firmó el cheque por la suma estipulada y sonrió al comprobar que su rúbrica era igual a la que años atrás había utilizado en la última carta que escribió a Valeria.  “Tiene que ser un cheque de gerencia, no puedo recibírselo… No se moleste, no es nada personal, es que nos han engañado tantos pícaros que ya ve…” le dijo el vendedor sin darle siquiera tiempo de mencionar la urgencia con que necesitaba la carraspanda.  No se desanimó, sólo recordó la primera vez que compró un carro, lo pagó con cinco mulas y 500 pesos que se comprometió a entregar en seis meses.  Por entonces, su palabra bastaba para sellar un contrato, ahora ni su firma era suficiente.  “No se preocupe, nuestros automóviles son muy confiables, es un coche usado, pero ha sido revisado por nuestros expertos, además, tiene varios años de uso.”, le dijo el vendedor para que no se arrepintiera de la compra.  Ramón sabía que estaba siendo engañado, que la carraspanda tenía solo unas semanas de vida y que ningún mecánico serio recomendaría la compra de un carro en tan mal estado.  “Estaré aquí con el cheque de gerencia antes del ocaso,” sentenció.

II

Antes de comenzar el viaje, Ramón revisó que todo estuviera en orden, las luces, los espejos, el botiquín, el dinero para la gasolina, una pequeña estampa de San Judas Tadeo que siempre llevaba cuando conducía y las tres palabras que diría a Valeria en su lecho de enferma.  Las repitió como a una jaculatoria, como si fuera un conjuro poderoso que lo protegería de los peligros desconocidos que le esperarían durante su travesía.  Cerró los ojos y se concentró en la imagen del santo, “es un milagro simple, son solo tres palabras”, rezó en el instante en que emprendió el que tal vez fuera el último viaje de su vida.

Al dejar la ciudad, creyó estar perdido, “cómo ha cambiado la troncal de café”, pensó.  Se equivocaba, la vía permanecía casi intacta.  Ramón lo ignoraba porque nunca había conducido tan lento como para poder apreciar el paisaje que el afán siempre escondía.  Con asombro, descubrió los detalles de lo que para él antes era sólo una carretera, el manantial que nacía bajo una roca blanca, una acacia frondosa en medio de un amplio patio, un sendero de eucaliptos en la cima de una colina y la imponente figura de Cerro Tusa.  Era curioso, al final de la vida, cuando ya le quedaban pocos años, Ramón por fin tuvo tiempo suficiente para disfrutar la belleza de lo que antes era su rutina.

Por más que se sintiera inseguro al conducir luego de varios años, se alegró de haber comprado la carraspanda y de no haber tomado un autobús.  Manejar era uno de los últimos placeres que añoraba darse, así no tuviera los reflejos para hacerlo a una velocidad que le produjera vértigo.  No sin cierta picardía, abrió la ventana y recordó que Valeria odiaba tanto el calor como él, entonces se regodeó pensando que ella era la única mujer que prefería sentir el viento sobre su cara a conservar el pelo limpio del polvo del camino.

Pasó al frente de Cuatro Palos, una fonda al borde de la carretera donde antes los arrieros solían desayunar y descansar las bestias.  “En este recodo, la historia se detuvo”, pensó mientras el techo de lata sobre las estacas, el comedor rústico y el fogón de leña desaparecían de su vista.  Le hubiera gustado detenerse, pero quería llegar donde Valeria.  No tenía afán, pero a la velocidad que conducía tampoco le sobraba tiempo.

Casi a la mitad del trayecto, unos policías lo detuvieron para verificar la vigencia de su licencia de conducción.  “A los 74 años, no es el documento, es la vida la que está vencida”, les dijo en tono de súplica, con miedo a fracasar en su proyecto.  Unos días antes, la edad le había impedido alquilar un coche, ahora no le estropearía el viaje.  Decidido, sacó fuerzas de las tres palabras que había escogido para el encuentro y le ofreció al oficial dos billetes de la más alta denominación.  “Cuando los hijos tienen la edad de los míos, la obligación de dar ejemplo ha expirado,” le dijo al policía que sobornaba, no sin antes imaginarse los regaños de sus parientes una vez se enteraran de lo sucedido.

Pese a que disfrutaba incluso de los inconvenientes del viaje, sintió un repentino deseo por llegar rápido a su destino.  Se imaginaba abriendo la puerta de una casa estilo colonial, saludando a un grupo de extraños y encontrando a Valeria en la cama, enferma, esperando, quizás, a que él se decidiera a verla.  Le atemorizaba saber que los años habían construido una montaña bajo la cual no podría reconocerla.  Con seguridad la vida se habría encargado, como siempre, de marchitar la belleza, su piel no sería lisa, olería en cambio a enfermedad y vejez, sus manos estarían ajadas y arrugadas, llenas de punticos negros, ahora caminaría lento y no con la rapidez y el enfado con que lo hacía antes.  Los recuerdos de Valeria joven se sobreponían con la ahora imaginada en una cascada de emociones, de lágrimas que recorrían altivas las mustias mejillas de Ramón.  Desconsolado, maldijo la edad, la promesa del cielo no era ya un consuelo, la belleza es efímera, jamás inmortal.

Al momento de abandonar la troncal del café, reconoció las luces de su pueblo esparcidas sobre la misma montaña que hace unos años carecía de luz eléctrica y que de noche parecía un telón negro que ocultaba el resplandor de las estrellas.  Tuvo miedo, en cinco minutos estaría al frente de la casa de Valeria. La imaginó joven, madura, anciana, con otro.  No había tiempo para arrepentirse, era necesario repetir las tres palabras escogidas, no fuera a ser que el viento se las llevase y se quedara mudo frente a la enferma.

III.

Luego de muchas explicaciones, le dejaron entrar a la casa donde estaba Valeria.  Le habrían expulsado, si hubieran sabido de los furtivos encuentros que ocurrieron a solo unos metros, en la que entonces era la vivienda de Ramón.  Compungido y atemorizado, como un niño esperando el regaño de su madre luego de una travesía, se dirigió a la habitación de la enferma sin retirar la mirada de los graciosos arabescos de las baldosas que pisaba.  Sin saludar y sin hablar se sentó en la primera silla que encontró vacía.  Dejó pasar el tiempo repitiendo las tres palabras y acopiando fuerzas para lanzarse al precipicio.

Los ojos de la enferma lo llamaban, lo habían llamado desde hacía muchos años, pero jamás se había acostumbrado al dolor que le producía escuchar esas voces.  Los enfrentó sin detallar otra parte del cuerpo.  Sufrió al comprobar que era cierto, la vejez había construido una montaña de  desencantos sobre lo que antes era Valeria, aunque sus ojos todavía brillaban con fuerza, como antorchas sumergidas en pozos secos, como rayitos de estrellas que se dejan ver al final de un túnel.  En ellos estaba escrita su historia con Ramón, la real y la ficticia, aquella en que ambos se amaron hasta el cansancio contemplándose en silencio, descubriendo que solo un segundo de compañía bastaba para festejar la vida, aquella en que un compromiso forzó un adiós que destruyó para siempre la alegría, aquella en que las horas se llenaron de ocupaciones para distraer la mente de la condena que era existir sin Valeria, aquella en que los sueños de ambos se entrelazaban en las noches, mientras los cuerpos dormían.

Sin temor, se acercó a Valeria, le sujetó la mano y le susurró las tres palabras al oído.  Nadie pudo escucharlas, tan solo Ramón se percató del gesto de abrir los ojos que ella hacía cuando algo le gustaba.  Emocionado casi hasta las lágrimas, se sentó de nuevo hasta que le insinuaron que ya era muy tarde para las visitas.  Caminando lento se dirigió a la carraspanda, sonreía, hacía lo posible por reír, hacía muchos años le habían impuesto una condena que lo obligó a desperdiciar la mayor parte de su vida, ahora quedaba poco tiempo y no quería perderse ni una sola brizna de alegría.

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(*) Colaborador.

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