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La canción del final del mundo

El Caminante
El Caminante

Fernando Araújo Vélez *

Cuando escuchaba una canción quería meterse dentro de ella, quería que los violines y la guitarra y el piano fueran sus vísceras, que la melodía fuera el camino y que la letra fuera él, pero no sabía explicarlo muy bien.

Cuando escuchaba una canción se imaginaba que el mundo y todos esos años de ir y volver eran esa canción, que no había nada más y tampoco nada menos, que lo único que existía era ella y que él podía hacerla suya, pero no suya para tenerla al lado, a su lado, andar con ella o bailar por ella, no suya para cantarla u oírla.

Cuando escuchaba una canción sentía que él era esa canción, pero no sabía explicarlo ni a medias. Era él en el tono, en la historia, en las variaciones, en el principio y el final, en la mitad. Era él y se perdía en ella, y deseaba que alguien más fuera ellos dos.

Cuando escuchaba una canción se proponía cambiar para no quedarle mal. Entonces era gitano, vagabundo, solitario, enamorado, olvidado, caminante, borracho, quijote, escéptico, iluso, navegante, muerto, triste, loco o feliz y cigarrillo en su boca como Sabina, claro, lo que ella dijera.

Debía ser por todo eso y por lo que no sabía explicar muy bien que cuando escuchaba una canción le daban ganas de gritar y llorar y cantar, abrir una ventana y acabar de una vez por todas con esa canción.

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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online. Tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos del periódico El Espectador.

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