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La belleza de las mujeres

Flickr, Mark Sebastian
Flickr, Mark Sebastian

Luis Alberto García (*)

A Laura

Hay mujeres bellas y hay mujeres feas: lamentablemente es así. No todas pueden ser bellas, y por fortuna, no todas las féminas son feas. Demográficamente hablando habría que establecer cuál de las dos líneas prevalece en la actualidad, cuál bando tiene su mayor populación. Con tantos tratamientos cosméticos y cremas hidratantes a bajo costo, seguramente el número de feas ha disminuido considerablemente en estos últimos tiempos; o por lo menos, felizmente, se ha reducido a su mínima expresión. Quedan pocas mujeres tan feas como Oliva, y por más que uno se lo piensa, nadie entiende qué vio en ese palillo con pelos y botas, el marinero Popeye. ¿Efecto alucinógeno de la espinaca, tal vez? ¿O simple estulticia de Bluto, el eterno secuestrador de Oliva? En ese caso, por simple prevención estética, habría que proscribir esa hortaliza de cualquier dieta alimenticia y estar atento a la gansada de un competidor.

Han disminuido las feas, pero el mundo por el contrario es cada vez más feo. El mundo ha entrado en la fase histórica de la fealdad total, dice un personaje de Milan Kundera. Y más tarde, este mismo personaje, agrega: la belleza como error es la última fase de la historia de la belleza.

Para los admiradores de la belleza femenina, entre los que me ubico a la vanguardia,  que el mundo sea cada vez más feo no reviste ninguna importancia. Pero preocupa, eso sí, que las mujeres vivan cada vez más en un mundo feo, y terminen, tarde o temprano, por copiarlo. Sería el horror total,  una pesadilla sin fin: un mundo feo en un mundo de mujeres feas. Vinicius de Morais lo dijo muy bien en su poema Receta de Mujer, cuando afirmó: las muy feas que me perdonen. Mas la belleza es algo fundamental.

Bello e inesperado debería ser el mundo, porque la belleza de la mujer es así: bella e inesperada. Un bólido que nos golpea los sentidos. Un hálito que nos roba el aire. Un barco desanclado en el cual abandonamos puerto.

Desde los griegos, tal atributo estético ha ocupado nuestra mente. El primer certamen de belleza, una suerte de Miss Universo de la antigüedad, terminó mal: entre las tres participantes al reinado, Paris -juez supremo-,  dictaminó que Afrodita era la más bella, merecedora por tanto de la manzana que había dejado caer Eris, la diosa de la discordia. Hera y Atenea, las otras dos participantes, montaron en cólera.

La belleza, todo aquello que produce placer y armonía a nuestros sentidos y al intelecto, mayormente ha estado asociada con la figura de lo femenino, y si no ha sido así, en alguna parte debe estar el error. Desde Giorgione hasta Botero, la mujer  –encarnación misma de la Belleza- ha sido la musa inspiradora del Arte, la que dirige los pinceles, la que agita los falos del mundo.  Recuerdo una frase de Pierre-Auguste Renoir, citada por Coetzee: je peins avec ma verge.

Desde el famoso diálogo entre Sócrates e Hipias que Platón recoge en El Primer Hipias, donde se indaga sobre la esencia de lo bello, se colige que lo bello es el punto de encuentro donde coinciden lo sensible y lo inteligible, pues no es deseable lo uno sin lo otro. En la verdadera belleza convergen, como las afluentes aguas de dos ríos, la belleza de los sentidos y la belleza del intelecto. Hipias, que confunde la idea de la belleza con la belleza misma, llega a decir, casi de modo redundante, que lo bello es una mujer bella. No lo culpo, pues muchas veces para mí también belleza y mujer se confunden.

Contrario a la cara especulación de que la mujer bella es por antonomasia poco intelectual, la belleza que atrapa los sentidos resulta insuficiente sin tal proceso no conlleva la capacidad de discernimiento. Hemos asociado la belleza de la inteligencia con la fealdad, tal vez viendo a nuestras viejas compañeras del colegio -ataviadas con esos lentes de culo de botella y esos moños detestables-, y nos hemos acostumbrado a ello. Por lo general, la Oliva del curso era la que sacaba las mejores notas, mientras la chica del cuerpo grácil y los senos de cerezos en flor se la pasaba todo el día pensando en musarañas. En ese caso, por lo menos hay que abonarles a las feas su gran capacidad de resistencia, pues al igual que la Betty de la telenovela, todas ellas terminan en su lucha, finalmente por convertirse en mujeres inteligentes; y las bellas que no necesitan ya de tal atributo, en simples hembras frívolas. El caso de Betty embarga, no obstante, una trampa: no es que ella fuera fea como nos hizo creer, sino que vestía su belleza con la fealdad. Una vez se soltó el pelo y se cambió de traje, nos percatamos del engaño. De modo que esa puede ser una buena receta para las feas: cambiarse el peinado y comprarse un buen vestido.

Hay simetría en lo bello, sin duda, y eso quiere decir que el mundo es cada vez más caótico, menos proporcionado en sus formas, proclive a la entropía.  Por fortuna, quedan  muchas féminas bellas e inteligentes que hacen de esta tierra un lugar más amable a los sentidos. Tienen, eso sí, una gran responsabilidad por delante: no sucumbir ni copiar la fealdad del mundo.

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(*) Colaborador.

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