El Magazín

Publicado el elmagazin

La autobiografía artística de Picasso

 

Beatriz Dávila Reyes*

“El arte es esa mentira que nos hace darnos cuenta de la verdad”, dijo Picasso alguna vez. Cómo era el mundo a través de los ojos de este genio, qué verdades nos hizo ver el artista más importante del siglo XX, está registrado en miles de obras. Porque el arte era su forma de hablar, y como decía la escritora norteamericana Gertrude Stein, quien fue su amiga y lo acompañó en sus búsquedas, Picasso era un hombre de ideas. Un artista literario y filosófico que escribía con arte las complejidades de su pensamiento. Fue quien regresó a la pura forma, a los objetos vistos por primera vez, a las imágenes de la Modernidad y eso fue el Cubismo y por eso también dejó atrás el Cubismo. Porque no buscaba un estilo pictórico sino su propia lucidez, y por eso su lucha fue tan dura y solitaria y su éxito tan contundente.

¿Con qué criterios Picasso conservaría algunas de sus creaciones como su autobiografía artística, a sabiendas de que éstas serían exhibidas luego de su muerte como un testimonio de su vida personal, sus procesos y evolución irrefrenable, su relación con España y su temperamento español, la movida intelectual parisina, los otros grandes maestros, las mujeres, la política, las angustias de la guerra, los estilos de los que fue pionero, los movimientos que influyó y lo influyeron? ¿Qué obsesionó, inspiró y marcó al más famoso artista del siglo XX?

La respuesta la sugiere la exposición “Picasso: obras maestras del Museé National Picasso, de París”, que visita por estos días la Galería de Arte de Ontario, en Toronto, y que ha pasado por Sydney, Tokio, Madrid, Moscú, San Petersburgo, Helsinki, San Francisco. Se trata de una amplia y diversa muestra de dibujos, grabados, collages, ensamblajes, pinturas y esculturas de todas sus etapas, experimentos, propuestas y periodos artísticos. Son 147 en total, entre obras que Picasso no quiso vender y otras tantas que decidió recuperar, presumiblemente, porque consideraba que contenían piezas claves en su proceso creativo y desarrollo de su siempre cambiante y arriesgada visión artística.

“Pinto de la misma manera que algunas personas escriben una autobiografía. Las pinturas, terminadas o no, son las páginas de mi diario y como tales, son válidas. El futuro elegirá las páginas que prefiera”, dijo Picasso a una de sus musas y la última de sus amantes conocidas, la también artista Françoise Girot. Genera fascinación pensar cuáles son las obras específicas que elegiría el artista malagueño, cuidadosamente, durante 75 años de carrera, para escribir con los diversos e innovadores lenguajes que creó con la plástica, la biografía de su vida artística. Es decir, su vida: una dedicada con pasión, obsesión y tenacidad a la creación, y a reinventar los principios de la pintura misma y a hacer evidente que es eso: un artificio, un objeto plano, una mentira que nos puede dar una luz sobre verdades muy profundas.

La exposición se presenta orgullosamente, ni más ni menos, que como los Picassos de Picasso. El testimonio pictórico de la figura más comentada, famosa y emblemática del arte moderno. Con ella tenemos el privilegio de conocer la versión de Picasso por el propio Picasso, quien decía que cuando pintaba sentía que todos los artistas del pasado estaban detrás de él. Porque Picasso se sabía genio, más que por vanidad, porque sabía que tenía una lucidez única que le daba una responsabilidad ineludible de comunicar lo que veía, las formas puras de su tiempo. Con esta exposición se conoce cómo Pablo Ruiz Picasso quiso dar forma a su legado y la manera como quería que se contara su historia, la del artista moderno por excelencia que transformó el quehacer artístico de forma definitiva.

Anne Baldasari, curadora del Museé National Picasso, ha querido que haya poco texto para no condicionar la libre lectura que debe tener el arte. Tampoco ha querido ser reiterativa en los periodos de Picasso que los historiadores del arte han definido, mezclando así piezas de diferentes estilos y lenguajes en un mismo espacio y agrupándolas por momentos artísticos o biográficos que irremediablemente van de la mano. Fiel a su espíritu, ha querido que la mediación entre la obra y el espectador sea mínima. Es decir, que estemos más cerca de la intención del mismo Picasso y nos enfrentemos a la lectura del artista como una narrativa abierta.

El español siempre buscó la libertad en el arte, incluyendo su reticencia con respecto a las clasificaciones artísticas, los membretes de los movimientos o limitaciones de cualquier índole, así como la ambigüedad: tanto en los medios que utilizaba (la “impureza de su técnica”, diría Bassari), como en la diversidad de lecturas. En efecto, hay obras de los que han sido llamados su periodo azul, periodo rosa, su faceta expresionista, cubista, su nuevo periodo rosa, su etapa neoclásica, surrealista. Pero se mezclan un poco y solapan, de la manera como Picasso trabajaba y consolidaba varios estilos de forma simultánea, de la misma manera que podía volver libremente a sus diversos lenguajes.

Picasso, por él mismo

Presentada como una suerte de colección autobiográfica, la exposición es un registro cronológico que da cuenta de las transformaciones, radicalismo y diversidad de la obra, ligada a sus reflexiones, encuentros fortuitos, experimentos, desde comienzos del siglo XX hasta 1972, el año anterior a su muerte. Comienza con algunas obras juveniles del artista malagueño, de padre también pintor, cuya primera palabra fue “piz” para pedir un lápiz y que a los doce años, decían, pintaba ya como los más grandes maestros del Renacimiento.

Vemos algo del conocido período azul: el momento en que Picasso, de 19 años, regresa de París a Barcelona, alucinado, más que por sus contemporáneos, por la generación anterior, y notablemente influenciado por Lautrec en su paleta, trazos y temas; e impactado por la falta de colorido de España en contraste con la seducción de los países latinos, y -a lo mejor por el suicidio de su amigo, el poeta Carlos Casagemas-, comienza un período algo triste, dominado por los tonos azules y la representación de los marginados sociales de la Modernidad.

Por fin, en 1904, cuando pudo reunir suficiente dinero para instalarse en París, inspirado por el colorido del barrio Montmartre y la amistad con Guilleume Apollinaire y Max Jacob, y por el encanto de la Ciudad Luz, se vuelca hacia la vitalidad del circo y la escena teatral: su famosa época rosa. En su interés de pintar lo que ve, se inspira en la escultura: empieza a engruesar las líneas y hacer más pesadas las formas. A esta época pertenece su autorretrato de 1906, ruptura con la pintura académica, y que es su época negra y sus experimentos con verdes, paisajes y que retoman un lenguaje escultórico.

Las búsquedas estéticas de Gauguin en el primitivismo, los planteamientos de Cezanne sobre las percepciones visuales simultáneas y el análisis geométrico de las formas, además de una exposición de máscaras de arte africano y oceánico, dan un giro total al lenguaje de Picasso. Cabe destacar dentro de la muestra Tres figuras bajo un árbol y los estudios para Las señoritas de Avignon: pintura que se aleja del realismo, carente de profundidad espacial, que rompe con la representación clásica del cuerpo femenino con cinco prostitutas de cuerpo angulares y planos y caras que recuerdan las máscaras africanas. Obra que no sólo sentó las bases para el Cubismo, sino que es emblemática del arte Moderno y que, se dice, marcó el inicio de éste.

La colección nos deja entrever su evolución pictórica y sus procesos. Somos testigos de la manera como el artista pasa de una etapa artística a otra, generando ruptura tras ruptura. Cómo dialogaba con el pasado y se nutría de otros creadores, siempre queriendo ir más allá. Cómo reflexionaba sobre los medios y desdibujaba las fronteras entre cada uno o sugería la superficie plana y el carácter de objeto, de artificio de la pintura que sus antecesores trataban de disimular.

Cómo el Cubismo del cual fue pionero (aunque parte del crédito lo tenga también Braque) fue surgiendo a través de la confluencia de su encuentro con el arte primitivo y el análisis de las formas, y cómo sugería una multiplicidad de perspectivas; y cómo fue desplazándose hacia otra forma de Cubismo, el sintético, más limpio y menos cúbico, donde deconstruía la forma, la temporalidad y el color, combinaba la imagen, palabras, fragmentaba y reensamblaba. Vemos algunos de los primeros collages, sus experimentos con formas geométricas, recortes, construcciones y una suerte de ensamblajes que desdibujaban los límites entre la pintura y la escultura.

El auge del Cubismo, cuando ya había sido aceptado y se formaba un movimiento cubista, es sucedido por un clasicismo en Picasso, de formas redondas, que da paso a un período alegre y nuevamente realista. Giros que se explican por un viaje a Italia para diseñar el montaje y el vestuario del ballet Parade, de Jean Cocteau y música de Erik Satie. Vemos también cómo se aproxima por momentos a los surrealistas y de estos diálogos crea esculturas y pinturas cercanas al movimiento, con figuras eróticas, algunas alegres y ambiguas, como los grandes desnudos inspirados por Marie Therese Walter; otras más fantásticas y perturbadoras.

Dicha visión se transforma a mediados de 1930 con la guerra civil española, y la presencia de la poeta y fotógrafa surrealista Dora Maar, cuyo carácter trágico se refleja con rostros trágicos y angulosos. En este momento crea su obra maestra, Guernica, cuyo proceso es fotografiado como una suerte de reportaje gráfico por Maar y en el cual ella participa activamente. La ocupación nazi de París trae colores lúgubres, calaveras, oscuridad en su obra e impulsado por la visión política de Maar, se une al partido comunista francés. En 1951 crea la pieza Masacre en Korea, una de las pocas abiertamente políticas, que denunciaba la intervención estadounidense en el país asiático.

La última etapa exhibe piezas más juguetonas y coloridas, la joie de vivre y los años con Françoise Girot, la luz cálida del sur de Francia, su vida al lado de su segunda esposa, Jacqueline Roque, y la influencia de su amigo Henri Matisse: el único de sus contemporáneos que Picasso consideraba su par. Reprodujo con su lenguaje grandes obras de creadores clásicos y retomó los motivos que habían representado Rembrandt, Velázques, Delacroix. Continuó trabajando sin descanso. Declaraba que se le agotaba el tiempo y cada vez tenía más que expresar: “Lo que tengo para decir es, cada vez más, algo sobre el movimiento de mi pensamiento. He alcanzado el momento, sabe, en el que el movimiento del pensamiento me interesa más que el pensamiento en sí mismo”.

El siglo XX y sus formas

Este registro artístico hace evidente la influencia que ejerció cada una de las seis mujeres más importantes de su vida y cómo Picasso creó todo un nuevo lenguaje en torno a cada una de ellas. Destacan la escultura de su novia de juventud, Fernande Olivier, formada de cortes verticales sin volumen, antecedentes del cubismo; el Retrato de Olga Khokhlova, su primera esposa, de estilo realista y que haría parte de su segundo período rosa; El Beso, de carácter francamente sexual y ambiguo y que coincide con el momento de vigor, sensualidad, formas redondas y colores pasteles, manifiestos también en sus pinturas surrealistas, que trajo consigo la aparición de la rubia de 17 años Marie-Therese Walter.

El bellísimo Retrato de Dora Maar, (uno de los pocos en los que no la presenta de forma trágica como la mujer que llora y que capta en su inquietante belleza y complejidad), la pintura Françoise con manos cruzadas, donde expresa toda la fuerza y el temperamento artístico de la pintora; y otro con el mismo nombre, tierno y juguetón, de 1969, inspirado por su segunda esposa, Jaqueline Roque.

Nos da luces sobre cómo Picasso se alejó de la representación naturalista y de la búsqueda de la belleza clásica para proponer otras formas estéticas y también otras formas de hacer arte. Absorbió los íconos de su tierra de nacimiento, pintó y esculpió a sus mujeres y con cada una de ellas creó nuevos lenguajes, plasmó los temores y conquistas de su tiempo, pensó en la muerte, en la belleza, en el amor, en sus propios demonios, en la sensualidad, en el arte, en la vida, en la política, en la guerra y nuevamente en la muerte, en la suya propia.

Stein, con gran lucidez, nos explicó la genialidad de un español que en parte por su origen, por su identidad entre árabe y europea, tenía la capacidad de ver la realidad de las formas y las rupturas de su propio tiempo. Fue el primero de su generación en describir con arte la realidad del siglo XX, mientras todos los demás creían ver todavía el siglo anterior. Creían estar visualmente en una realidad continua desde el siglo XIX, cuando absolutamente todo había cambiado y eso lo hizo evidente la guerra, cuando las dinámicas del mundo habían vivido cambios radicales que transformaban el espíritu y las formas.

Nunca supo cómo iba a hacer las cosas, “cuál sería el punto de hacerlas”, decía. Pero siempre las emprendía, aquí con la influencia de París, de Rusia, del arte africano, de la caligrafía, allá de los surrealistas, pero tampoco era surrealista porque no era fantástico. Él no pintaba lo que imaginaba o soñaba, sino lo que veía. Por el contrario, lo que buscaba era ser totalmente realista, poner cada vez menos de él en sus obras y encontrar la forma pura. Y siempre, sacudiéndose de influencias y volviendo a ser Picasso. Picasso era, ante todo, un creador que, como lo definía Stein, no necesariamente estaba delante de su generación, pero sí fue el primero de su generación en tener la conciencia de lo que sucedía con su generación.

Por eso Picasso fue tantos Picassos, porque devoraba y asimilaba influencias con un manejo perfecto de la técnica, y siempre se vaciaba de aquello que no era él mismo y volvía a empezar, siempre limpiando su visión nuevamente y alejándose de lo que todos veían, que trataban de representar con sentimiento, agudeza o expresividad, pero más o menos lo mismo, y que no era la realidad que él veía, porque él tenía una mirada fresca: sin interpretaciones, conocimiento ni memoria. Por eso, hasta un poco antes de morir decía que buscaba poner cada vez menos de sí mismo en el lienzo.

Ella sostuvo que fue el primero de su generación que podía ver realmente lo que le estaba pasando a sus contemporáneos, y que decirlo implicaba un poco de fealdad. Que tanto antes del éxito como ahora, siempre han sido pocos los que realmente lo han entendido. Pero Picasso, como creador, tenía que hacer lo que tenía que hacer (“La pintura es más fuerte que yo. Puede forzarme a hacer lo que ella quiera”) y era en parte destruir la pintura como se conocía hasta ahora y que era también lo que estaba pasando en el siglo XX. Un momento de ruptura total. Picasso nos enseñó que todo acto de creación es también un acto de destrucción.

Nota al pie

Hay algo que no deja de inquietarme, y es si esta es una suerte de autobiografía artística que Picasso quería, en efecto, conservar para narrar su historia, porque la consideraba una muestra completa de su prolífica trayectoria, lenguajes, transiciones de manera consistente. ¿O se trata de una colección seleccionada algo más azarosamente, en la que podía haber tanto obras que registran su evolución pictórica, otras decisivas dentro de esta, otras algo menos valiosas artísticamente pero de índole más personal, como otras que en su momento era preferible no dar a conocer?

La colección contiene varias piezas de contenido erótico o abiertamente sexual, sin sutilezas. No es secreto que una fuerza creativa muy poderosa para Picasso fuera el sexo. Para él, el arte estaba necesariamente relacionado con el erotismo: “no hay arte casto”, declaró. Aunque la curaduría no hace demasiado énfasis en esto, pueda estar relacionado con aquello que Mario Vargas Llosa explicó en el artículo publicado en El País, titulado El pintor en el burdel, publicado en El País en abril de 2001 y que retoma en su más reciente libro La civilización del espectáculo: como una omisión que evitaba herir la sensibilidad moral puritana de sus clientes norteamericanos, temiendo que esto pudiera afectar su éxito comercial. “Debilidades humanas de las que no están exentos los genios”, anotó el nobel, no sin gracia, sobre la “excitante muestra”.

Parte de la colección, que en 2001 se exhibió en el Jeu de Paume de París por primera vez, son algunas piezas como la serie de pinturas surrealistas Figuras a la orilla del mar, de 1931, o los dibujos eróticos de 1945. Vargas Llosa señala también los nexos de Picasso con el Partido Comunista, que delimitó temporalmente los motivos de sus cuadros: el arte debía privilegiar la estética realista socialista. De ser este el caso, la muestra es doblemente interesante, no sólo porque nos revelaría algunas piezas claves en la vida de Picasso y en la evolución de su arte: también un Picasso censurado por sí mismo, que, además, hoy se exhibe en Norteamérica.

*Periodista cultural e investigadora en historia y teoría del arte.

 

Comentarios