Adriana Marín Urrego
México dejó de leer. El número de analfabetas baja, es cierto, cada vez más hay gente que sabe leer las señales de tránsito, los avisos de los periódicos y los contratos de trabajo. Pero ya no hay nadie que lea, así, por leer. México dejó de leer y ahora ocupa el puesto número 107 de 108 en la Unesco con relación a los hábitos de lectura. México dejó de leer y se tropieza, de a poco, en lo social, en lo político y en lo económico. México dejó de leer.
Eso denuncia David Toscana en un ensayo que se publicó esta semana en el New York Times: “El país que dejó de leer”, curioso título. Y cuestiona, casi inmediatamente, después de repasar la historia de la educación mexicana – a grandes rasgos y en imágenes, claro – al gobierno, al sistema educativo. Porque la culpa, según él, es del sistema. ¿Cómo es posible que yo entregue un niño por seis horas, todos los días, cinco días a la semana y usted me devuelva a alguien que es, básicamente, analfabeta?, pregunta.
Porque hoy, que cada vez más niños tienen acceso a la educación, es la educación la que no está enseñando lo que debería. Los profesores enseñan lo que es más fácil de enseñar y no lo que los niños deberían aprender. No enseñan a leer. Los libros de literatura se cambian por libros de historia o de biología, de cálculo o de ingeniería. Las humanidades se ponen de lado porque no son importantes. El país, México, y eso es lo que denuncia Toscana, está graduando de sus universidades importantes ingenieros que dicen, abiertamente, que no les gusta leer. Los colegios y las universidades se convirtieron en fábricas de empleados, estudiantes sin ningún reto intelectual, que llegan a graduarse siempre y cuando cumplan con una tabla de asistencia y con una ciega entrega a sus profesores. Educan tuercas de una máquina para una sociedad, que funcionen, no que piensen. Esa – o algo así – es la crítica de Toscana.
Ahora, ¿por qué nos importa a nosotros que México no lea? ¿No hay nada que les resulte a ustedes, colombianos, conocido? ¿No? Pues resulta que Colombia también dejó de leer. La crítica mexicana se podría atribuir a nosotros. Tenemos una de las ferias del libro más importantes de Latinoamérica, tenemos bibliotecas y librerías y tenemos todas las posibilidades. Pero no leemos. Y las cifras no mienten: en Colombia se leen 2,2 libros al año, el 10% de la población lee por actualización cultural y el 32% compra libros. Estas son cifras bajas por sí mismas, pero resultan aún más impactantes cuando se comparan con las de otros países. En España se leen 10,3 libros al año, en Brasil el 55% lee por actualización cultural y en Estados Unidos el 59% de la población compra libros. ¿Qué es lo que sucede ahí? ¿Por qué? Además, a las cifras anteriores hay que añadirles una más y, tal vez, la más diciente: el 67% de los colombianos afirman que no leen, porque no les gusta.
La cuestión acá no es la de señalar y empezar a buscar culpables. Que es el gobierno, que es el sistema, que son las personas que no leen. La cuestión acá es hacer una fuerte reflexión sobre el fondo del asunto. El problema es que nunca nos enseñaron a leer. No en el sentido del reconocimiento de fonemas ni de sílabas, ni de su combinación en frases sencillas. Todos pasamos por el “mi mamá me mima” y el “yo amo a mi mamá”. El leer, para nosotros, siempre fue una obligación. Una obligación que, además, nunca tuvo fundamento. Nunca nos enseñaron, realmente, por qué era importante para nosotros. Siempre había otras cosas más importantes. O era una tarea del colegio, casi siempre mal puesta para la edad, o estábamos tan ocupados haciendo tareas de cálculo y biología, que no nos quedaba tiempo para leer, lo que quisiéramos, lo que nos gustara. Y como crecimos con esa idea, de que era algo impuesto y algo aburrido, preferíamos, cuando por fin teníamos un tiempo libre, resguardarnos en la televisión, los videojuegos y, más adelante, en el chat.
Solamente los más sensibles se sobrepusieron a esa situación y se atrevieron a leer. Y leyeron. Y descubrieron, primero, lo placentero que resultaba y, después, sin quererlo, todos los beneficios que traía. Porque cuando no se lee se nota en la lengua – como dicen muchos anuncios publicitarios últimamente – y en el texto. Para no ir muy lejos, sólo es revisar los parciales de los estudiantes universitarios y mirar la ortografía con la que escriben por las redes sociales. Es ahí donde se evidencia la cultura de un país, no solo en las cifras. Estudiantes universitarios, de últimos semestres, escribiendo con mala ortografía y hablando con los términos viciados que les llegan de la televisión. Porque como no leen, no tienen un filtro: su propio filtro. Influyen entonces los padres, los colegios, la gente. Todo. Habría que empezar a crear cultura de ceros. Es posible que los precios de los libros también influyan, claro. Pero ese es otro tema.