
Juan David Torres Duarte
Los Premios Óscar galardonaron, sobre todo, la destreza técnica con ‘Gravity’. Sin embargo, las historias en apariencia sencillas perdieron campo. Una defensa del filme de Alexander Payne.
Nebraska, dirigida por Alexander Payne, fue injustamente olvidada en los premios de la Academia. Parece que ahora —o quizá siempre— la fuerza de la técnica le gana a la fuerza de las historias: por encima de las historias sencillas pero profundas, la maravilla de las dimensiones y los juegos digitales acaparan la atención. La Academia se vio bien servida con Gravity, de Alfonso Cuarón: una experiencia visual, que debe ser vista en pantalla grande, encerrado por la oscuridad del teatro. ¿Por qué olvidaron a Nebraska?
Nebraska recuerda bien que para contar historias no es necesario deslumbrar con la técnica. Hay que cuidarla, sí, pero no convertirla en primer plano; el énfasis está en la historia, en sus rudimentos. Este relato es, en breve, de esta guisa: Woody Grant (Bruce Dern), un hombre ya viejo, quiere reclamar en Nebraska un premio falso de un millón de dólares. David (Will Forte), su hijo menor, busca desviar sus pretensiones. Sin embargo, decide acompañarlo en ese viaje, en el que se detienen por un momento para reunirse con su familia, siempre lejana y carente de afecto.
En ese viaje sucede Nebraska. El filme, con la belleza antiquísima que otorgan sus imágenes en blanco y negro, retrata a un viejo cuya vida pasada es desconocida, demasiado oscura. Ésa es una de sus fortalezas: sabe ocultar para revelar. A pesar de que los datos biográficos sobre Grant son mínimos —alguna novia que conoció antes que a su esposa, otras tantas con las que se acostó—, Nebraska sabe que el pasado impacta con más fuerza en el presente que en el recuerdo; en el gesto de Grant tomándose una cerveza, menos amarga que su propia vida; en su mutismo infranqueable, de respuestas breves y secas; en su vestimenta descuidada, arrojada a la nada. Grant recuerda a esos grandes personajes que han encontrado en la amargura y la indiferencia el único modo de vivir, y que gracias a ello saben más de la condición humana que el resto de sus coterráneos.
Ese pasado oculto juega a favor de la historia porque pesa como el hormigueo de un miembro cercenado: está, pero en realidad no está. Cuanto lleva Grant sobre sus hombros es el peso fatídico del pasado; no es necesario conocer detalles sobre él, sólo ver sus consecuencias. La interpretación de Bruce Dern anuda todas estas pretensiones con su tono de voz cercano a la carraspera, con su aparente demencia y el olvido total de sí mismo. ¿Cuánto pesa la vida? ¿Cuánto pesan los actos y las palabras que no se dijeron a tiempo? Nebraska es una película de ausencias.
Pero toda la desdicha podría ser curada por un premio de un millón de dólares, que, de tanto que repite Woody Grant, parece real. Toda su esperanza se basa en un hecho falso, que él quiere controlar pero no puede, que él parece saber que es falso pero no lo acepta. Grant ha perdido toda su energía en un matrimonio que apenas cumple los vínculos religiosos, con un par de hijos a quienes nunca prestó atención y con una vida entregada a los demás en un pueblo pequeño y sin oportunidades. Es la tristeza y el arrepentimiento puestos en la carne, con cierta cantidad de decidida dignidad.
Esta historia, que tiene la profundidad propia de la poesía, se apoya en planos lentos, diseñados con detalle, y con diálogos breves pero sentenciosos: Kate Grant, la esposa de Woody, enseñando sus calzones a la tumba de un antiguo conquistador; Woody Grant en el carro de su hijo, cabizbajo, con la gorra que le han dado como premio de consolación; la mirada fija de David antes de golpear a Ed Pegram, una venganza más allá del tiempo. Allí está la historia, la carne y el espíritu de seres humanos comunes que tienen luchas trascendentales. Allí está la historia real, la que crea arte, lejos de los computadores y los dígitos.