Fernando Salamanca (*)
Divergencias y convergencias
Las cabezas visibles del arte y la escritura colombianas han estado en constante desacuerdo. Fernando Botero y García Márquez, cada uno en su respectivo extremo. Extremos geográficos: el uno en el gran DF en México, en el que reside desde hace décadas; y el otro entre París e Italia, con escalas en Nueva York y Medellín. Extremos políticos: Gabo con su testaruda amistad con Fidel Castro, que le ha granjeado gran cantidad de críticas y enemistades en el continente; y el otro, desligado de la izquierda en la que un día creyó pero no profesó: tan alejado, que no habla de política y mantiene una posición de extremo centro, de inocuidad. Extremos, por supuesto, artísticos, Gabo es el autor vivo más leído en lengua castellana y la cifra de sus ventas escapan a cualquier cálculo moderado; Botero expone en cientos de museos en el mundo y es, junto con Picasso, Munch y Giacometti, los artistas en el siglo anterior que crearon todo un universo pictórico. Extremos maritales: Gabo cumplió más de cincuenta años de matrimonio con Mercedes Barcha, quien encarna el ideal latino de mujer dedicada al hogar, la protección y fidelidad; Botero en cambio estuvo casado con Gloria Zea, cuya familia pertenece a la élite bogotana, y desde hace treinta y cinco años con Sophia Vari, cosmopolita escultura griega.
Imágenes que reflejan el comienzo conocido de sus respectivas carreras: el joven reportero de Crónica en Barranquilla, cuya única posesión valiosa eran los borradores de su primera novela (“La Casa”), que dejaba como fianza en ocasiones de extrema pobreza en el burdel en que vivía. Y el próspero artista antioqueño cuyo primer éxito comercial en la Galería El Callejón le permitió ir a estudiar a Europa durante un par de años. Extremos incluso en las amistades: el célebre Grupo de Barranquilla, que según Germán Vargas “hacia de la amistad una forma de arte” y que llevó a Gabo a incluir el nombre de sus amigos en varias de sus obras; o la introspección y recogimiento característico en la juventud y madurez de Botero. Y en añadidura en este punto, las diferencias en las relaciones públicas, un Botero que se ha movido como pez en el agua en el poder político y cultural bogotano (han sido los mismos) y mundial, que lo convertía en un excelente relacionista comercial de sí mismo; y un García Márquez cuya timidez incorregible (y medio inventada) hacía que pasara desapercibido para muchos, no impactaba, salvo cuando demostraba de lo que era capaz.
Diferencias inclusive que llegan a ámbitos identitarios, al escritor de Aracataca todos le llaman con su nombre de pila (afamado por Eduardo Zalamea Borda): Gabo; al pintor antioqueño (según él mismo, de origen genovés) se le conoce mundialmente por su apellido: Botero.
Pero en este juego de diferencias que anticipan los comportamientos y discreciones (y sobretodo, las indiscreciones) de ambos artistas, queda claro que no se llevan bien. De parte de Botero las cosas están en un punto muerto: “Gabo me cae pesadísimo”, afirmó recientemente en una entrevista. Y el escritor no se ha pronunciado. Quizás lo haga. Tal vez. Pero a la hora de la revisión resulta que son más las similitudes que los contrastes entre ambos artistas. Que confluyen en una serie de síntesis y marco de referencia de sus creaciones artísticas, en las “realidades encontradas”.
Similitud en los orígenes: Gabo creció en un pueblo perdido e inhóspito de la costa Caribe en medio de la efervescente y efímera prosperidad de las bananeras; Botero en la Medellín de inicios de los años treinta, con un comercio que surgía con ímpetu y la muerte de Carlos Gardel como distintivo internacional. Estuvieron alejados de la capital, del centro económico y político del país, lo que les confería el molesto rotulo de “provincianos”, reivindicando la identidad regional de cada uno: Botero se reconoce en los “arrieros y comerciantes”, pinta al “hombre gordo antioqueño”, como apuntó el primer filósofo paisa, Fernando González; Gabo tuvo en el vallenato una fuente de aprendizaje, en sus declamaciones y narraciones de historias cotidianas, de la cultura no escrita, de la palabra hablada. Y de esta manera, al apelar a lo local sus obras se han hecho universales, entrando en contacto con las corrientes del mundo y de su época, además se han convertido en punto de referencia en la creación plástica y narrativa, respectivamente.
Y en el meollo mismo del trabajo y el estilo de cada quien resulta la realidad colombiana como un tema persistente. Gabo recurre a la metáfora para describir la realidad del trópico de su abuelo, el Coronel Nicolás Márquez, “la desesperanza y la soledad en una obra fatídica” (Cobo Borda, 2001) que tiene como telón de fondo la Guerra de los Mil Días (1899-1902) o la Masacre de las Bananeras (1928); Botero retoma el tema de la violencia colombiana en todas sus manifestaciones: los atentados ordenados por los jefes del narcotráfico, los líderes guerrilleros (el pequeño retrato a Tirofijo, hecho en 1999), las torturas paramilitares, las masacres de los servicios secretos. Vuelven una y otra vez a narrar la realidad inevitable del abandono y la indefensión de los ciudadanos ante el crimen, o de los hombres y mujeres ante el ineluctable destino.
En esta misma mirada plasman el continente latinoamericano, Botero mezclando “la realidad y la estética popular” que estudió juiciosamente en su viaje a México (1956) y los grandes maestros muralistas, movimiento que la crítica argentina Marta Traba calificaba como “una antiestética que contagió a todos los países latinoamericanos”, en contraposición con una nueva generación de pintores como Rufino Tamayo y José Luis Cuevas, quienes “renovaron la retórica del arte abstracto” (Traba, 2003). Precisamente, la admiración e influencia que ejerció Tamayo en la obra del joven Botero le llevó a una solución momentánea en el tratamiento del color (el predominio del rojo y el amarillo en sus pinturas de entonces) y de lo sensual de la imagen (como el Desnudo (en) blanco, 1943).
Por su parte, en Gabo hay una identificación no sólo del subcontinente latinoamericano y su peculiar forma de comprender y afrontar los vaivenes de la vida, sino “en general, de las mujeres y los hombres del tercer mundo” (Gerarld Martín, 2009).
En último lugar, la vivencia del arte se manifiesta en la etapa de búsqueda juvenil: Botero frecuentaba los cafés Lovaina y La Bastilla en Medellín, en donde se reunían y discutían los pintores consagrados como Pedro Nel Gómez e Ignacio Gómez Jaramillo; Gabo frecuentaba los cafés El Molino o El Automático en la “ciudad de los poetas”, en sus correrías de estudiante de Derecho. Y la vida licenciosa, si se quiere bohemia, no resulta desigual en ambos casos: Gabo vivió en un burdel que apodaban “El Rascacielos” en Barranquilla, siguiendo fielmente el consejo del escritor norteamericano William Faulkner de “…en la noche se conoce gente interesante y la paz de las mañanas es perfecta para escribir”; Botero era asiduo visitante de las casas de citas del centro de Medellín y otras zonas de la ciudad, lugares que escapaban a la doble cadena restrictiva de la moral religiosa y la política reaccionaria. Ambos, claro está, han dejado constatación de esta anécdota en sus obras: la serie de casas de citas que Botero pintó a mediados de los setenta, con la matrona guardiana de las jóvenes prostitutas, figura que encarnan personajes como “Pilar Ternera” o la explotadora abuela de “Cándida Eréndida”.
El trabajo y la tradición artísticos
En relación con el desarrollo de sus obras, resulta claro que Botero encontró su estilo, su impronta artística antes que Gabo. Hay que tener esto en cuenta a la hora de entender las quejas de Botero sobre García Márquez.
El estilo de Botero (volumétrico, “el concepto de la exageración del volumen”, como él suele aclarar) se gestó en su juventud, en su estadía en México a finales de los años cincuenta con la aludida anécdota de la mandolina deformada que por accidente dibujó en una servilleta y se constituyó en piedra de toque de su obra futura. Botero comenzó a pintar “Boteros” de forma clara a inicios de los años sesenta, sustentado en el equilibro didáctico del color y la forma, Mr Rubens, por ejemplo, es “la síntesis y el renunciamiento que significa alcanzar la madurez” (Botero, 1997), como él mismo lo señala. Gabo en cambio entrevió su realismo mágico en cuentos de madurez como “Monologo de Isabel viendo llover en Macondo” (1955), que su novia en Paris, la española Tachia Quintanar llevó a las tablas hace poco tiempo en Colombia. El crítico de literatura Ángel Rama señalaba que en Gabo hay una tensión entre la comprensión de su realidad: “desde la sociología o la realidad metafórica, y el conflicto social o la soledad existencial”. Gabo resolvió esta tensión a medida que su obra fue madurando, primero en cuentos como “El ahogado más hermoso del mundo”, “El mar de tiempo perdido”, ambos escritos en la década del sesenta, luego de forma equilibrada y definitiva en Cien años de Soledad.
En uno como en otro, la exageración es sinónimo de su quehacer. La dimensionalidad (o la interpretación subjetiva) de la realidad es descompuesta y reelaborada en ambos creadores: la expanden a los confines de la imaginación: Botero hacia los costados de las figura y Gabo en los juegos de metáforas. Recurriendo a la tradición y los paradigmas: la conocida proporción áurea griega de diez manos o siete cabezas que configuran el cuerpo humano, que coincide en algunas de sus pinturas, o sus deudas declaradas expresadas en homenajes o nuevas lecturas de obras del canon, que “son cerca de treinta y cinco artistas clásicos”, según el crítico Álvaro Medina. La más conocida, la serie de “Monalisas” retratada a los 9, 12 y 14 años, la segunda fue pintada en 1961 y adquirida por el MOMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York) un año después, en plena euforia de la pintura abstracta. Gabo, por su parte, trae a cuenta la dramática realidad en clave de ironía desprevenida: “inicia El Coronel con un muerto insólito, pues muere de muerte natural” (Cobo Borda, 2001).
En cada uno encontramos dos rasgos claros: fidelidad a sus orígenes y exploración de la tradicional pobreza, siempre limitada y decorosa de Latinoamérica: los ladronzuelos que se cuelan con el botín a salvo por los tejados de casas del pueblo, o la testarudez honorable de El Coronel de preferir comer mierda antes que vender su gallo.
Cada uno a su manera vuelve a sus influencias: Botero retorna a los clásicos del Quatroccento italiano y la escuela florentina de pintura “al fresco” y los pintores Paolo Uccello y Piero della Francesca, que el antioqueño “considera el mejor pintor de la historia del arte occidental” (entrevista, 2000, RCN). Desde su descubrimiento el alumno Botero asimila el equilibrio, la armonía, el manejo de las perspectivas y rigor artístico del florentino. Por ello compone y descompone la figura humana con las herramientas y técnicas aprendidos en Italia en búsqueda de la síntesis final: “es un pintor clásico, sin duda el pintor colombiano que mejor conoce el arte renacentista” (Álvaro Medina, 2011). El conocimiento y la experiencia vividos en Italia arraigaron su obra en las obras cúspides del arte universal, del Renacimiento italiano, “temáticas como el paisaje o los personajes de clase media colombianos, están pinceladas con los secretos, las enseñanzas y las técnicas de la pintura cuando ésta alcanzó su mayor excelencia” (Revista Mundo, 2011).
Su búsqueda e insistencia en su estilo hace que pinte con carboncillo, acuarela, pasando por el óleo y la sanguina; son muchas las formas de expresión y de práctica manejadas por Botero, “son contados los representantes del arte moderno que han sido tan diestros y prolíficos en medios tan diversos” (Revista Mundo, 2011). La argamasa de calidad y variedad conlleva a que Botero se considere un creador renacentista. Clásico.
En cambio, Gabo se sintonizó con los autores de su época: Hemingway, Woolf y Faulkner, que reinventaron la forma de la narración contemporánea. La innovadora estructura narrativa que Faulkner manejaba en sus obras (el monólogo interior, la inclusión de múltiples narradores, los saltos de tiempo dentro de la narración) influenció fuertemente las primeras novelas de Gabo, como La Hojarasca y sus tres puntos de vista (el niño, la madre y el viejo abuelo), además de sus cuentos y demás escritos. Asimismo, coincide con el escritor estadounidense en la creación de un mundo dominado por la fatalidad y la violencia. André Malraux señaló que “en el mundo de Faulkner el hombre no existe sino aplastado”. En añadidura, sus obras acontecen en un espacio real y asombroso, el pueblo de Macondo y el condado de Yoknapatawpha County.
En la Barranquilla de los años 50 se leía con entusiasmo a los maestros de la narrativa inglesa, de la novela acoplada en estructuras renovadas que permitió a los escritores mayor libertad en su labor y mejores recursos en su trabajo discursivo, por ello el cuento como forma narrativa comienza a publicarse en diarios y revistas. Contrario a la capital, por estos años “en Bogotá no se conocía mayor cosa de la obra de Faulkner o Hemingway” (Gerald Martin). Fue Barranquilla, una ciudad de cara al mundo, donde comenzaría el movimiento renovador de las artes en la Colombia de hace sesenta años, “aislada del mundo, encerrada sobre sí misma como el Tíbet” (Caballero, 1998). La célebre rivalidad entre costeños y cachacos “la refleja Gabo en la fuerza reveladora de un diálogo seco y perturbador” (Cobo Borda, 2001), y son constantes los referentes directos e indirectos al papel de Bogotá en la vida de sus personajes: el gobierno que nunca aparece sino para atropellar, su insustancial tarea de bienestar que hace esperar toda una vida por una pensión de guerra. Es la visión de Gabo sobre la centralidad del poder que ha caracterizado nuestra historia. Él va en contravía de una sola lectura o concepción de Colombia, precisamente, reflejando de una forma tan provincial (y a la vez, tan universal) el mundo de su infancia.
Universo que decanta el mundo infantil y la constitución del tejido familiar. Gabo creció en medio de un matriarcado ancestral: la abuela, las tías cuya complicidad esconde los primeros acercamientos de la experiencia sensual; Botero creció de igual forma en medio de mujeres, aunque él mismo reconoce “que no tuvieron ninguna influencia en su vida y su obra” (Entrevista, 2000). Se contrapone esta condición con la figura central masculina que da confianza y seguridad al niño Gabriel, o “Napoleoncito” como le llamaba cariñosamente el viejo coronel Márquez. En el pintor antioqueño la figura del padre se acentúa con su pérdida temprana y la lógica consecuencia de una familia sin una cabeza visible y soporte de manutención familiar, por lo cual en su niñez vivió modestamente, sin mayores lujos. Por este camino, si se quiere, encontramos la figura contrapuesta, que sopesa el equilibrio personal: de la identidad a la contradicción, lo que determina la seguridad de la decisión de dedicarse a las artes: “¿…Tú has visto a alguien que coma papel?”, le reprochaba el padre al Gabo adolescente cuando le comunica su decisión de ser escritor. En Botero, con el rasgo característica de sus orígenes de un trabajo duro y constante, “pinte, pero también trabaje”, le reprochaban sus tías paisas.
El poder…
Finalmente, encontramos similitud en la relación con el poder. Los reconocimientos y homenajes, o las marañas de oportunistas en busca de las migajas de la gloria, de la sensación efímera (el llamado síndrome de la inmortalidad) de su presencia: los testigos de los primeros trabajos en acuarela de Botero y los primeros lectores de los cuentos iniciales de Gabo escapan al cálculo lógico y la demostración histórica. Incluidos los políticos, en México es imposible conseguir un encuentro con Gabo, personas notorias se ven forzadas a solicitar una cita con antelación. A Botero diferentes instituciones y diversos sectores le han hecho homenaje: el más significativo, la sinergia del pintor y el Banco de la República con la “Donación Botero”, inmensa muestra tanto de arte como de generosidad del pintor. Otros poderes están en la lista: la simpatía e incómoda adicción de Gabo por el poder político: la amistad con Fidel, la cercanía con Felipe González o el Rey Juan Carlos de España, o mandatarios de primer orden como Bill Clinton y Fracois Miterrand. La celebración de sus ochenta años en Cartagena no dejó lugar a dudas de la capacidad de convocatoria política de García Márquez. Se convirtió, para algunos, en lo que sus detractores siempre le criticaron: amigo del poder y la riqueza.
En Botero las cosas no son tan solemnes ni suscitan la emoción del mundo, más reservado y seco, no habla de política, su nombre, eso sí, es perseguido por sobresalientes marchantes del mundo del arte y galerías sobresalientes de Europa, Oriente y Estados Unidos. Las malas lenguas insisten en que los precios del mercado negro superan ostensiblemente los legales, al tiempo que nutren sus arcas: el mercado es uno solo, y los “Boteros”, como la explicación de Marx, son el fetiche de muchos y el interés despiadado de otros tantos.
Queda la realidad, la inventada o autoinventada, que se convierte en una suerte de refugio para la vida privada: Gabo siempre señala que escribe para que sus amigos lo quieran más, en tanto Botero pinta porque no sabe hacer otra cosa. Uno se retira del mundo y el otro espera la celebración de sus ochenta años. Gabo está perdiendo la memoria por el alzahimer, herramienta de su inagotable trabajo creador, en tanto Botero sigue lúcido, continúa buscando y pintando. La lista de museos y galerías que expondrán sus trabajos este año es larga.
Uno está retirado y el otro continúa. En la intimidad son unos y en la esfera pública otros. Es la suerte de la realidad de la vida.
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(*) Sociólogo, periodista y colaborador.