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Fútbol y literatura, un amor a las patadas

 

Albert Camus
Albert Camus. Foto tomada en 1947 por Henri Cartier-Bresson. Procedencia: Flickr, Mitmensch0812.

 

Fernando Araújo Vélez *

La última vez que lo vieron llorar en público estaba sentado en la platea de la cancha de Estudiantes de la Plata, en 57 y 1. Tenía entre sus manos temblorosas dos de sus libros, y al lado, un bastón. La tribuna, repleta, cantaba Sábatooooo, Sábatooooo. Todos se fueron levantando de sus asientos poco a poco, para reventar al final en una interminable ovación dirigida a aquel señor que había llegado al estadio una hora antes para repartir entre la gente del fútbol algunas de sus obras.

 

Sábato, recordaron entonces los periodistas, había alcanzado a jugar en las divisiones inferiores “pincharratas”. “No era un virtuoso, hay que aclararlo y aceptarlo, pero iba y volvía y no daba pelota por perdida”, había confesado tiempo atrás. Un día dejó las canchas y se dedicó a las matemáticas y la química, y otro día, ya en París, se hastió de los números, las fórmulas y la exactitud y se dedicó a escribir. “Es que la vida no es perfecta como los números, en la vida hay pulsiones, sueños, mentiras, drama”, dijo.

Escribió El túnel a finales de los 50, y casi 15 años más tarde, Sobre héroes y tumbas, un clásico del escepticismo en el que a veces el fútbol se colaba dentro de diversas conversaciones de calle o café para demostrar que en el fútbol, también, la humanidad había fracasado. Sábato recordaba a la Chancha Seoane, a Tesorieri y a Tarasconi, y en la voz de Julián D’Arcángelo relataba que “una tarde, al intervalo, la Chancha le decía a Lalín: cruzámela, viejo, que entro y hago gol. Empieza el segundo jastáin, Lalín se la cruza, en efeto, y el negro la agarra, entra y hace gol, tal como se lo había dicho. Volvió Seoane con lo brazo abierto, corriendo hacia Lalín, gritándole: viste, Lalín, viste, y Lalín contestó sí pero yo no me divierto. Ahí tené, si se quiere, todo el problema del fóbal criollo”.

Para Sábato, en el fútbol como en la vida, la disyuntiva era la practicidad contra el arte, la belleza contra la moneda contante y sonante. Tiempo antes, infinidad de veces repetido, copiado, citado y  plagiado, Albert Camus había escrito que a cierta altura de su vida, ya no deseaba seguir bromeando, “porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”. Camus jugó a la pelota descalzo y hasta romperse los pantalones en las calles de Argel siendo niño, y después, de adolescente, fue portero de la selección argelina.

Luego, cuando según sus palabras la única pregunta que el hombre debía hacerse era si debía suicidarse o no, quiso devolver el tiempo y jugar de nuevo. Ya era tarde. Cuando Camus murió, en enero del 60, la relación fútbol- literatura comenzó a deshacerse. Los versos que Miguel Hernández le dedicó al portero Platko parecieron enterrarse para siempre, igual que El gol nuestro de cada día, de Juan de Diego, y Once cuentos de fútbol, que pocos conocieron de Camilo José Cela. Mucho más perdida en la historia había quedado una novela de los tiempos en los que ni siquiera existía el fuera de lugar: Los once de la puerta dorada, del francés Henri de Montherlant, que fue tal vez la primera obra de ficción sobre el fútbol.

La literatura era seria, decían, y el fútbol debía estar donde estaba, en las páginas deportivas de los diarios y en las revistas especializadas. “Era de mal gusto intelectual hablar de fútbol”, diría años más tarde el ex futbolista y posteriormente escritor Jorge Valdano. Sin embargo, la literatura seguía entreverándose en las canchas y en las tribunas, porque en sus arrebatos de lirismo, el cronista Oswaldo Ardizzone de El Gráfico era capaz de escribir un partido de fútbol al estilo de la película Fantasía , de Walt Disney, y comenzar una nota de un partido cualquiera con “Sí señor, créalo. Créalo aunque usted no crea en el misterio del más allá ni en la lámpara de Aladino ni en los cuentos de Simbad el Marino…”; porque Roberto Fontanarrosa justificaba desde la pasión por un equipo, su Rosario Central, la muerte en plena tribuna de un viejo enfermo al que un grupo de hinchas había secuestrado, pues era su amuleto de la buena suerte. “Yo primero fui fanático del fóbal, y después dibujé y escribí”, solía decir “el Negro”.

Luego los límites se dispersaron. Fue literario Maradona cuando dijo que su primer gol a los ingleses en la Copa del 86 había sido “con la mano de Dios”, aunque jamás se hubiera leído un libro o hubiese escrito un párrafo, y lo fue el uruguayo Eduardo Galeano al escribir en A sol y a sombra que los hinchas eran mendigos del buen fútbol. Fue literario Mario Beneddetti, como pocas veces, cuando escribió Puntero izquierdo, la historia de un jugador aficionado que ganó el partido que no podía ganar, y lo fue Garrincha poco después de que un psicólogo lo declarara interdicto, cuando dijo que “los jugadores de fútbol no somos más que payasos. Salimos al campo de juego a divertir a un público que paga para vernos ganar o para vernos perder. Igual que a los payasos en el circo, nos aplauden si lo hacemos bien y nos insultan si lo hacemos mal”. Unos escribieron, los otros jugaron y hablaron de la pelota, o con la pelota. Y no hubo límites.

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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online. Tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos del periódico El Espectador.

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