Paul Brito (*)
Comencé a escuchar los pitidos en las noches, cuando todo estaba en silencio, y por un tiempo pensé que eran grillos escondidos en el armario o retozando en el jardín de la casa. Pero cuando los silbidos comenzaron a destacar también en el día, en medio de los demás sonidos de la cotidianidad, comencé a sospechar que provenían de mi oído.
Unas pruebas médicas para ingresar a una fábrica de automóviles en Barcelona me revelaron que tenía deficiencias en ambos oídos. Al principio no podía creerlo, pues creía escuchar bien, pero un especialista me hizo otra audiometría que confirmó el diagnóstico. Un examen más exacto (los Potenciales Evocados) señaló que el problema no estaba en el oído externo ni en el medio (donde se encuentran esos diminutos e increíbles huesos bautizados por algún herrero) sino en mi oído interno, justo donde los sonidos se vuelven impulsos eléctricos.
Hasta donde sabía no tenía antecedentes familiares de sordera. Le pregunté al doctor si haber consumido fuertes antibióticos para la garganta cuando era niño, haber sido explorador asiduo del fondo de la piscina cuando era muchacho, y amante de la pólvora y del heavy metal a todo volumen cuando era adolescente, podían haber incidido en mi precariedad auditiva, y me dijo que posiblemente alguna de esas circunstancias, si no todas, habían terminado por deteriorar mis oídos. Pero yo me puse a pensar que otras personas de mi generación habían tenido vidas parecidas y no sufrían problemas de audición. Comencé a pensar que mi mal oído era una especie de destino, igual que para otros lo es la ceguera. También consideré que algunos de los amigos de mi generación sufrían de la vista y yo, en cambio, a pesar de llevar años leyendo y escribiendo pegado a una pantalla de computador ni siquiera necesitaba lentes. Concebí entonces la posibilidad de que había venido al mundo con esa grieta en mi fisionomía y el tiempo apenas tuvo que jalar de ambos extremos.
Imaginé otra causa más aparatosa para mi sordera. Mi temperamento introvertido: una forma de vida volcada al mundo interior pudo haberme llevado a prescindir poco a poco de los sonidos. La costumbre de estar escuchando dentro de mí mismo habría desacostumbrado mis oídos para la algarabía del mundo exterior. Estar enfocado en escuchar el sonido sordo de las palabras al pensar, leer o escribir había terminado atrofiando mi audición. Por mucho tiempo sostuve esta tesis, hasta que un día un amigo violonchelista me señaló un buen argumento en contra: no necesariamente esa introspección o el hábito de la lectura y de la escritura van en detrimento del oído, pues esas aficiones obligan a trabajar el oído interno, no el oído interno físico sino el intelectual. Antes de escuchar cómo suena lo que está tocando, un músico tiene que decidir cómo quiere que suene, tiene que imaginárselo. La lectura también obliga a trabajar el oído interno siempre que uno esté escuchando dentro de su cabeza cómo suenan las palabras.
Cualquier escritor sabe, además, que la prosa tiene su propio ritmo. Un cuento o una novela deben mantener el mismo tono a lo largo de las páginas para que no se rompa la ilusión narrativa, la apariencia de realidad. Del mismo modo, la poesía contiene un ritmo interior de donde brotan las imágenes primigenias y las metáforas anteriores al lenguaje articulado. “Pensamientos y frases son también ritmos, llamadas, ecos”, escribió Octavio Paz.
En todo caso, el oído es un sentido pasivo que, a diferencia de la visión, no se puede direccionar o apagar, así que los ruidos siempre están atentando contra la concentración intelectual. Quizá por eso mismo, por la falta de control sobre ellos, me da la impresión de que puede estar sometido a una voluntad interna y absoluta que decide su regulación o abolición de acuerdo a los fines más altos del espíritu.
Remedios para lo irremediable
Después de concluir que el daño estaba en mi oído interno, el especialista me explicó que a ese nivel la deficiencia auditiva es irreversible. Me volví a hacer los mismos exámenes en el instituto de otología García-Ibáñez de Barcelona que tiene fama de ser uno de los más avanzados en su campo. Pagué una suma considerable para que me hicieran los mismos exámenes y me dijeran exactamente lo mismo: que estaba jodido irreversiblemente. Me diagnosticaron hipoacusia neurosensorial bilateral moderada y me aconsejaron usar audífonos.
Le pregunté al especialista si volverme dependiente de ellos no agudizaría mi debilidad auditiva.
–Los oídos son perezosos –me explicó el doctor–: si uno no les recuerda los sonidos que ha dejado de percibir (las pisadas, el canto de las aves, el crujir de una bolsa), él simplemente prescinde de ellos. Los audífonos no te ayudarán a recobrar la capacidad natural de tus oídos ni eliminarán los pitidos (aunque pueden contrarrestarlos con la gama de sonidos tenues y agudos que rescatan), pero por lo menos te ayudarán a ejercitarlos para no seguir perdiendo más terreno.
–¿Y no hay alguna forma de callar los benditos pitidos?
–No, los silbidos son un síntoma de que tu oído interno no está funcionando bien (las células dañadas emiten señales incorrectas que tu cerebro interpreta como sonidos –precisó–). Y puesto que es irreversible el daño en esa zona del oído, es inevitable que sigas escuchándolos –Me recetó unas pastillas para poder conciliar el sueño cuando los pitidos fueran insoportables y una música ambiental para cuando no me dejaran concentrar en el trabajo. Como quien dice: arréglatelas como puedas. Me prescribió también unas pastillas llamadas Idaptán para reducir los silbidos pero que, al igual que el gingko biloba y el castaño de indias, son más bien un acto de fe.
Averigüé por los audífonos en la seguridad social.
–No los cubrimos –me advirtió el especialista–, pero te aconsejo que los compres.
Reuní un dinero y me fui a comprarlos a Colombia, donde había averiguado que eran más baratos. La audióloga me hizo otra audiometría.
–Escuchas los tonos graves con una solvencia más o menos normal –concluyó–, pero cuando los sonidos se van volviendo agudos y tenues, tu capacidad auditiva cae dramáticamente –y me mostró una curva que efectivamente descendía como una montaña rusa–. A tu caso se le conoce vulgarmente como “nervio seco”.
Luego realizó el molde de mis oídos taponándolos con unas masillas.
Comencé a usar los audífonos, pero llegaba a la casa con dolor de cabeza y los nervios destrozados. Los pitos de los carros, los mofles de las motos, los ladridos de los perros eran explosiones pirotécnicas. Con tanta bulla, lo que menos escuchaba eran las voces de las personas. Notaba, además, que al descubrir los aparatos, mis interlocutores se ponían incómodos, vocalizaban forzados, alzaban teatralmente la voz e incluso se volvían desconfiados como si los estuviera grabando.
Sordos vs. ciegos
Mientras los lentes hacen ver a una persona más interesante o con aire intelectual, los audífonos y su habitual color crema te hacen ver como un lisiado. En lugar de disimular, aquel pavoroso color beige (que recuerda el pellejo de un androide) llama aún más la atención. Apenas la gente se percata del objeto extraño y grotesco asomado a la oreja, te mira incómoda y no puede dejar de vigilarlo, como cuando uno habla con alguien que tiene una verruga en la punta de la nariz.
Hay audífonos modernos, de colores, que me parecen más dignos que los tradicionales, pues no tratan de camuflarse patéticamente con el color de la piel (como hacen algunos calvos al cubrir su mollera con copetes laterales) sino que se exhiben como otro implemento del vestir. Pero no son muy comunes en Colombia ni en España (tengo entendido que en Francia son más usuales). Otra ventaja de los audífonos de colores es que, al contrario de los tradicionales, no taponan los oídos, pues el grueso del aparato queda detrás de la oreja. Sin embargo, no me decidí por ellos, porque me parecía que el color frivolizaba mi tragedia y el negro, por su parte, era un luto demasiado directo.
Por otro lado, a nadie que usa gafas lo señalan como un discapacitado; a alguien que usa audífonos lo miran con lástima. Los audífonos no tienen la misma estética sencilla y práctica de los lentes: dos piezas de vidrio y una montura liviana encajadas perfectamente en las orejas y la nariz. Los audífonos, por más modernos que sean, no logran la misma sencillez ni consiguen asimilarse al rostro: se ven artificiales y aparatosos; necesitan pilas, circuitos y cables.
Una vez la gente los detecta, se rompe la naturalidad que debe tener una conversación fluida y se instala en el otro hablante una tensión embarazosa. Dejé de llevarlos en la calle y ahora sólo los uso en casa. Pero aún así, relegándolos a la clandestinidad, siguen siendo incómodos y fastidiosos. Los audífonos –por lo menos los que yo uso– taponan los orificios del oído y uno siente como si estuviera agripado. Parecen gafas que para ayudarte a ver, tuvieran que clausurar el mundo y mostrártelo en una defectuosa pantalla.
Éstas no son las únicas desventajas frente a los que sufren de la vista. El ojo, al contrario del oído interno, puede recobrar la visión con el uso continuado de lentes o con alguna cirugía. El oído interno no da ninguna esperanza: no hay forma de escuchar como antes. Para rematar, los sordos tienen mala fama. Según Jorge Luis Borges, no poseen la dulzura que tienen los ciegos. “Las personas sordas son muy impacientes –afirmaba Borges–. A veces la gente se ríe de los sordos. Nadie se ríe de un ciego».
Señales de humo
Por fortuna hay al menos una diferencia donde sale ganando el sordo. Mientras la vista está apoyada en el espacio y por lo tanto se mueve en extensión, el oído, al ser un sentido que descansa exclusivamente en el tiempo, actúa en intensidad y profundidad. El trasunto del célebre saxofonista Charlie Parker, en el relato El perseguidor, de Julio Cortázar, afirmaba sobre el sonido: “Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando”. Los sonidos contienen pausas y silencios donde cabe el mundo entero. La música, “esa forma misteriosa del tiempo” como la describió Borges, es el gran consuelo de quien no escucha bien: por la pequeña rendija o puerta entornada de sus oídos estropeados, una persona puede captar la sinfonía del universo. Por una de esas delgadas ranuras, Beethoven abrazó el mundo entero hasta tocar el cielo. De ningún pintor ciego se puede decir lo mismo.
Para el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, la música es la más excelsa de las artes, porque no se limita a ser una representación del mundo sino que ella misma es la esencia del universo manifestándose de forma pura. Los tonos graves encarnan al mundo orgánico, mineral y vegetal, y los tonos agudos, al ser humano profundo: su esencia divina (de ahí que sean el mejor potenciador de una escena dramática). Me pregunto a veces si haber dejado de escuchar las frecuencias más tenues y sutiles de mi entorno (hasta el punto de que muchas veces no escucho a mis semejantes) no querrá decir algo más. “El diálogo es más que un acuerdo: es un acorde –decía Octavio Paz–. Y los enamorados mismos se sienten como dos rimas felices, pronunciadas por una boca invisible”. Mi insensibilidad hacia los susurros y tonos bajos puede estar avisándome de que estoy desatendiendo la frecuencia más tenue y sutil de todas, la que oficia de base armoniosa a todas las discordantes melodías de la vida y vibra como un solo tañido en el interior de todos los hombres, bajo el bullicio del mundo.
En la película “Señales de humo”, el hijo de Nicolas Cage sufre de los oídos y también escucha silbidos. Al final resulta que esos pitidos eran un mensaje de salvación por parte de unos extraterrestres. Me pregunto a veces si los silbidos que estoy condenado a escuchar no encierran también un mensaje en clave, una canción misteriosa que tengo la tarea de descifrar antes de que sea demasiado tarde.