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Engañémonos en nombre del amor

Fernando Araújo Vélez 

El amor es un milagro, dicen las canciones. Y es un milagro porque es nuestro mayor engaño, pero eso no lo dicen. Depende de diminutos detalles que interpretamos a nuestro acomodo, mentira sobre mentira. El gesto que nos enamoró, el detalle de recoger un lapicero que se nos cayó, la palabra que queríamos oír, la canción que nos dedicaron: esos y muchos más fueron los detalles que quisimos ver como los queríamos ver, porque en ese momento necesitábamos verlos. Si estábamos vacíos, una mirada llenó ese vacío. Hubiera podido ser cualquier otra mirada. Sin embargo, fue esa, única, irrepetible. Así la recordamos, así la multiplicamos, así la coleccionamos. Si estábamos tristes, una sonrisa nos alegró, y confundimos la sonrisa que requeríamos, cualquier sonrisa, con una sola sonrisa, esa sonrisa especial que, creímos, nos salvó.

Nos mentimos, nos engañamos en nombre del amor, porque el fin parece ser el amor, y la salvación parece ser el amor, aunque no sepamos qué es el amor. Lo buscamos, desesperados. Lo oímos, lo leemos, lo vemos, lo imaginamos y nos convencemos de que hay un Amor, un Amor que es absoluto, cuando en realidad hay miles de millones de amores-amantes, uno por cada persona. Lo concebimos como ese algo invisible e intangible que más tarde o más temprano nos llegará y nos trastornará, como si estuviera escrito que así debe ser. Y en un momento nos ilusionamos con la certeza de que llegará alguien que encarnará ese amor, alguien con quien compartiremos una vida repleta de ese amor. Todo luz, todo esplendor, y ni por equivocación pensamos en los momentos oscuros, en el hastío, en la dependencia, en la desidia que luego, muy luego, vivimos.

Es que no nos han vendido amores reales, pues los amores reales no venden. No nos han vendido lagañas, obsesiones, ropa sucia ni salsas regadas en el piso. No nos han vendido celos ni envidias ni desidia ni costumbre. Y si alguna vez alguien ha preferido hablar de lagañas, lo hemos tildado de amargo. Nos engañamos. Somos un eterno e infinito engaño multiplicado. Vamos caminando en busca de eso que llaman amor con una venda en los ojos, y elegimos a otro con otra venda y nos convertimos en un par de ciegos que comparte ceguera. Nos engañamos porque no tenemos la valentía de vernos como somos, de aceptarnos como somos: humanos, demasiado humanos, como decía el filósofo. Nos da pánico aceptar que somos humanos y cambiantes; cambiantes e, incluso, impredecibles. Por eso condenamos a quien deja de amar, como si dejar de amar no fuera humano y lógico, y por eso cargamos al amor con toda la gravedad de la que somos capaces.

Nos dividimos en lo bueno y lo malo, de acuerdo con antiguos preceptos y mandamientos y conveniencias, en lugar de aceptar nuestro todo natural, y nos desbordamos de culpas por amar o por no amar o por olvidar. Y la verdad es que somos pétalos y espinas, aunque pretendamos amar sólo los pétalos y tratemos de esconder las espinas. Somos rebaño e individualidad, blanco, negro y gris, un ejército de voluntades guiado por verdades y absolutos que no hemos querido desentrañar, y desfilamos tomados de la mano sin saber a dónde vamos. En ese ir, que es en ese engaño, celebramos días de amor, de amistad, de besos, de renos, de sanvalentines, para seguirnos engañando. Para negar que estamos y somos solos, eternamente solos.

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